“Inmediatamente después de la derogación de la ley Opia, el cónsul Marco Porcio partió hacia el puerto de Luna con veinticinco navíos de guerra, cinco de los cuales eran de los aliados, dejando orden de que se concentrara allí el ejército. Tras enviar un bando por todos los puntos de la costa reunió naves de todas clases y al partir de Luna les dio orden de seguirlo hasta el puerto de Pireneo, desde donde pensaba marchar contra el enemigo con la numerosa flota. Dejando atrás los montes Ligustinos y el golfo Gálico, se encontraron en la fecha que había señalado. De allí pasaron a Roda, y desalojaron por la fuerza a la guarnición de hispanos que había en la fortaleza. Desde Roda, con viento a favor, llegaron hasta Emporias. Allí desembarcaron todas las tropas excepto las de marina.”
XXXIV, 8.
“Todavía en aquella época Emporias estaba formada por dos poblaciones separadas por una muralla. Una estaba habitada por griegos oriundos de Focea como los masilienses, y la otra por hispanos. Pero la parte griega, que daba al mar, tenía una muralla cuyo perímetro no llegaba en total a los cuatrocientos pasos, mientras que la muralla de los hispanos, más alejada del mar, tenía una circunferencia de tres mil pasos. La colonia romana que después incorporó el divino César tras la derrota de los hijos de Pompeyo constituyó un tercer tipo de población; actualmente están todos amalgamados en un solo cuerpo, al habérseles concedido la ciudadanía romana primero a los hispanos y finalmente también a los griegos. Quien los observara entonces, se preguntaría extrañado qué era lo que los defendía, pues por un lado estaba el mar abierto y por otro tenían delante un pueblo tan fiero y belicoso como el hispano. El guardián de su débil posición era la disciplina, que el miedo obliga a mantener cuando se está rodeado por otros más fuertes. Tenían muy bien fortificada la parte de muralla que daba al campo, y por aquel lado solamente habían puesto una puerta en la que siempre había alguno de los magistrados de guardia permanente. Durante la noche, una tercera parte de los ciudadanos vigilaba en las murallas; y no lo hacían sólo por hábito o por obligación, sino que ponían tanto cuidado en los turnos de centinela y en las rondas como si el enemigo estuviera a las puertas. No dejaban entrar en la ciudad a ningún hispano, ni tampoco salían ellos mismos sin una buena razón. La salida hacia el mar era libre para todos. Por la puerta que daba a la ciudad de los hispanos nunca salían sino en grupos numerosos, generalmente la tercera parte a la que había correspondido la vigilancia la noche anterior. El motivo de la salida era el siguiente: los hispanos, que no tenían experiencia en la navegación, se alegraban de comerciar con ellos y a su vez querían comprar los artículos que se importaban en barco y dar salida a los productos del campo. Estas ventajas mutuas eran la causa de que los griegos tuvieran libre acceso a la ciudad hispana. Éstos, por otra parte, se sentían más seguros por estar a cubierto bajo la protección de la amistad romana, que cultivaban con tanta lealtad como los masilienses aunque sus recursos eran menores. También en esta ocasión acogieron amable y generosamente al cónsul y al ejército. Catón se detuvo allí unos pocos días mientras averiguaba dónde estaban y cuántas eran las fuerzas del enemigo, y para evitar la inactividad incluso durante la espera, dedicó todo este tiempo al entrenamiento de sus hombres. Coincidió que era la época del año en la que los hispanos tenían el trigo en las eras; dijo; pues, a los abastecedores que no suministrasen trigo, y los envió a Roma diciendo: “La guerra se autoabastecerá”. Salió de Emporias y quemó y devastó los campos del enemigo, haciendo cundir el pánico y la huida por todas partes.”
XXXIV, 9.
“Por la misma época, cuando Marco Helvio abandonaba la Hispania Ulterior con una escolta de seis mil hombres que le había dado el pretor Apio Claudio, le salieron al paso los celtíberos cerca de la ciudad de Iliturgi con un enorme contingente de tropas. Valerio refiere que eran veinte mil hombres armados, que fueron muertos doce mil de ellos, que la plaza de Iliturgi fue reconquistada y pasados por las armas todos sus jóvenes. Desde allí Helvio se llegó hasta el campamento de Catón, y como la región estaba ya a salvo de enemigos mandó su destacamento de vuelta a la Hispania Ulterior, marchó a Roma y entró en la ciudad recibiendo la ovación por el feliz resultado de su acción. Ingresó en el erario catorce mil setecientas treinta y dos libras de plata en bruto, diecisiete mil veintitrés monedas de plata acuñadas con la biga y ciento diecinueve mil cuatrocientas treinta y nueve de plata oscense. La razón de que el senado le denegase el triunfo fue el hecho de haber combatido con los auspicios y en la provincia de otro. De hecho había vuelto pasados dos años, cuando ya había entregado la provincia a su sucesor Quinto Minucio, reteniéndolo allí durante todo el año siguiente una larga y grave enfermedad. Por eso Helvio entró en Roma y recibió la ovación sólo dos meses antes de que entrase en triunfo su sucesor Quinto Minucio. Éste, a su vez, aportó treinta y cuatro mil ochocientas libras de plata, setenta y tres mil monedas acuñadas con la biga y doscientas setenta y ocho mil de plata oscense.”
XXXIV, 10.
“Entretanto, en Hispania, el cónsul tenía su campamento cerca de Emporias. Allí acudieron tres representantes del régulo ilergete Bilistage –uno de ellos era su propio hijo-, y se quejaron de que sus plazas fortificadas estaban siendo atacadas y no tenían la menor esperanza de resistir a no ser que el romano enviase refuerzos; con tres mil hombres habría suficiente, y el enemigo se alejaría si llegaba un contingente de este volumen. A ello respondió el cónsul que sin duda era sensible tanto a su peligro como a su temor, pero que en modo alguno podía dividir el ejército y disminuir sus fuerzas sin riesgo cuando a corta distancia había un gran contingente de enemigos con el que previsiblemente tendría que enfrentarse en batalla cualquier día sin tardar mucho. Al oír esta respuesta los enviados se echaron a los pies del cónsul llorando y le suplicaron que no los abandonase en tan apurada situación; ¿adónde acudirían si los romanos los rechazaban? No tenían ningún aliado, ninguna otra esperanza en ningún lugar de la tierra; habrían podido verse fuera de aquel peligro si hubieran estado dispuestos a faltar a la lealtad y hacer causa común con los otros rebeldes; ninguna amenaza, ningún susto había hecho mella en ellos, confiando en que tenían en los romanos apoyo y ayuda suficiente; si ésta era inexistente, si el cónsul se la negaba, ponían a los dioses y a los hombres por testigos de que muy a su pesar se veían obligados a una ruptura, para no correr la misma suerte que habían sufrido los saguntinos, y que estaban dispuestos a sucumbir junto con los demás hispanos en vez de ellos solos.”
XXXIV, 11.
“Al menos aquel día fueron despedidos así, sin respuesta. Durante la noche siguiente la inquietud mantuvo al cónsul en la incertidumbre: no quería abandonar a los aliados, y no quería reducir su ejército, porque esto podría suponer que tendría que retrasar el combate o implicaría un riesgo si combatía. Prevaleció el criterio de no reducir las tropas, no fueran a infligirle entretanto alguna humillación los enemigos, y estimó que debía dar a los aliados la esperanza, ya que no la realidad, de una ayuda, que muchas veces, y especialmente en la guerra, lo aparente surte los efectos de lo real, y el que está convencido de contar con algún apoyo se salva gracias precisamente a esa confianza que le da esperanzas y audacia como si el apoyo fuese real. Al día siguiente respondió a los diputados que aun temiendo reducir sus tropas para favorecer a otros con ellas, tenía más en cuenta sin embargo la situación de peligro en que ellos se encontraban que su propia situación. Manda dar instrucciones de que un tercio de los soldados de cada cohorte preparen con urgencia comida cocinada para cargarla en las naves y que éstas estén listas para dos días después. Manda que dos de los diputados informen de ello a Bilistage y los ilergetes, y retiene a su lado al hijo del reyezuelo a base de un trato cortés y de regalos. Los diputados no se pusieron en marcha hasta que vieron embarcados a los soldados; cuando informaron de ello como de algo ya indiscutible, la noticia de la inminente llegada de los romanos se extendió tanto entre los suyos como entre los enemigos.”
XXXIV, 12.
“El cónsul, cuando los indicios de lo que quería hacer creer fueron suficientes, ordenó que se hiciera desembarcar a los soldados. Como estaba ya próxima la época del año en que era posible el desarrollo de las operaciones, él emplazó su campamento de invierno a tres millas de Emporias. Desde allí, según se presentaban las circunstancias, llevaba a sus soldados unas veces en una dirección y otras en otra a saquear los campos de los enemigos dejando una pequeña guarnición para la defensa del campamento. Salían casi siempre por la noche para alejarse lo más posible del campamento y coger al enemigo por sorpresa. Estas acciones servían de entrenamiento a los nuevos reclutas, y a la vez caían prisioneros un gran número de enemigos, que ya no se atrevían a salir fuera de las fortificaciones de sus plazas. Unas vez que puso a prueba suficientemente la moral de los suyos y del enemigo convocó una reunión de tribunos y prefectos, caballería en pleno y centuriones. “Ha llegado el momento, tantas veces deseado por vosotros, dijo, de que se os diera la oportunidad de poner a prueba vuestro valor. Hasta ahora habéis llevado una campaña más al estilo de salteadores que de guerreros; ahora vais a enfrentaros en una batalla en toda regla, enemigos contra enemigos; a partir de ahora vais a poder no ya devastar campos sino vaciar las ciudades de sus riquezas. Nuestros padres, a pesar de que los cartagineses tenían generales y ejércitos en Hispania y ellos no tenían ni un soldado, quisieron, no obstante, añadir al tratado de alianza una cláusula estipulando que la frontera de su imperio estaría en el río Ebro. Ahora que Hispania está ocupada por dos pretores, un cónsul y tres ejércitos romanos y desde hace ya casi diez años no hay ni un cartaginés en estas provincias, hemos perdido el dominio del lado de acá del Ebro. Es necesario que lo recuperéis con vuestras armas y vuestro valor y obliguéis a estos pueblos, que más que empeñarse en una guerra sostenida se rebelan de forma temeraria, a aceptar de nuevo el yugo que se sacudieron de encima”. Después de arengarlos sobre todo con consideraciones de esta guisa les anunció que por la noche los llevaría hasta el campamento enemigo y con esto les mandó marchar a reponer fuerzas.”
XXXIV, 13.
“A media noche, después de tomar los auspicios, el cónsul se puso en marcha al objeto de tomar la posición que quería antes de que los enemigos se dieran cuenta; dando un rodeo dejó atrás el campamento enemigo y al despuntar el día formó en orden de batalla y envió tres cohortes hasta el pie mismo de la empalizada. Los bárbaros, sorprendidos ante la aparición de los romanos a su espalda, corrieron a su vez a por las armas. Entretanto el cónsul se dirigió a sus hombres diciendo: “Sólo en el valor hay esperanza, y yo deliberadamente me he ocupado de que así fuese. Entre nuestro campamento y nosotros se encuentran los enemigos, y a nuestra espalda está el territorio enemigo. Tener la esperanza puesta en el valor es lo más hermoso y al mismo tiempo lo más seguro”. Dicho esto dio orden de que las cohortes retrocedieran simulando una huida para atraer a los bárbaros. Ocurrió tal como había previsto. Convencidos de que los romanos retrocedían presa del pánico, salieron de repente fuera de la puerta y cubrieron de combatientes todo el espacio que mediaba entre su campamento y las líneas romanas. Mientras tratan de formar atropelladamente el frente de combate y están aún desorganizados, los ataca el cónsul con todos sus hombres preparados y en orden. Lanzó primero al combate a la caballería desde las alas, pero en el flanco derecho fue rechazada al instante y al retroceder en tropel sembró también el pánico entre la infantería. Nada más percatarse de ello el cónsul ordenó que dos cohortes escogidas rodearan al enemigo por su lado derecho y aparecieran por la espalda antes de que se produjera el choque entre los frentes de infantería. Al cernirse esta amenaza sobre el enemigo se restableció el equilibrio perdido a causa del pánico de los jinetes romanos; pero la confusión en la infantería y la caballería del ala derecha era tal que el propio cónsul tuvo que echar mano a algunos y volverlos hacia el enemigo. De esta forma, la batalla se mantenía indecisa mientras se combatió con armas arrojadizas, mientras que en el ala derecha, donde se inició el pánico y la huida, los romanos resistían a duras penas; por el flanco izquierdo y por el centro los bárbaros, acosados, veían aterrados las cohortes que los amenazaban por la espalda. Cuando, después de lanzar los venablos de hierro y las faláricas, desenvainaron las espadas, fue como si se iniciara de nuevo el combate; no recibían heridas por lanzamientos imprevisibles efectuados al azar desde lejos; en el cuerpo a cuerpo confiaban por entero en su valor y fuerza.”
XXXIV, 14.
“Cuando los hombres estaban ya agotados, el cónsul los reanimó lanzando a la lucha a las cohortes de reserva desde la segunda línea. Se formó un nuevo frente. Los hombres de refresco, atacando con sus armas de lanzamiento íntegras a unos enemigos extenuados, primeramente deshicieron su formación con una dura carga en forma de cuña, y después, una vez dispersados, les hicieron emprender la huida: corriendo en desbandada por los campos trataban de llegar al campamento. Cuando vio que la huida estaba generalizada, Catón cabalgó de nuevo hacia la segunda legión que permanecía de reserva y le dio la orden de marchar tras las enseñas a paso de carga para atacar el campamento enemigo. Si algún soldado demasiado fogoso se adelantaba a la formación, él mismo le daba alcance a caballo, lo golpeaba con un pequeño venablo y ordenaba a los tribunos y centuriones que lo castigasen. Cuando ya se había iniciado el ataque al campamento, los romanos eran mantenidos a distancia de la empalizada a base de piedras, palos y toda clase de proyectiles. Al llegar la legión de refresco subió la moral de los atacantes al tiempo que los enemigos peleaban con más rabia en defensa de la empalizada. El cónsul lo examinó todo con la vista para lanzar el asalto por el punto en que la resistencia fuese menor. Vio que junto a la puerta izquierda había menos defensores, y dirigió hacia allí a los principes y hastati de la segunda legión. La guardia apostada junto a la puerta no resistió el ataque, y los demás, al ver que el enemigo estaba dentro de la empalizada y ellos habían perdido el campamento, arrojaron las enseñas y las armas. Fueron degollados en la estrechez de las puertas donde quedaban atascados debido a su propio número. Los soldados de la segunda legión descargaban tajos sobre las espaldas de los enemigos, los demás saqueaban el campamento. Valerio Anciate refiere que fueron muertos aquel día más de cuarenta mil enemigos; el propio Catón, nada dado, por cierto, a rebajar sus propias hazañas, dice que los muertos fueron muchos pero no da la cifra.”
XXXIV, 15.
“Se considera que el cónsul tomó aquel día tres decisiones dignas de encomio. Una, el haber llevado al ejército dando un rodeo lejos de sus naves y de su campamento, iniciando el combate con el enemigo de por medio donde la única esperanza era el valor. La segunda, el haber puesto las cohortes como barrera a la espalda del enemigo. La tercera, el haber ordenado que la legión segunda, mientras todas las demás andaban dispersas en persecución del enemigo, avanzase hasta la puerta del campamento a plena marcha, pero en perfecto orden y formación con las enseñas al frente. Ni siquiera después de la victoria hubo descanso. Una vez dada la señal de retirada llevó a sus hombres de vuelta al campamento cargados de botín, les concedió unas pocas horas de descanso durante la noche y los llevó a los campos a saquear. Como los enemigos se habían dispersado en la huida, el saqueo se llevó a cabo en un radio más amplio. Esta circunstancia, no menos que la derrota sufrida el día anterior, indujo a la rendición a los hispanos de Emporias y a sus vecinos. También se rindieron muchos de otras ciudades que estaban refugiados en Emporias; a todos éstos se dirigió en tono amable y los mandó a sus casas después de darles vino y comida. A continuación emprendió la marcha con rapidez, y en todas partes por donde pasaba la columna salían a su encuentro diputaciones de ciudades que se le rendían; cuando llegó a Tarragona, toda la Hispania del lado de acá del Ebro estaba sometida, y los bárbaros le traían al cónsul como regalo los prisioneros romanos y aliados latinos que habían sido sorprendidos en Hispania por diversas circunstancias. Corrió luego el rumor de que el cónsul pensaba marchar a Turdetania al frente de su ejército, y a las montañas remotas llegó la falsa noticia de que había partido ya. Ante este infundado rumor que carecía de fuente segura se sublevaron siete plazas fuertes del país bergistano. El cónsul acudió allí con su ejército y los redujo de nuevo a la obediencia sin batalla alguna digna de mención. Pero el caso es que no mucho después, cuando el cónsul había regresado a Tarragona y antes de que marchase de allí a parte alguna, estos mismos se rebelaron. De nuevo fueron sometidos. Pero no hubo la misma indulgencia con los vencidos: todos ellos fueron vendidos como esclavos, para que no perturbasen la paz cada dos por tres.”
XXXIV, 16.
“Entretanto, el pretor Publio Manlio marchó a Turdetania con el ejército que le había entregado su antecesor Quinto Minucio, al que se había unido también el ejército de veteranos de Apio Claudio Nerón procedente de la Hispania Ulterior. Los turdetanos son considerados los más ineptos para la guerra de todos los hispanos. Confiados, no obstante, en su superioridad numérica, salieron al paso de la columna romana. Una carga de la caballería desbarató su formación en un instante. Apenas sí hubo combate con la infantería: los soldados veteranos, que tenían experiencia bélica y conocían bien al enemigo, no dejaron ninguna duda acerca del resultado. Sin embargo la guerra no quedó decidida con esta batalla. Los túrdulos reclutaron diez mil mercenarios celtíberos y preparaban la guerra con armas ajenas. El cónsul, entretanto, tras el susto de la rebelión de los bergistanos, suponía que también otras ciudades harían otro tanto si se les presentaba la ocasión, y desarmó a todos los hispanos de lado de acá del Ebro. Este hecho les resultó tan intolerable que muchos se quitaron la vida a ellos mismos, pues aquel pueblo indómito estaba convencido de que la vida sin armas no es tal. Cuando se informó de esto al cónsul convocó a los senadores de todas las ciudades y les dijo: “El no rebelaros va en interés vuestro tanto como nuestro, puesto que hasta ahora la rebelión siempre ha supuesto mayor daño para los hispanos que trabajo para el ejército romano. La única manera de evitar que ello ocurra es, a mi juicio, conseguir que no os sea posible rebelaros. Yo quiero conseguirlo por el procedimiento más suave. Ayudadme también vosotros en este empeño con vuestros consejos; ninguno seguiré de mejor grado que aquel que vosotros mismos me deis”. Como guardaron silencio, dijo que les daba un plazo de algunos días para reflexionar. Convocados a una segunda reunión tampoco dijeron nada, y entonces en un solo día derribó las murallas de todas las ciudades, marchó contra los que aún no se habían sometido, y a medida que iba llegando a cada comarca se le sometían todos los pueblos que habitaban en el contorno. La importante y opulenta ciudad de Segéstica fue la única plaza que tomó con manteletes y parapetos.”
XXXIV, 17.
“Tenía mayores dificultades para someter a los enemigos que los primeros que habían llegado a Hispania, porque los hispanos se pasaban a aquellos por estar hartos de la dominación cartaginesa, mientras que él es como si tuviera que reducirlos a esclavitud después que habían conseguido la libertad; y lo encontró todo tan revuelto que unos estaban en armas en tanto que otros eran asediados para obligarlos a rebelarse y no iban a resistir mucho más si no se acudía a tiempo en su auxilio. Pero el cónsul tenía tal fortaleza de espíritu y de carácter que se ocupaba personalmente de todos los asuntos, grandes y pequeños, y los resolvía, y no sólo pensaba y ordenaba lo que era pertinente sino que en la mayoría de los casos se ocupaba él mismo de su ejecución; a nadie imponía una disciplina más rigurosa y estricta que a sí mismo; en austeridad, velas y fatigas competía con el último de los soldados, y aparte del rango y el mando no tenía ningún privilegio en su ejército.”
XXXIV, 18.
“Más difícil le ponían la guerra en Turdetania al pretor Publio Manlio los celtíberos contratados como mercenarios por el enemigo, como antes se ha dicho. Por eso el cónsul marchó para allá con sus legiones cuando el pretor le pidió en una carta que acudiera. En el momento de su llegada, los celtíberos y los turdetanos tenían campamentos separados. Con los turdetanos, los romanos entablaron inmediatamente pequeños combates atacando sus puestos de avanzada, y siempre salían victoriosos incluso de los enfrentamientos iniciados de forma temeraria. En cuanto a los celtíberos, el cónsul dio instrucciones a unos tribunos militares para que fuesen a entrevistarse con ellos y les diesen a elegir entre tres opciones; la primera, pasarse a los romanos, si querían, recibiendo el doble de paga que habían pactado con los turdetanos; la segunda, marcharse a sus casas recibiendo públicas garantías de que no les acarrearía ningún perjuicio el hecho de haberse unido a los enemigos de los romanos; la tercera, si a toda costa optaban por la guerra, que fijasen el día y el lugar para medirse con él en una batalla decisiva. Los celtíberos pidieron un día para deliberar. Celebraron una tumultuosa asamblea en la que participaron los turdetanos, razón de más para que no se pudiera tomar ninguna decisión. Aunque no estaba muy claro si se estaba en guerra o en paz con los celtíberos, los romanos traían provisiones de los campos y plazas fuertes de los enemigos como en tiempo de paz, cruzando a menudo sus trincheras en grupos de diez, como si en una tregua particular hubieran pactado intercambios recíprocos. El cónsul, en vista de que no era capaz de atraer al enemigo a una batalla, primeramente llevó algunas cohortes ligeras a saquear los campos de una comarca aún intacta, y después, enterado de que todos los bagajes y el equipamiento de los celtíberos habían quedado en Seguncia, dirigió hacia allí su marcha para atacarla. Como no hubo forma de ponerlos en movimiento abonó la soldada tanto a sus hombres como a los del pretor y regresó al Ebro con siete cohortes dejando el resto del ejército en el campamento del pretor.”
XXXIV, 19.
“Con estas fuerzas tan reducidas tomó algunas plazas. Se pasaron a él los sedetanos, los ausetanos y los suesetanos. Los lacetanos, pueblo remoto y salvaje, continuaban en armas, bien por su natural fiereza o bien por su conciencia de haber saqueado a los aliados con incursiones por sorpresa mientras el cónsul estaba ocupado con su ejército en la guerra de los túrdulos. Por eso el cónsul, para atacar su ciudad fortificada, además de las cohortes romanas llevó también a la juventud de los aliados, justamente resentidos hacia ellos. Tenían una ciudad muy extendida a lo largo pero mucho menos a lo ancho. Hizo alto a unos cuatrocientos pasos de distancia. Dejó allí un retén de cohortes escogidas y les dio orden de no moverse de aquella posición hasta que él estuviese de vuelta; con el resto de las tropas dio un rodeo hasta el extremo opuesto de la ciudad. El contingente más numeroso de sus fuerzas auxiliares estaba constituido por jóvenes suesetanos, a los que dio orden de avanzar para atacar la muralla. Cuando los lacetanos reconocieron sus armas y enseñas recordaron con cuánta frecuencia se habían paseado impunemente por su territorio y cuántas veces les habían derrotado y puesto en fuga en batallas campales, abrieron súbitamente la puesta y se precipitaron en masa sobre ellos. Los suesetanos apenas sí resistieron su grito de guerra, cuánto menos su ataque. Cuando vio el cónsul que las cosas se desarrollaban como había pensado que ocurriría galopó a lo largo de la muralla enemiga hasta las cohortes, se las llevó con él mientras andaban todos dispersos en persecución de los suesetanos, las metió en la ciudad por la parte en que estaba silenciosa y desierta, y lo tomó todo antes de que volvieran los lacetanos. Poco después, como únicamente les quedaban las armas, se rindieron.”
XXXIV, 20.
“Inmediatamente después el vencedor marchó hacia el frente de Bergio. Éste era más que nada un refugio de salteadores desde donde partían las incursiones a los territorios ya pacificados de la provincia. Desde allí se pasó al cónsul un jefe bergistano y comenzó a disculparse a sí mismo y a los suyos diciendo que ellos no tenían el gobierno en sus manos, que los bandidos a los que habían dejado entrar se habían adueñado por completo del fuerte. El cónsul le dijo que volviese a casa y que inventase alguna explicación plausible de su ausencia; cuando viera que él estaba al pie de las murallas y que los bandidos estaban concentrados en la defensa de las fortificaciones, que estuviese atento para ocupar la ciudadela con los hombres que estaban de su parte. Se hizo todo según sus instrucciones; de repente cundió entre los bárbaros el pánico por un doble motivo; por una parte, los romanos estaban escalando los muros, y por otra, la ciudadela había sido ocupada. Dueño de esta posición el cónsul dispuso que quienes habían ocupado la ciudadela quedaran libres junto con sus parientes y conservaran sus bienes; dio órdenes al cuestor de poner en venta a los demás bergistanos, y a los bandidos los hizo ejecutar. Pacificada la provincia, estableció un elevado impuesto sobre las minas de hierro y plata, medida esta que supuso un enriquecimiento cada día mayor para la provincia. Con motivo de estas operaciones llevadas a cabo en Hispania, los senadores decretaron un triduo de acción de gracias.”
XXXIV, 21.