La batalla de Camprodon fue la última de la Guerra de los Segadores. Luis, Duque de Vendôme, y don Josep de Margarit, reunieron un nuevo ejército para invadir de nuevo el principado en 1659, pero el inicio de las conversaciones de paz entre Francia y España puso fin a las operaciones militares. El 22 de mayo se hizo pública la suspensión de armas entre ambos contendientes, que estuvo vigente hasta que don Luis de Haro y el cardenal Mazarino, valido y primer ministro de Felipe IV y Luis XIV, firmaron la paz el 7 de noviembre en la isla de los Faisanes, en el curso del río Bidasoa. El tratado certificó lo que había disuadido a Felipe IV de hacer las paces con Francia en Münster, en 1648: el condado de Rosellón pasaba a ser territorio francés, y por lo tanto, los Pirineos se convertían en la nueva frontera. Por lo demás, el tratado no fue excesivamente duro: España renunciaba a recuperar varias ciudades y fortalezas de Artois, ocupadas por los franceses, y cedía Juliers al ducado de Neoburgo y Vercilli al de Saboya a cambio de recuperar la mayoría de plazas perdidas en los Países Bajos e Italia. Haría falta esperar a la Guerra de Devolución (1667-1668) para comprobar que, efectivamente, Francia era la nueva potencia hegemónica en Europa.

Ahora que el final del conflicto ha sido explicado, creo que lo mejor es retomar un orden mínimamente cronológico y referir el comienzo. Es algo que me parece un tanto dificultoso por la complejidad de la guerra y por la importancia de la faceta social, que trataré de dejar de lado siempre que pueda. Espero mantener el nivel palpado hasta ahora. No sé si lo conseguiré, pero me esforzaré al máximo, voto a Dios.

El elemento intrínseco sin el cual no puede explicarse el estallido de la revuelta catalana es el alojamiento de tropas. En 1640, cuando se inició la rebelión, Cataluña hacía tres años que era un frente de guerra abierto; frente donde combatía un ejército que debía sustentarse de algún modo. La ley catalana era bastante explícita respecto a este punto. La constitución Nous Vectigalsestablecía que las obligaciones del campesinado (los demás estamentos quedaban exentos) eran proporcionar cama y servicio a los soldados, así como raciones de sal, agua y vinagre; nada más. La Nous Vectigals, además, prohibía espresamente al Virrey, o a cualquier otro representante de la corona, exigir mayores contribuciones a ciudades o particulares sin la autorización de las cortes. Esto implicaba que la alimentación de la tropa debía correr a cargo de la corona, cosa que el Conde-duque de Olivares no estaba dispuesto a admitir. Mientras el virrey, el Conde de Santa Coloma, negociaba con las cortes y la Real Audiencia para conseguir que el país ofreciera un sustento mayor dentro de unos límites razonables, la soldadesca desertaba o tomaba la comida por la fuerza. Los más indisciplinados eran los extranjeros y, curiosamente, sus oficiales.

El ejército de Cataluña se componía de 8.000 infantes y caballería. No dispongo de datos de esta última, per sí de la primera:

Ejército de la Vanguardia:

Regimiento del Conde-duque (MdC don Juan de Arce) (Futuras Guardia Viejas de Castilla)
Tercio aragonés (MdC don Justo Torres de Mendoza)
Tercio del Conde de Molina

Ejército de Cantabria:

Regimiento de la Guardia de S.M. (MdC marqués de Mortara)
Regimiento del Conde de Aguilar
Tercio de don Diego Caballero
Tercio de irlandeses (MdC conde de Tyrconell)
Tercio de valones (MdC barón de Molinguen)
Tercio de napolitanos (MdC don Leonardo de Moles)
Tercio de napolitanos (MdC don Jerónimo de Tuttavilla)
Tercio de Módena

En total 1.061 oficiales y 6.577 soldados divididos en 164 compañías.

Entre todos los incidentes entre soldados y lugareños, hubo uno que tuvo profundas consecuencias. Según el autor a quien se consulte, los hechos comenzaron de una u otra forma, pero el resultado fue el mismo: el noble catalán don Antoni Fluvià y varios familiares y criados fueron asesinados a manos de la caballería napolitana a cargo de los hermanos Mucio y Fadrique Spatafora, a quienes habían negado alojamiento, en su castillo de Palautordera, que fue saqueado e incendiado. Movido por el pánico, Santa Coloma prohibió que ningún abogado pudiese asistir a los pleitos de los paisanos contra los soldados, lo que enfureció todavía más a la población. El virrey determinó, además, arrestar a los magistrados que negaban alojamiento a las tropas y conseguir que las puertas de las poblaciones levantiscas se abrieran de una vez por todas. Santa Coloma de Farnes, localidad de la vegueria de Girona, era uno de los lugares que quiso escarmentar. Para ello envió al alguacil Monredon a disponer lo necesario para que el tercio napolitano de don Leonardo de Moles se acantonara allí.

Ante la noticia de que los napolitanos se dirigían a la villa, los habitantes reunieron todas sus posesiones de valor y se concentraron en la iglesia. Monredon amenazó con prender fuego a las casas cuyos moradores dejasen abandonadas, un hombre se le opuso, y él, exasperado, lo mató de un disparo. Entonces comenzó una lucha a muerte entre los hombres del alguacil y los lugareños. La gran afluencia de estos últimos obligó a Monredon a buscar refugio en la posada del pueblo, que fue rodeada e incendiada. El fiero alguacil murió abrasado con todos sus ayudante excepto uno. La revuelta, en su vertiente popular, había comenzado, y no tardó en extenderse como la pólvora. Desde Santa Coloma se lanzaron avisos a poblaciones cercanas, y una hueste armada de campesinos, villanos y gente de las montañas, cuyo número oscilaba entre 800 y 4.000 hombres, salió a la caza del tercio de don Leonardo de Moles, acantonado en la cercana Les Mallorquines i Riudarenes.

El tercio de don Leonardo de Moles llegó a Santa Coloma de Farners el día siguiente de la muerte de Monredon, el 1 de mayo. No venía ya a alojarse en la población, sino a castigarla. Los napolitanos saquearon el lugar y prendieron fuego a unas 200 casas, incluyendo la iglesia. Similar castigo llevaron a cabo en Riudarenes, cuyo templo también sucumbió a las llamas. Luego se retiraron hacia la costa, temerosos de verse hostigados por los rebeldes. Llegaron a Blanes el 4 de mayo. Mientras tanto, la Generalitat decidió enviar a varios de sus diputados a quejarse ante el virrey por las tropelías de los soldados. Su representante era Francesc de Tamarit, diputado del brazo militar (representante de la nobleza), que expuso las quejas de la Generalitat ante el conde de Santa Coloma y le pidió castigo para los culpables. Santa Coloma acusó a Tamarit y a otros diputados de azuzar al pueblo a la sedición, y los hizo encarcelar. Pretendía con ello calmar los ánimos, pero consiguió justo lo contrario. Los somatenes catalanes se pusieron en pie de guerra por todo el país al grito de "Via fora" y comenzó el hostigamiento a los soldados y a los ministros de la ley. El 7 de junio un gran número de rebeldes entró en Barcelona y asaltó casas pertenecientes a representantes y jueces reales. El de Santa Coloma se refugió en las atarazanas y trató de huir por mar, pero fue alcanzado en la playa y asesinado a manos de una turba furiosa. Su hijo consiguió salvarse abordo de una galera genovesa. El marqués de Villafranca, general de las galeras de España, había abandonado prudentemente la ciudad la semana anterior.

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Grabado de un retrato de Geri della Rena pintado por Justus Sustermans.

El 9 y el 10 de junio las aguas se remansaron en Barcelona y los consellers de la ciudad lograron dominar la situación. En otros puntos de Cataluña, sin embargo, las cosas sucedían de un modo muy distinto. En la ciudad de Tortosa, fronteriza con el reino de Valencia y regada por el Ebro, el batlle general del principado, don Lluis de Monsaur, a cuyas órdenes estaban 3.000 soldados bisoños, se apresuró a tomar medidas para trasladar al castillo las municiones y bastimentos guardados en los almacenes de la ciudad. Lo intentó amparado por la oscuridad de la noche con la ayuda de otro caballero catalán de apellido Oliverós, conocido entusiasta de Felipe IV. Si la maniobra resultaba, Monsaur podría armar a sus tropas y conseguiría afianzar el control de la ciudad hasta recibir refuerzos. Pero fue descubierto, y solo la protección de un sacerdote lo salvó de la muerte. No así a su veedor, don Pedro de Velasco, que fue despedazado por los ciudadanos amotinados. Los 3.000 bisoños fueron puestos en libertad bajo palabra de no volver a tomar las armas contra Cataluña.

Una parte importante del ejército hispánico, integrada por los tercios del marqués de Mortara, don Juan de Arce, don Diego Caballero, don Leonardo de Moles, el de Módena y alguna caballería, se hallaba alojada en las comarcas del Empordà y la Selva. El maestre de campo don Juan de Arce, soldado severo y soberbio, ostentaba el mando de esta fuerza por la ausencia del marqués de Mortara. Su mala fama no tardaría en atraer la furia de los campesinos, de modo que resolvió anticiparse al peligro y se puso en marcha con su tercio hacia Olot, donde estaba acuartelado el Regimiento de la Guardia (cuyo maestre de campo era el marqués). Estando a dos leguas de la localidad, los rebeldes, en número de 3.000 hombres, les dieron alcance y los obligaron a refugiarse en un convento. El tercio logró continuar la retirada sosteniendo constantes escaramuzas, no ya hacia Olot, sino hacia Girona, ante cuyas puertas pudo reunirse con los restantes tercios, formando un grueso de 4.000 soldados. Los habitantes de la ciudad atrancaron las puertas y se aprestaron a la defensa. Tras perder dos capitanes tratando de franquear la entrada, Juan de Arce, advirtiendo que sus tropas ya no tenían nada que llevarse a la boca, decidió marchar hacia el Rosellón bordeando la costa, esperando encontrar allí la salvación.

Los tercios al mando de don Juan de Arce se encaminaron hacia la localidad portuaria de Sant Feliu de Guíxols pasando por el pueblo de Caldes, donde se les unió un millar de soldados hambrientos. La miseria de la hueste crecía cada día que pasaba. De San Feliu marcharon hacia Blanes. 200 aldeanos armados los emboscaron en el camino, pero no tuvieron dificultades para dispersarlos. Ni unos ni otros sufrieron bajas de importancia. A pesar del hostigamiento, los tercios iban dejando a su paso un rastro de saqueo y destrucción. Blanes, Montiró, Palafrugell, Platja d'Aro, Calonge, Roses y Castelló d'Empúries fueron saqueadas e incendiadas. Entre tanto les iban llegando noticias del funesto destino de algunas compañías aisladas que no habían tenido la fortuna de escapar a la furia popular. El caso más terrible fue el de don Fernando Chirinos de la Cueva, comisario general de caballería, que estaba alojado en Blanes con 400 caballos andaluces y extremeños. Él y su tropa lograron escapar a caballo de la población, pero tomaron el camino de Barcelona en lugar de dirigirse al norte. Numerosas bandas armadas se fueron reuniendo en los montes por donde debía pasar y le tendieron emboscadas en los pasos angostos. Chirinos no supo adaptarse a las tácticas guerrilleras de los rebeldes. Su ánimo flaqueó a la hora de cargar contra ellos, y de pronto se vio embestido por la feroz multitud. Su tropa de caballería fue completamente derrotada. La mayor parte de los soldados murieron, otros fueron hechos prisioneros, y armas y caballos cayeron en manos rebeldes.

Mejor suerte tuvo la caballería al mando del napolitano Felipe Filangieri, acantonada cerca de la frontera con Aragón, que pudo abandonar su alojamiento durante la noche y entró en el vecino reino, donde fue bien recibida. Entre tanto, las noticias volaban, y en Madrid la corte estuvo al corriente del asesinato de Santa Coloma y de los otros disturbios el 12 de junio. Era opinión general, compartida por el rey y Olivares, que los hechos merecían un castigo severo, pero no mientras el ejército no estuviera reorganizado. En el ínterin se nombró virrey al catalán don Enrique de Aragón, Duque de Cardona, noble más poderoso del principado, para que tratara de pacificar Cataluña. Gozaría de plenos poderes y podría ofrecer un perdón general a los rebeldes. La idea no agradó a uno de los secretarios del conde-duque, don Pedro de Arce, hermano del maestre de campo don Juan de Arce. Sin embargo, era el propio Olivares quien impulsaba la idea, y nadie más se mostró en desacuerdo. En contraste con la prudencia que adoptaba el valido, las cosas en Cataluña iban a peor...

Ni soldados ni paisanos parecían remansarse pese a que el orden se imponía poco a poco. Los restos de la infantería al mando de Juan de Arce, a quien el obispo de Girona había excomulgado y declarado hereje junto a don Leonardo de Moles, seguían su marcha hacia el Rosellón "con la misma miseria y riesgo que si atravesasen los desiertos de Arabia ó Libia", en palabras de Melo. Pasaron entre Cadaqués y Portús, dejaron atrás Palamós y llegaron a Elna por el camino de Argelés, a tocar ya de Perpiñán. La llegada de los "herejes sacramentarios" (1) y su ejército a la ciudad, que había sido escenario de un motín contra los alojamientos pocos días antes, a 4 de junio, amedrentó a la población. En aquellos momentos, las principales autoriades militares en Perpiñán eran el marqués Geri della Rena, nacido en Florencia, que ostentaba el cargo de general de la artillería, y el navarro don Martín de los Arcos, gobernador de la ciudad. Geri della Rena transmitió a los magistrados civiles un mensaje en el que él, de los Arcos, Juan de Arce, Leonardo de Moles, Felipe de Guevara, el Conde de Tyrconell y el pobre Fernando Chirinos, que había escapado de la degollina de su tropa, pedían que se abrieran las puertas para que los tercios pudieran alojarse dentro de la ciudad.

(1) Los incendios de Santa Coloma de Farners y Riudarenes, junto con las solfamas del bajo clero e incluso del obispo de Gerona, dotaron a la revuelta popular de un importante componente religioso. Las banderas de guerra de los rebeldes, de hecho, representaban a Cristo crucificado sobre un fondo negro.

Los magistrados de la ciudad respondieron a los hispánicos asegurando que los habitantes de Perpiñán darían voluntariamente su vida, sus hijos y su fortuna para el servicio del rey, pero negándose a que los tercios se alojaran dentro de las murallas. A cambio se les ofrecieron acantonamientos en extramuros. El gobernador de la plaza, don Martín de los Arcos, bajó de la ciudadela a la casa de la ciudad y aseguró a los magistrados que los soldados no entrarían en Perpiñán si se permitía por lo menos a los oficiales principales alojarse en casas de particulares. El gobierno municipal se mostró de acuerdo, y de los Arcos regresó a la ciudadela a notificárselo a della Rena. Entonces el navarro descubrió, horrorizado, que della Rena pensaba bombardear la ciudad con la artillería del castillo hasta que sus autoridades cedieran. Trató de persuadir al marqués de las consecuencias que podía acarrearle abrir fuego contra súbditos del rey hasta el momento pacíficos, pero este hizo oídos sordos.

Al comenzar a llover las bombas sobre la población, los habitantes cogieron sus armas, levantaron barricadas y se aprestaron a la defensa. Mientras tanto, el obispo de Perpiñán corría hacia la ciudadela seguido por todo el clero de la ciudad. Gracias a su mediación, al bombardeo cesó y se reanudaron las negociaciones. Geri della Rena, Juan de Arce, Leonardo de Moles y los demás jefes, salvo don Martín de los Arcos, transmitieron al obispo su determinación de proseguir con el bombardeo si pasadas dos horas los magistrados no accedían a conceder alojamiento a todo el ejército. El gobierno de Perpiñán respondió que las amenazas vertidas y el ejemplo de lo sucedido en otras villas les impedía abrir las puertas, y que los cañones de la ciudadela estaban para defender a los súbditos del rey, no para atacarlos. Ante la tajante negativa, della Rena hizo reanudar el bombardeo. De nuevo, el obispo consiguió detenerle. Esta vez, a cambio de un plazo de dos horas para convencer a los magistrados de que lo mejor era alojar a los tercios en las casas de los ciudadanos.

A costa de grandes esfuerzos, los magistrados consiguieron convencer al pueblo de ceder entre 200 y 250 viviendas para el alojamiento de los soldados. A las nueve de la noche de aquel 4 de julio, Geri della Rena solicitó más casas, y una en particular para su persona. Los magistrados se afanaron a satisfacerle, pero a las diez y media sucedió lo impensable. Pretextando una tardanza injustificada, el florentino desató un terrible fuego de cañón y mortero sobre Perpiñán. En unas pocas horas, 564 casas, la tercera parte de la ciudad, quedaron reducidas a escombros. Hubo un gran número de bajas civiles, e incluso los soldados quedaron sobrecogidos por la virulencia del bombardeo. Al amanecer, los hispánicos asaltaron la ciudad envuelta en llamas. Los habitantes los recibieron a tiros y se trabó un sangriento combate. La mortandad se extendió hasta el mediodía, cuando el afligido obispo, acompañado por el procurador real don Gabriel de Llupià, subió de nuevo a la ciudadela para transmitir a Geri della Rena la rendición de Perpiñán y suplicar clemencia para los vencidos. La ciudad fue saqueada durante tres días, y los habitantes desarmados y sometidos a las autoridades militares.

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Vista de Perpiñán en 1642. Arriba a la derecha, la gran ciudadela, que contiene el palacio de los reyes de Mallorca.

Afianzado su dominio sobre Perpiñán, Geri della Rena puso su ejército en campaña y envió destacamentos a saquear e incendiar poblaciones y granjas cercanas a la capital rosellonesa. Muchos habitantes del condado, tanto de Perpiñán como de otros lugares, acabaron por abandonar sus propiedades y se refugiaron en bosques y montañas. Cuando el virrey, el duque de Cardona, tuvo noticias de lo sucedido, se puso en marcha inmediatamente hacia el Rosellón acompañado por los obispos de Urgell y de Vic, del conceller en cap de Barcelona y de un diputado de la Generalitat. Al llegar a la ciudad, el día 19 de junio, el virrey ordenó a los tercios desocuparla y los alojó en varios pueblos de las cercanías. También hizo detener y encarcelar en una prisión común a Geri della Rena, don Juan de Arce y don Leonardo de Moles (entre otros), y permitió que los jueces admitiesen a trámite acusaciones contra los soldados. Tales medidas no agradaron a Olivares, que desautorizó al duque y le obligó a dar marcha atrás. Una enfermedad infecciosa se llevó la vida de don Enrique no mucho después, el 22 de julio. Con él moría la última esperanza de evitar la guerra.

Continuará...

FORO DE DISCUSIÓN