El hombre junto al fuego (Relato)

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Argentum
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El hombre junto al fuego (Relato)

Mensaje por Argentum »

(Perdón por abusar de vuestra paciencia. Acabo de registrar a mi nombre este relato en Safe Creative. Viene de un concurso literario. Me gustaría pedir vuestra opinión para ayudarme con los fallos que haya podido tener, ya que creo que teneis bastantes más conocimientos que yo sobre el tema. Gracias a todos y un saludo :dpm: )


EL HOMBRE JUNTO AL FUEGO

El distante resplandor de una hoguera atrajo la atención del cronista. Se acercó hasta cierto límite, pues al descubrir de quién se trataba, respetó su deseo de estar a solas. La fogata se consumía en su acre aroma sin que el hombre sentado ante ella la alimentara o bien, dada la suavidad de la noche de junio, la sofocara una vez terminada su cena. Tan solo permanecía inmutable ante el baile de las llamas que velaban con matices cobrizos su rostro de nariz aguileña. La expresión de sus ojos oscuros era la de alguien para quien sus reflexiones valían más que el preciso instante en el que estaba viviendo. El cronista lo sabía al conocerlo bien. Recordaba por cuánto había pasado. E intuía lo que aún podía depararle el destino.

Alguien más vagaba entre las sombras de las abigarradas tiendas, sin descanso. Con sinuosidad un cuerpo femenino se fue acercando hasta el hombre de la hoguera. Las palabras eran apenas un murmullo, pero se separaron tras el rotundo gesto de él. Airada, la mujer pasó junto al cronista, al que dedicó una impúdica sonrisa entre aromas de mirra y rosas. Este se echó hacia atrás como si de un áspid se tratase, pues también sabía quién era ella y qué propósito la había llevado tan lejos, tras los pasos de su esposo, quien había vuelto a la hoguera para desgranar uno a uno sus pensamientos. Extraña la presencia de una dama en aquel escenario, a menos que se tratase de la mejor amiga de la emperatriz y ambas pretendieran vigilar los movimientos e incluso penetrar en lo más recóndito del hombre junto al fuego. El cronista la vio alejarse y coquetear con un grupo de soldados, aquellos maldicientes y envidiosos de las altas posiciones ganadas con bravura y lealtad.
Ante el campamento rodeado por pinares de sutil fragancia, la flota vigilaba la costa bajo el brillo de las estrellas. De ahí la calma, el dejar espadas y arcos a una prudente distancia, pero dejarlos en cualquier caso. Ya tendrían todos ocasión de desafiar al destino en los días venideros.

Porque dependían del juicio de aquel solitario hombre. El cronista volvió a observar su mirada abstraída frente al fuego, quizá ahora empañada por un vaho de tristeza. Quiso acercarse a él, dedicarle unas palabras de aliento o quizá reducirlas a un simple:

—El mundo sabrá. Déjalo de mi mano.

Sin embargo, intuyó que no era el momento. Además ya le había prestado un valioso servicio en Siracusa, antes de desembarcar en las costas de Cartago, donde se hallaban esa noche. Los movimientos del cronista habían sido discretos y sobre todo, precisos. Y eso ahora le colmaba más que cualquier prebenda. Gracias a él, el hombre junto al fuego conocía la situación de un enemigo ocupado en otros frentes, y podría obrar en consecuencia. Quizá su mente ya había trazado un brillante plan para arrebatar las tierras de África al poder vándalo y devolverlas al esplendor romano.

El cronista también le servía al dejar constancia de los hechos. Había sido testigo de sus campañas sobre reinos ávidos de sangre. Tiempo atrás Persarmenia se había negado a rendirse al dominio romano, hasta la llegada de este joven general, designado magister militum per Orientem por el nuevo emperador. Quien había combatido a su lado hablaba del incendio que jamás se apagaba en sus ojos, unos ojos en los que sin embargo ahora el cronista veía crepitar la lumbre del hogar.

Apenas tres años antes, en su gran campaña en Daras, muchos hombres le habían seguido de buen grado. Centrado más en sus deberes militares que en enriquecerse como magister militum, reconfortaba con su presencia a la población campesina, que no debía temer ningún desmán de las tropas, al menos no bajo el mando de aquel gallardo general. Sin embargo, ya despertaba la envidia de algunos mediocres que murmuraban por detrás y alentaban a la rebelión:

—Ya habéis visto nuestras pobres murallas y los pocos hombres para defenderlas. Los persas caerán sobre nosotros y ese necio al mando es incapaz de darse cuenta.

Los rumores llegaron a oídos del joven general.

—Excavad una zanja ante el muro principal y reforzadla con empalizadas como yo os diga. Antes de caer la tarde, Daras seguirá siendo nuestra.

Con gran esfuerzo todo estuvo dispuesto a tiempo. Los hombres, con la tierra aún entre los dedos, se desplegaron en formación de combate ante la llegada de los persas. Tras jornadas de fallidas negociaciones y escaramuzas entre ambos mandos, el joven general organizó a los oficiales de sus tropas, tan escasas frente al adversario como dispares en procedencia: arqueros hunos a caballo a ambos lados del foso recién abierto, él mismo en el centro con los bucelarios e infantería cuyos pertrechos refulgían, y los fieros hérulos del Danubio al acecho de la retaguardia enemiga.

¿Cómo a través de la palabra escrita dar vida al sudor de hombres y bestias bajo el mediodía, al temblor contenido de escudos, lanzas y espadas, a millares de bocas tan secas como el polvo de la llanura? ¿Cómo describir a los aliados hunos aplastados por la caballería persa, el choque de armas y de animales que hacían rodar por el suelo a sus jinetes, los gritos de los hombres al masacrarse entre ellos? El joven magister militum había previsto el movimiento enemigo contra sus aliados de la estepa, a los que envió como refuerzo a los arqueros hérulos. Vencida el ala persa, la orden fue acudir en auxilio de la banda derecha romana, que pugnaba por someter a la reserva rival de los Inmortales. A cada lluvia de dardos un escudo de la infantería romana se unía al siguiente por los flancos y por arriba en formación de fulcum. Impotentes ante el reptil de erizadas spicula entre las escamas, los arqueros enemigos comenzaban a perder el ánimo. En el intento por recuperar el estandarte de sus tropas, el general persa cayó, y entre sus hombres comenzó a reinar el temor y el desconcierto. Los romanos entonces se vieron invadidos por tal furor que comenzaron a correr tras los adversarios que huían sobre los miles de cuerpos abatidos, y sólo con mucho esfuerzo pudieron sus oficiales contenerlos para evitar más bajas. El joven general, agotado y cubierto de sangre, miró en torno suyo, a la tierra sembrada de despojos humanos y animales, muertos o agonizantes. La ciudad de Daras, defendida para la causa del emperador, comenzaba a arrogarse la púrpura del atardecer.

Al evocar estos hechos, el cronista se preguntaba cómo recordaría su victoria el general junto al fuego. Si tendría ésta suficiente relevancia o si, por el contrario, los aciagos días por venir la oscurecerían. La pluma sobre el pergamino hubiese pesado en demasía si se hubiera hecho eco de lenguas venenosas, pues no había tinta más fluida que aquella que se deslizaba sobre la verdad. Por no arriesgar de manera inútil las vidas de sus soldados y mostrarse precavido y prudente, nunca faltaba quienes tachaban al joven magister militum de timorato y pusilánime, ni quienes lo calificaban como “perro del emperador”. Pues bien, el cronista había visto a canes defender hasta la muerte a sus dueños con una fidelidad que los calumniadores jamás poseerían. Y que algunos amos tampoco valoraban.
¿Acaso tales pensamientos también bullían ahora, al calor de la lumbre, en la mente del general? Sentado como estaba en el suelo, su espalda se había encorvado más hasta enlazar las rodillas con los brazos. Su gesto parecía más severo, más profundo. Los recuerdos del cronista volaron entonces hacia otros lares. Siria. El Éufrates. Calinico. El viento de primavera haciendo sisear verdes mantos de gramíneas y juncos en ambas orillas. Las palmeras ondeando ante los destellos del sol reflejado en las aguas que sobrevolaban las aves.

Pero los hombres nunca sabrán contemplar sus días con placidez ni tendrán tiempo sus corazones de regocijarse ante tal belleza. El del Rey de Reyes estaba atormentado por la derrota en Daras.

—Señor, es fácil que venzas a esos puercos cristianos— le animó el soberano sarraceno—. Mira que a la altura de Osroene sus defensas son tan débiles que con un solo paseo cruzando el río tus tropas llegarían hasta Antioquía.

—Si es como dices, cúmplase.

Al tener noticias de un primer ataque a la región de Comagena, el joven general romano reunió cuantos soldados pudo para socorrer la desprotegida plaza. Con tal ímpetu cruzaron el río que las facciones persas comenzaron a retirarse. Una nueva batalla parecía inminente, pero no por voluntad del magister militum. Al haber dejado Daras protegida por parte del ejército, antes de sacrificar sin necesidad a un grupo insuficiente de hombres, prefirió tantear al enemigo, hostigarlo y hacerlo retroceder. Toda aquella prudencia no tardó en ser censurada por los murmuradores:

—¿Por qué no da la orden de acabar con ellos? ¿En qué piensa ese cobarde?

—No discurre. Sólo lame los campagos de su amo.

A la altura de la ciudad de Calinico el deseo de aplastar al enemigo fue poseyéndolos a todos. El joven general trató en vano de hacerles reflexionar:

—¿Qué sentido tiene echar a perder una victoria que ya es nuestra? El persa se retira por voluntad propia, y vosotros os empeñáis en malgastar vuestras fuerzas.

La burla y el desprecio fueron el pago que recibió por tratar de razonar con embrutecidos. Los envidiosos y difamadores gozaron del terreno ya abonado sumándose a una rebelión. Por todas partes comenzaron a increparle:

—¡Cobarde! ¡Eunuco!

Uno de ellos, agarrándose la entrepierna gritó:

—Al secretario capón del emperador al menos le dejaron el valor ¡Tú pareces haber perdido ambas cosas!

Abandonada toda esperanza, el joven general tuvo que claudicar, no sin antes decir:

—El castigo a vuestras ofensas y a vuestra falta de juicio está ahí fuera. Id a luchar por nada y lamentaos después como las mujerzuelas que sois.

Encomendándose a Dios más que nunca, tuvo que improvisar una estrategia. Confió en el resguardo del Éufrates, que en esa época abundaba en caudal, para tener al menos un flanco asegurado, y desplegó a sus hombres quedando la orilla a su izquierda. Los persas decidieron enfrentarse a ellos e hicieron otro tanto, dejando el margen del río a su derecha.

¿Quizá debieron los romanos haber escuchado a su alto mando? Pues aunque los arqueros comenzaron a mermar al enemigo persa, éste realizó una embestida por uno de los flancos, al advertir que el joven general, esperando un ataque de frente, había dispuesto sus más débiles tropas a los lados. Los aliados de los romanos, los gasánidas, no sólo fueron más débiles, sino también cobardes. Quienes no perecieron huyeron en desbandada y expusieron a un ejército ya en apuros. Sin embargo el avance persa encontró una feroz resistencia en el choque contra la caballería e infantería de licaones y romanos. Los cuerpos de ambos bandos iban apilándose hasta casi hacer imposible cualquier movimiento. A la orden de su joven general, los bucelarios desmontaron y se unieron a la infantería del flanco más cercano al río, para cubrir la retirada de los suyos, ya que tras perecer el jefe licaonio, también habían huido sus hombres. Quiso Dios que el atardecer fuese dificultando la visión de la espada persa, lo que permitió a las maltrechas tropas romanas nadar por unas aguas de sangre y barro hasta un islote donde pasaron la noche. Sólo al alba pudieron regresar a sus campamentos saqueados.

El cronista frunció el ceño. Debía recordarlo todo y reflejar sólo la verdad, pues las lenguas calumniadoras, que no descansaban nunca, habían acusado al general de haber sido el primero en huir. Por su actuación en Calinico tuvo que comparecer ante el emperador. El soberano pareció no recordar sus días como oficial junto al entonces camarada, ahora frente al tribunal, ya que en el juicio tuvieron más peso las incriminaciones y la difamación. El joven magister militum fue depuesto de su cargo. Su obediencia contrastó con la defensa del cronista, quien argumentó la insurrección de las tropas. Las palabras, reflexionó mientras continuaba con sus escritos tras regresar a su tienda, son ligeras y huecas cuando vuelan al viento. Fijémoslas al pergamino y que otros conozcan la certeza de los hechos, ya sea en esta o en aquella obra, para bien o para mal.

O para mal, se repitió. Por aquellos días Constantinopla, al resguardo de toda amenaza exterior gracias a sus murallas, contemplaba su dorado reflejo en las aguas del Cuerno de Oro y del Mármara. En sus puertos de salobres efluvios la actividad nunca cesaba. Tampoco en la Mese, cuya línea de pórticos albergaba tiendas de sedas y aromáticas especias, y articulaba la vida urbana hasta llegar al Gran Palacio, flanqueado por Santa Sofía y por el Hipódromo. La ciudad de áureas cúpulas prefería seguir ignorando que su mayor peligro se hallaba dentro.

Acuciados por las subidas de impuestos y otras miserias de la vida, los ciudadanos acudían a desfogar sus pasiones a las carreras de cuadrigas. Por el Hipódromo deambulaban meretrices y bailarinas, de cuyas filas se decía habían salido la emperatriz y la esposa del general. Con cada competición los muros del estadio y aún los del Palacio anejo a este resonaban con el griterío de las cuatro facciones. De éstas, la de los Venetti era la favorita del emperador, quien siempre asistía desde su palco imperial con algún atavío azul, mientras que los contrarios a los Azules, y por ende al poder imperial y a su credo, animaban a los Prasinos agitando sus insignias verdes.

El cronista trató de recordar cómo había empezado todo. ¿Fue con la acusación de asesinato lanzada por el líder de los Prasinos a los Venetii y la airada respuesta de éstos como empezó todo? Más le hubiese valido al emperador mediar en la disputa, pues con su indiferencia los ánimos entre ambos bandos se caldearon. El ansia de revancha encendió a unos y a otros, que salieron a enfrentarse entre sí. Fue inútil la dureza con que trató de reprimirlos el prefecto de la ciudad, ya que sólo consiguió unirlos en frente común contra la tiranía del emperador, quien al saber que algunos habían sido detenidos, dictó una única sentencia para ellos:

—Colgadlos.

¿Hubiese cambiado algo si dos de ellos no hubiesen sobrevivido y logrado refugiarse en un monasterio? Ante el clamor del pueblo que pedía clemencia, el prefecto los dejó confinados. Con ocasión de una nueva carrera se apeló a la justicia del emperador, y tras su negativa, la urbe pareció enloquecer. Al grito de: ¡Niká! el edificio del pretorio fue incendiado tras liberar a los presos, quienes no hicieron más que aumentar las fechorías. Durante aquellas jornadas prendieron numerosos edificios públicos y con ellos Santa Sofía. El emperador, amenazadas su corona y su vida, y viendo que el pueblo designaba a un nuevo soberano, se dispuso a renunciar al trono y escapar, pero su esposa se interpuso:

—He ahí tus naves. Huye tú si quieres, pero no me prives a mí de la mejor de las mortajas, que no es otra que la púrpura que ostentamos.

La turbación que en su ánimo causaron las palabras de la emperatriz le empujaron a servirse por conveniencia del destituido héroe de Daras y de otro de sus mejores generales, pues no creyó que los oficiales de palacio tuviesen la misma valentía y lealtad. El emperador recurrió a un soborno a las facciones Azules para que abandonaran el Hipódromo y al falso emperador con los Verdes, y así evitar que la carga de los generales cayera también sobre ellos. Viendo el engaño, los traicionados reaccionaron con furia.

En su empeño de no faltar a la verdad el cronista tuvo que admitir que hubo una carga contra la multitud desarmada. Pero, ¿qué pasó en aquel momento por la mente del restituido general? ¿Su fidelidad al emperador se exacerbó al ver a un pelele ocupar su trono? ¿Fue el celo de proteger al soberano lo que le llevó a no caer en manos de la turba, ya que sin la protección de él, nada podría detener a las masas en su camino a palacio? Ante una idea, su pluma cesó por unos instantes. La desechó. No creyó que con cada estocada a un rebelde confluyeran en el sereno general los deseos de desquitarse, ahora por una traición, ahora por las burlas hacia su hombría o (¿alguna vez consideró esto?) por el propio emperador escupiendo sobre su lealtad. El número de estas causas multiplicado por diez mil fue el resultado de los desdichados cuya sangre empapó la arena del Hipódromo. Así fue como regresó el orden y el emperador puso sus miras en la reconquista de África. Nadie mejor que su fiel general para ello.
El cronista apagó la vela y dejó sus notas en orden. A través de la tela vio cómo las últimas brasas eran sofocadas por el joven oficial, quien pronto empezaría a ser conocido como la gloria de los romanos. El general Flavio Belisario.
El hombre junto al fuego.


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fco_mig
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Re: El hombre junto al fuego (Relato)

Mensaje por fco_mig »

Pues en mi modesta opinión, dos cosas mejorables: A un general bizantino, cualquier subordinado debía llamarle de "usted" o incluso de "vos". Suena anticuado, pero hablamos de la antigüedad tardía, así que debería sonar: "el mundo sabrá, dejadlo en mis manos".
Segundo y más importante, por grande que sea, Belisario no es más que un ser humano, con sus debilidades y flaquezas. En su lugar, yo me preocuparía menos de como me recordará la gente que de lo que iba a ser de mí y de mi familia (él la tenía), y el cronista debía saber esto, y perdonarle porque él mismo es también un ser humano. Además, qué cuesta hacerle hablar mal siquiera una vez? " Por Hades, salid fuera, luchad por nada y lamentaos después, como mujerzuelas! Puede ser que así entre algo de conocimiento en vuestras insignificantes y duras cabezas! " Los benditos detalles, que decía Nabokov.
A decir verdad, en esta lucha de cada instante, donde el resultado más corriente es que se petrifique todo lo que hay de más espontáneo y valioso en el mundo, no estoy seguro de que podamos ganar.
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Argentum
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Re: El hombre junto al fuego (Relato)

Mensaje por Argentum »

Muchas gracias, fco_mig, son detalles en los que no había caído y ayudan mucho a mejorar la historia. :dpm: Es lo malo de escribir con un plazo de tiempo determinado, que no puedes dedicarle a la documentación (ni a la propia escritura) tanto como te gustaría. Y además en este periodo me encuentro muy pez, por lo que vuestra ayuda es muy útil a la hora de pulirlo.

Gracias por el tiempo que le has dedicado y por el apunte gc96gc
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spidermannn
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Re: El hombre junto al fuego (Relato)

Mensaje por spidermannn »

Me ha encantado el relato :)
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Argentum
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Re: El hombre junto al fuego (Relato)

Mensaje por Argentum »

Muchas gracias, spidermannn, me alegra mucho :dpm:
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