pepero escribió:Incorporarse con 13 y con 15 años. Que fuerte.
En el ultimo párrafo llama la atención el análisis de la guerra y que una persona tan joven saque esas conclusiones.
Saludos.
Saludos.
Bueno, Ramiro era un humanista y una persona de mente sutil. Pero la experiencia a la hora de recoger testimonios orales me dice que las personas con los años suelen hacerse menos radicales (salvo Largo Caballero y Álvarez Solís
) y se atribuyen (sin voluntad de engañar, es un fenómeno sicológico) esa condición también de jóvenes. Quizá esa comprensión la tenía ahora y no a los quince años porque, históricamente, los carlistas guipuzcoanos cobran consciencia de lo que había sido la guerra y el papel que jugaron en ella a partir de los años cuarenta del siglo pasado (es una cuestión interesante, iremos entrando en ella).
Seguimos con su relato:
"Primero nos desplazamos hasta Zaragoza en tren, allí en la plaza junto al llamado “tubo” un altavoz daba el parte de guerra con las noticias. Por cierto, que el 9 de agosto de 1936 se había producido un bombardeo sin daños sobre la Basílica de El Pilar, que se consideró milagroso y al que se dio mucha publicidad. Conocí al que desactivó las bombas, Juaristi, un maestro armero de Eibar. Y lo cierto es que las bombas no llevaban espoleta, así que nunca pudieron explotar. Al día siguiente el tren nos llevó hasta Alcañiz y de allí al frente fuimos andando y parando los camiones que llevaban los suministros bélicos y la intendencia. En Morella, legendaria localidad del Maestrazgo durante las guerras carlistas del siglo XIX, dormimos en un corral y desayunamos un chusco de pan.
Finalmente llegamos a Mosqueruela. Me presenté al comandante cuando estaba afeitándose, con toda la barba enjabonada. Al verme tan crío creo que le di pena y me dejó en la Plana Mayor como enlace, que no venía a ser otra cosa que un recadero. Pero, como cualquier excombatiente sabe, resultó que mi función no estaba exenta de peligros. Como en aquella época apenas había radios y se tendían pocos teléfonos de campaña, tenía que llevar partes verbales o por escrito a la línea de fuego. Había otro enlace, Victorino, un chaval de 20 años, sencillo y tímido.
Allí me dieron el equipo. Los soldados en la guerra no tienen nada que ver con ese aspecto atlético que tienen en las películas, van cargados como una mula. El equipo consistía en casco; la mochila para llevar la ropa, jabón y objetos personales; la cartuchera con tres bolsillos, dos por delante y uno por detrás; un capote que llevábamos enrollado en banderola; un plato y vaso de aluminio abollados; cuchara y tenedor con el mango doblado para poder engancharlos en el correaje; un ovillo de goma maciza para hacer torniquetes y una máscara antigás que la mayoría pronto dejamos porque no servía para nada. Respecto al armamento, nos dieron el fusil Mauser modelo 1893, el reglamentario del Ejército español, con peines de cinco balas. Era un arma sólida pero demasiado larga para la escasa talla que teníamos los españoles de la época, así que intentábamos cambiarlos en cuanto podíamos por el mosquetón Mauser 1916, que era más corto y pesaba menos. También nos dieron dos granadas de piña Lafitte, que eran como un bote de conservas con una cinta ancha que se desenroscaba al lanzarla. También había granadas italianas lisas de huevo, muy elegantes, que tras desactivarlas servían de petaca para el tabaco. Y un machete-bayoneta. Con todo esto encima y el calor, íbamos aplastados a todas partes. La compañía de ametralladoras disponía de máquinas Maxim, que tenían un depósito de agua para enfriar el cañón, y Hotchkiss. Ambas eran armas robustas y fiables y, como para acarrearlas a ellas y la munición tenían una veintena de mulas, la compañía estaba un poquito mejor que los demás.
La ofensiva contra Valencia
A los pocos días, saliendo de Alcora, en las estribaciones de la sierra del Espadán, tuve mi bautismo de fuego. Mi inexperiencia casi me cuesta la vida porque me puse a observar nuestro avance de pie desde un lugar descubierto y una nutrida descarga de fusilería silbó a mi alrededor. Probablemente me habían confundido con el oficial que dirigía el avance y sólo me salvó su mala puntería. En el frente, oír silbar los proyectiles de fusil es bueno, porque si el enemigo está cerca se oyen cuando han pasado ya y, si está lejos, es difícil que te alcancen. Si te dan, seguro que no los oyes. Con los proyectiles de artillería es diferente, los oyes mientras vienen. Conocíamos el armamento enemigo por el sonido. Los cañones de sus carros de combate hacían el chis-pun característico y los proyectiles del 10 y medio tenían un silbido peculiar. Cuando lo sentíamos intentábamos entrar en el embudo de un proyectil anterior porque se decía que las probabilidades de que dos disparos impacten en el mismo sitio son mínimas. En Alcora hicimos los primeros prisioneros: un capitán de carro de combate, con su boina negra y las tres estrellas, se enfrentó y capturó un blindado enemigo. La tripulación se rindió y se entregaron con los brazos en alto.
El cruce del río Mijares, a finales de junio, fue durísimo. Al vadearlo bajo un sol de justicia el enemigo nos disparaba con armas portátiles y desde la montaña nos tiraba granadas de palo. Por la altura y por tener un asa llegaban más lejos que las nuestras y lo pasamos muy mal. Al vadear el río con el agua hasta el pecho, el capellán se desprendió de su casco y me lo puso. Muchos años después lo encontré en Roncesvalles y se lo agradecí entonces, porque me parece que en aquel momento yo no estaba para decir nada.
A mediados del mes de julio estuve cerca de morir. Subíamos por una ladera, entre bancales de naranjos y algarrobos, con los mulos. Desde el otro lado de la colina nos disparaban los obuses republicanos y tuvimos la mala suerte que un disparo alcanzó a un mulo que llevaba tres cajas de bombas de mano. ¡Veinte muertos y más de sesenta heridos en esa sola explosión! Los cuerpos destrozados, los heridos clamando... Yo salvé la vida porque un recodo del muro frenó la metralla. La onda expansiva me vació los pulmones, me faltaba el aire y sólo oía un pitido continuo, creía que me habían estallado los tímpanos. El que marchaba a mi lado agonizaba. El fogonazo de la explosión le había prendido fuego a la camisa y su propia sangre, que iba mandando por las heridas, apagó el fuego. Y yo allí, conmocionado y sin poder moverme. Dos compañeros de mi pueblo vinieron a buscarme y me llevaron al dispensario pero tardé en recuperarme.
En el frente no había odio, sobre todo era hastío lo que sentíamos. Hubo una anécdota que lo muestra. El sargento pagador se llamaba Perico. Aparecía periódicamente en un viejo coche negro para pagarnos los haberes, una cantidad simbólica. Un día nos buscaba por caminos rurales y paró en un cruce para preguntar a un grupo de soldados recostados. Cuando les preguntó por su unidad y por la situación de nuestro tercio se miraron. Uno de ellos le dijo: ¡Mejor que des la vuelta, porque nosotros somos los del otro lado! El sargento ordenó al conductor que diera la vuelta y salieron escopeteados. Pero ni les detuvieron ni les dispararon.
Todos los días cogíamos bastantes prisioneros en nuestro avance. Los desarmábamos y se les formaba en fila para entregarlos a retaguardia. Sus camisas cakis eran de color similar a las nuestras, eran idénticas salvo en que no tenían hombreras. En realidad, poco nos diferenciábamos de ellos, sólo en la casualidad de donde nos pilló el inicio de la guerra. Ignacio Aguirregoicoa, por ejemplo, que compartió clase de niño conmigo acabó de piloto en la URSS. Nunca observé que se les insultara y, como yo entonces no fumaba, les daba mi ración de tabaco.
Los combatientes de primera fila nos respetábamos, pero a los vividores de la retaguardia, no. Debido a ello en Ribesaltes tuvimos una acción bastante comprometida y no por el enemigo. Un coronel del Ejército, bastante gordo, nos llamó la atención por no saludarle reglamentariamente y ordenó la detención de un requeté guipuzcoano de nuestra unidad porque se había enfrentado verbalmente con los propagandistas. Estos llegaban de la retaguardia con sus vistosos uniformes azules cuando conquistábamos una población, regalando insignias. No nos gustaban, como no les gustaban a todos los que combatían en el frente. Un sargento navarro de la 4ª compañía, delgado, cetrino y con cara de pocos amigos, organizó una expedición armada para liberarlo y yo estuve entre los escogidos. Nos presentamos delante del cuartel de la Guardia Civil de Ribesaltes y el sargento, pistola en mano, exigió que pusieran en libertad a nuestro compañero. Fue un momento tenso, el suboficial de la Guardia Civil terminó por ceder, advirtiéndonos que tomaba esa decisión para evitar males mayores. Nos fuimos del pueblo y aquello no tuvo consecuencias.
Íbamos avanzando: Onda, Alcudia de Veo, Figueroles, Artesa, Suera, Fanzara... Por laderas abancaladas de algarrobos y naranjos, sufriendo el calor y la falta de agua. De vez en cuando aparecía un coche de la organización “Frentes y Hospitales” con tabaco y alguna prenda de vestir. También recibíamos cartas y un poco de ropa de las madrinas de guerra. Cuando les devolvían la misiva, eso significaba que su amadrinado había muerto. Un día el teniente Peña, ayudante del comandante, vino a pedir un enlace para enviar un mensaje al oficial que mandaba uno de los flancos donde había combate. Nos turnábamos Victorino y yo y le tocaba a él. Llevó el mensaje pero a la vuelta le alcanzó un disparo en la parte alta derecha del vientre. Llegó hasta nosotros y sólo dijo: Me han dado. Examinamos la espalda para ver si la bala había salido, pero el proyectil quedó dentro. Lo retiramos al hospital de campaña más próximo, pero dos días después falleció y llevaron su cadáver a su pueblo. Posteriormente he estado buscando su nombre en Los Inválidos del Pamplona, lo llaman el Vaticanillo por su estilo, y allí ni está su nombre ni el de otros compañeros que murieron en el Montejurra.
Una noche, con otro requeté, entramos en Tales. Era madrugada y andábamos perdimos, llegamos a la plaza, había una fuente en medio y allí nos echamos en el suelo para descansar mientras algunas mujeres nos miraban tras los visillos de las ventanas. Unas horas después nos encontraron allá nuestros soldados, que entonces entraban cautelosamente para liberar el pueblo. Resultaba que lo habíamos liberado ya nosotros".
El próximo día seguimos con la batalla del Ebro.