"Mandonio e Indíbil, que se habían hecho ilusiones de dominar Hispania una vez expulsados de ella los cartagineses, como nada se había desarrollado de acuerdo con sus expectativas, concitaron a sus coterráneos —que eran los lacetanos—, sublevaron a la juventud de los celtíberos y devastaron con saña el territorio de los suesetanos y sedetanos, aliados del pueblo romano."
XXVIII, 24
"Después de este discurso los despidió mandándoles prepararse para salir al día siguiente; emprendida la marcha, en diez jornadas llegó al río Ebro. Luego cruzó el río y, tres días después, acampó a la vista del enemigo. Delante había una llanura rodeada de montañas. Escipión mandó arrear, hasta aquel valle el ganado robado en su mayor parte en los campos de los propios enemigos, para despertar la ferocidad de los bárbaros; después envió a los vélites como protección, dándole instrucciones a Lelio para que cuando estos escaramuceadores iniciasen el combate, cargara él con la caballería, que estaría escondida. Un oportuno saliente de la montaña cubrió la emboscada de los jinetes, y la lucha se inició inmediatamente. Se lanzaron a la carrera los hispanos sobre el ganado que avistaron desde lejos, y los vélites sobre los hispanos, ocupados con el botín. Primero los amedrentaron con proyectiles; luego, dejando las armas ligeras, que eran más aptas para exacerbar la lucha que para decidirla, desenvainaron las espadas y comenzó a desarrollarse el combate cuerpo a cuerpo. El resultado del combate a pie era dudoso, pero intervinieron los jinetes. No sólo machacaron, atacando frontalmente, a cuantos encontraron, sino que además algunos rodearon la base de la ladera y se presentaron por detrás para cerrar el paso al mayor número, y la matanza fue mayor de la que suelen causar los combates ligeros a base de acciones rápidas. Este revés, en lugar de minarles la moral a los bárbaros, inflamó su rabia. Por eso, para no parecer amilanados, al amanecer del día siguiente formaron en orden de batalla. El valle, estrecho, como se ha dicho antes, no tenía cabida para la totalidad de las tropas; aproximadamente dos terceras partes de la infantería y toda la caballería formaron el frente de combate; el resto de la infantería se situó en la ladera de la colina. Escipión calculó que la estrechez del lugar iba a su favor porque le parecía que el soldado romano se adaptaría mejor que el hispano a la lucha en un espacio reducido y, además, no tenía cabida para la totalidad de sus tropas; además ideó una táctica inesperada: como él no podía desplegar su caballería por las alas en tan reducido espacio, y al enemigo le iba a resultar inútil la suya porque la había metido con la infantería, ordenó a Lelio que se llevase a los jinetes rodeando las colinas, ocultando la marcha cuanto pudiera, y que aislase lo más posible el combate ecuestre del de la infantería; él dirigió todas las enseñas de infantería contra el enemigo y situó cuatro cohortes en la línea frontal porque no podía abrir más la formación. Entró inmediatamente en combate con el objeto de que éste no dejara ver el paso de los jinetes por las colinas, y los enemigos no se percataron de que habían sido rodeados hasta que percibieron a sus espaldas el tumulto de la lucha ecuestre. Había así dos batallas separadas: dos frentes de infantería y dos caballerías combatían en extremos opuestos de la llanura, porque la falta de espacio no permitía que los dos tipos de lucha se fundieran en uno solo. En el lado hispano la infantería no podía ayudar a la caballería ni viceversa, y la infantería que había entrado imprudentemente en acción en el llano confiando en la caballería era destrozada, mientras que la caballería, rodeada, no podía hacer frente ni por delante a la infantería —pues sus tropas de a pie estaban ya destruidas— ni por la espalda a la caballería; se defendieron largo tiempo formando círculo sobre sus caballos inmóviles, pero fueron muertos todos sin excepción; no sobrevivió ninguno de los que combatieron en el valle ni a pie ni a caballo. La otra tercera parte, que había permanecido en la colina para observar sin riesgos el combate más que para tomar parte en el mismo, tuvo sitio y tiempo para huir. También huyeron con ellos los propios régulos, que se habían escabullido en plena confusión antes de que quedase rodeado todo el ejército.
Aquel mismo día fue tomado el campamento de los hispanos con cerca de tres mil hombres, resto del botín aparte. Cayeron en aquella batalla unos mil doscientos entre romanos y aliados y resultaron heridos más de tres mil. La victoria habría sido menos cruenta si se hubiera luchado en un llano más abierto y más a propósito para la huida. Indíbil, renunciando a los proyectos bélicos y pensando que lo más seguro en su difícil situación era la probada lealtad y clemencia de Escipión, le envió a su hermano Mandonio. Éste, postrado de rodillas, echó las culpas al fatal delirio de unos tiempos en que, como contagiados por una epidemia, se habían vuelto locos no sólo los ilergetes y los lacetanos sino incluso el campamento romano; realmente, su situación y la de su hermano y el resto de sus paisanos era la siguiente: o bien le devolvían a Escipión, si lo deseaba, la vida que de él habían recibido, o bien, si les perdonaba, le dedicaban para siempre la vida que le debían dos veces sólo a él; la primera vez, como aún no habían experimentado su clemencia, habían confiado en su propia causa; ahora, por el contrario, no tenían ninguna confianza en su causa, su esperanza se cifraba por entero en la misericordia del vencedor. Desde antiguo los romanos tenían por costumbre, respecto a alguien con quien no tenían relaciones amistosas con un tratado formal ni con reciprocidad de derechos, no ejercer sobre él la autoridad como dominado hasta que rindiera todo lo divino y lo humano, entregara rehenes, se le quitaran las armas y se impusieran guarniciones a sus ciudades. Escipión se expresó en términos duros contra Mandonio, presente, y contra Indíbil, ausente; dijo que éstos sin duda habían merecido la muerte por su mala acción, pero que él y el pueblo romano les harían el beneficio de que vivieran. Además no les iba a quitar las armas ni exigir rehenes, garantías que exigen en realidad quienes temen una rebelión; él les dejaba el libre uso de las armas y los liberaba a ellos, y si se rebelaban, no se ensañaría con unos rehenes que no tenían culpa sino con ellos mismos; aplicaría el castigo no a personas inermes sino a enemigos armados; dejaba a su criterio la elección entre la benevolencia de los romanos y su ira, toda vez que tenían la experiencia de ambas cosas. Así dejó marchar a Mandonio, exigiéndole únicamente un dinero con que poder hacer efectiva la paga a las tropas. Destacó a Marcio a la Hispania ulterior, envió de nuevo a Tarragona a Silano y él se quedó algunos días, hasta que los ilergetes enviaran el dinero pedido, y después, con las tropas ligeras, dio alcance a Marcio, que iba ya cerca del Océano."
XXVIII
"Aquel mismo verano estalló en Hispania una guerra de grandes proporciones concitada por el ilergete Indíbil; el único motivo fue que la admiración hacia Escipión había derivado en menosprecio hacia los otros generales. Se pensaba que éste era el único general que les quedaba a los romanos, al haber dado muerte Aníbal a los demás, por lo cual tras la muerte de los Escipiones no habían tenido otro a quien mandar a Hispania, y cuando en Italia la presión de la guerra iba a más, lo habían llamado para hacer frente a Aníbal. Aparte de que los romanos en Hispania sólo tenían generales de nombre, también habían retirado de allí el ejército veterano; no había más que desconcierto, y una masa informe de novatos. Jamás se presentaría una ocasión como aquélla de libertar Hispania. Hasta entonces habían servido a los cartagineses o a los romanos, y no a unos u otros alternativamente, sino a ambos al mismo tiempo en algunas ocasiones. Los romanos habían expulsado a los cartagineses; si los hispanos se ponían de acuerdo podían echar a los romanos, de suerte que Hispania, libre para siempre de toda dominación extranjera, volviese a las costumbres y usanzas de sus antepasados. Exponiendo estas razones y otras parecidas sublevó no sólo a sus coterráneos sino a los ausetanos también, pueblo vecino, y a otros pueblos limítrofes a él y a éstos. Así, en cosa de unos pocos días, treinta mil hombres de a pie y unos cuatro mil de a caballo se concentraron en territorio sedetano, donde se les había ordenado. Por su parte, los generales romanos Lucio Léntulo y Lucio Manlio Acidino, ante el temor a que la guerra se extendiese si no se prestaba atención a los primeros movimientos, unieron también ellos sus ejércitos, atravesaron con sus tropas el territorio ausetano en son de paz como si este territorio hostil fuese amigo, llegaron a donde se habían establecido los enemigos y acamparon a una distancia de tres millas de su campamento. Primero se intentó infructuosamente a través de emisarios que depusieran las armas; después, cuando unos jinetes hispanos atacaron por sorpresa a los forrajeadores romanos, se envió a la caballería desde la avanzadilla romana y se libró un combate ecuestre cuyo resultado no revistió especial relieve para ninguna de las dos partes. Al salir el sol al día siguiente aparecieron todos armados y formados en orden de combate a unos mil pasos del campamento romano. En el centro estaban los ausetanos; el ala derecha la ocupaban los ilergetes, y la izquierda pueblos hispanos poco conocidos; entre las alas y el centro habían dejado espacios libres suficientemente amplios para lanzar por ellos a la caballería cuando llegase el momento. Por su parte, los romanos alinearon su ejército como de costumbre, siguiendo únicamente en una cosa el ejemplo del enemigo: también ellos dejaron entre las legiones espacios libres para la caballería. Pero Léntulo, convencido de que sólo iba a utilizar la caballería quien primero lanzase sus jinetes por los espacios abiertos en el frente enemigo, mandó al tribuno militar Servio Cornelio que diese orden a los jinetes de lanzar sus caballos por las calles abiertas en las líneas enemigas. Él, como el combate de la infantería se inició con poca fortuna, se entretuvo solamente en llevar desde la reserva a primera línea a la legión decimotercera como apoyo de la duodécima que retrocedía, y que estaba situada en el ala izquierda haciendo frente a los ilergetes; una vez equilibrado allí el combate, fue a reunirse con Lucio Manlio, que estaba en primera línea dando ánimos y llevando refuerzos a donde la situación lo requería, y le comunicó que en el ala izquierda la cosa estaba asegurada, y que, de un momento a otro, Cornelio, al que él había enviado con ese fin, envolvería al enemigo con el huracán de la caballería. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando los jinetes romanos se lanzaron por entre los enemigos y desbarataron las líneas de infantería a la vez que les cerraron a los jinetes hispanos el espacio por donde lanzar sus caballos. Renunciando, pues, a combatir a caballo, los hispanos echaron pie a tierra. Los generales romanos al ver rotas las filas del enemigo, su desconcierto y su pánico y el incierto fluctuar de sus enseñas, animan a sus hombres y les piden que carguen sobre los enemigos descompuestos y no les dejen rehacer la formación.
Los bárbaros no habrían aguantado una acometida tan violenta si el propio Indíbil no se hubiera puesto delante de la primera línea de infantería con los jinetes que habían desmontado. Allí se mantuvo una lucha encarnizada durante algún tiempo; al fin, una vez que cayeron acribillados por los dardos los que peleaban en torno al rey, que se mantenía en pie medio muerto y después quedó clavado al suelo por una jabalina, comenzó una huida en desbandada. Murieron muchos más porque los jinetes no tuvieron tiempo de montar en sus caballos y porque los romanos acosaron con dureza a los desconcertados enemigos, y no cejaron hasta que también les quitaron el campamento. Murieron aquel día trece mil hispanos y cayeron prisioneros alrededor de mil ochocientos; romanos y aliados cayeron poco más de doscientos, especialmente en el ala izquierda. Los hispanos desalojados del campamento y los que habían huido durante la batalla primeramente se dispersaron por los campos y después retornaron cada uno a su ciudad.
Convocados después por Mandonio a una reunión, en la que se lamentaron de sus desastres y recriminaron con dureza a los promotores del levantamiento, acordaron enviar embajadores con el propósito de entregar las armas y llevar a cabo la rendición. Éstos echaron la culpa a Indíbil como promotor de la guerra y a los demás jefes, que en su mayoría habían caído en el campo de batalla, y cuando se ofrecieron a entregar las armas y rendirse se les respondió que se aceptaba su rendición a condición de que entregasen vivos a Mandonio y a los demás inductores de la guerra; en caso contrario, los romanos invadirían con su ejército el territorio de los ilergetes y de los ausetanos, y después el de los otros pueblos. Ésta fue la respuesta que se les dio a los embajadores y que transmitieron a la asamblea. Mandonio y los demás jefes fueron detenidos allí mismo y entregados al suplicio. Se les concedió la paz de nuevo a los pueblos de Hispania; se les exigió aquel año tributo doble y trigo para seis meses, y capotes y togas para el ejército, y se cogieron rehenes de cerca de treinta pueblos."
XXIX
“Cuando todo el mundo manifestaba sin rebozo su extrañeza por la pasividad ante la guerra desencadenada en Hispania, llegó una carta de Quinto Minucio en la que informaba de que se había enfrentado con éxito en una batalla campal a los generales hispanos Budare y Besadines cerca de la plaza de Turda; que habían muerto doce mil enemigos, el general Budare había caído prisionero, y los demás habían sido derrotados y puestos en fuga. Tras la lectura de esta carta era menos la alarma con respecto a Hispania, donde se había temido una guerra de grandes proporciones.”
XXXIII, 44, 4-5.
“Por la misma época, cuando Marco Helvio abandonaba la Hispania Ulterior con una escolta de seis mil hombres que le había dado el pretor Apio Claudio, le salieron al paso los celtíberos cerca de la ciudad de Iliturgi con un enorme contingente de tropas. Valerio refiere que eran veinte mil hombres armados, que fueron muertos doce mil de ellos, que la plaza de Iliturgi fue reconquistada y pasados por las armas todos sus jóvenes. Desde allí Helvio se llegó hasta el campamento de Catón, y como la región estaba ya a salvo de enemigos mandó su destacamento de vuelta a la Hispania Ulterior, marchó a Roma y entró en la ciudad recibiendo la ovación por el feliz resultado de su acción. Ingresó en el erario catorce mil setecientas treinta y dos libras de plata en bruto, diecisiete mil veintitrés monedas de plata acuñadas con la biga y ciento diecinueve mil cuatrocientas treinta y nueve de plata oscense. La razón de que el senado le denegase el triunfo fue el hecho de haber combatido con los auspicios y en la provincia de otro. De hecho había vuelto pasados dos años, cuando ya había entregado la provincia a su sucesor Quinto Minucio, reteniéndolo allí durante todo el año siguiente una larga y grave enfermedad. Por eso Helvio entró en Roma y recibió la ovación sólo dos meses antes de que entrase en triunfo su sucesor Quinto Minucio. Éste, a su vez, aportó treinta y cuatro mil ochocientas libras de plata, setenta y tres mil monedas acuñadas con la biga y doscientas setenta y ocho mil de plata oscense.”
XXXIV, 10.
“Entretanto, el pretor Publio Manlio marchó a Turdetania con el ejército que le había entregado su antecesor Quinto Minucio, al que se había unido también el ejército de veteranos de Apio Claudio Nerón procedente de la Hispania Ulterior. Los turdetanos son considerados los más ineptos para la guerra de todos los hispanos. Confiados, no obstante, en su superioridad numérica, salieron al paso de la columna romana. Una carga de la caballería desbarató su formación en un instante. Apenas sí hubo combate con la infantería: los soldados veteranos, que tenían experiencia bélica y conocían bien al enemigo, no dejaron ninguna duda acerca del resultado. Sin embargo la guerra no quedó decidida con esta batalla. Los túrdulos reclutaron diez mil mercenarios celtíberos y preparaban la guerra con armas ajenas. El cónsul, entretanto, tras el susto de la rebelión de los bergistanos, suponía que también otras ciudades harían otro tanto si se les presentaba la ocasión, y desarmó a todos los hispanos de lado de acá del Ebro. Este hecho les resultó tan intolerable que muchos se quitaron la vida a ellos mismos, pues aquel pueblo indómito estaba convencido de que la vida sin armas no es tal. Cuando se informó de esto al cónsul convocó a los senadores de todas las ciudades y les dijo: “El no rebelaros va en interés vuestro tanto como nuestro, puesto que hasta ahora la rebelión siempre ha supuesto mayor daño para los hispanos que trabajo para el ejército romano. La única manera de evitar que ello ocurra es, a mi juicio, conseguir que no os sea posible rebelaros. Yo quiero conseguirlo por el procedimiento más suave. Ayudadme también vosotros en este empeño con vuestros consejos; ninguno seguiré de mejor grado que aquel que vosotros mismos me deis”. Como guardaron silencio, dijo que les daba un plazo de algunos días para reflexionar. Convocados a una segunda reunión tampoco dijeron nada, y entonces en un solo día derribó las murallas de todas las ciudades, marchó contra los que aún no se habían sometido, y a medida que iba llegando a cada comarca se le sometían todos los pueblos que habitaban en el contorno. La importante y opulenta ciudad de Segéstica fue la única plaza que tomó con manteletes y parapetos.”
XXXIV, 17.
“Más difícil le ponían la guerra en Turdetania al pretor Publio Manlio los celtíberos contratados como mercenarios por el enemigo, como antes se ha dicho. Por eso el cónsul marchó para allá con sus legiones cuando el pretor le pidió en una carta que acudiera. En el momento de su llegada, los celtíberos y los turdetanos tenían campamentos separados. Con los turdetanos, los romanos entablaron inmediatamente pequeños combates atacando sus puestos de avanzada, y siempre salían victoriosos incluso de los enfrentamientos iniciados de forma temeraria. En cuanto a los celtíberos, el cónsul dio instrucciones a unos tribunos militares para que fuesen a entrevistarse con ellos y les diesen a elegir entre tres opciones; la primera, pasarse a los romanos, si querían, recibiendo el doble de paga que habían pactado con los turdetanos; la segunda, marcharse a sus casas recibiendo públicas garantías de que no les acarrearía ningún perjuicio el hecho de haberse unido a los enemigos de los romanos; la tercera, si a toda costa optaban por la guerra, que fijasen el día y el lugar para medirse con él en una batalla decisiva. Los celtíberos pidieron un día para deliberar. Celebraron una tumultuosa asamblea en la que participaron los turdetanos, razón de más para que no se pudiera tomar ninguna decisión. Aunque no estaba muy claro si se estaba en guerra o en paz con los celtíberos, los romanos traían provisiones de los campos y plazas fuertes de los enemigos como en tiempo de paz, cruzando a menudo sus trincheras en grupos de diez, como si en una tregua particular hubieran pactado intercambios recíprocos. El cónsul, en vista de que no era capaz de atraer al enemigo a una batalla, primeramente llevó algunas cohortes ligeras a saquear los campos de una comarca aún intacta, y después, enterado de que todos los bagajes y el equipamiento de los celtíberos habían quedado en Seguncia, dirigió hacia allí su marcha para atacarla. Como no hubo forma de ponerlos en movimiento abonó la soldada tanto a sus hombres como a los del pretor y regresó al Ebro con siete cohortes dejando el resto del ejército en el campamento del pretor.”
XXXIV, 19.