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El surgimiento de Asiria. Los pilares del imperio.
 
A finales del III milenio a.C. Mesopotamia se encuentra sumida en un periodo de convulsiones, la caída de Akad, primer gran imperio de la historia, ha propiciado la llegada de numerosos pueblos nómadas a la región que buscan tierras fértiles donde establecerse, comerciar o simplemente dedicarse al pillaje y al saqueo. Una de estas tribus, de lengua semita, se asentó en la ciudad de Ash-shur (Assur) situada a orillas del Tigris, un lugar estratégico para controlar las rutas comerciales entre Mesopotamia y Anatolia. Este privilegiado emplazamiento, antigua residencia de los gobernadores acadios, dio nombre a su pueblo, que sería conocido como los asirios, cuya historia se extiende a lo largo de más de dos milenios, en los que pasaron de ser una tribu de comerciantes a convertirse en el mayor imperio de su tiempo. 
 
La enorme expansión del reino desde tan humildes comienzos fue posible gracias a la creación de un formidable ejército, formado por unidades que incluían infantería, caballería y carros de guerra, unido a un amplio dominio de la poliorcética y, a partir del siglo XIII a.C., al empleo masivo de armas y armaduras de hierro. Esta maquinaria bélica se sustentaba en un servicio de inteligencia muy eficiente y en una política de terror, basada en el empleo de medidas extremadamente crueles destinadas a quebrar la moral de sus enemigos. Así, para evitar nacionalismos y romper la cohesión de los habitantes en los lugares conquistados, eran frecuentes las deportaciones en masa cuyo número e intensidad aumentaron con el paso del tiempo, llegando a afectar a cientos de miles de personas.
 
Periodización y fuentes arqueológicas.
 
El devenir del imperio asirio está marcado por numerosos ciclos de expansión-contracción producidos por el empuje de las grandes potencias de Oriente Próximo, a las que quedaría sometida durante extensos periodos de tiempo, pero también por los numerosos movimientos migratorios que afectaron a la región, así como por las sucesivas crisis y luchas por el poder en que se vio sumida la monarquía. Estos ciclos marcan tres etapas claramente diferenciadas a lo largo de su historia: El imperio Antiguo (1813-1375 a.C.), el imperio Medio (1375-1047 a.C.) y el imperio Neoasirio (911-609 a.C.), siendo este último periodo el de mayor expansión y el mejor conocido, gracias a la gran cantidad de tablillas que han llegado hasta nuestros días. Estas nos hablan de campañas militares, de juramentos de fidelidad, o nos revelan la correspondencia que mantenía el rey con sus subordinados. Otra fuente importante de información son los relieves que decoran los suntuosos palacios reales, cuyas imágenes representan batallas históricas, asaltos a ciudades, prisioneros empalados y otras escenas bélicas de gran importancia para el conocimiento del ejército asirio.
 
El nacimiento de una potencia militar. El Imperio Antiguo (1813-1375 a.C.).
 
A comienzos del segundo milenio a.C. Asiria no era más que un reino de pequeñas proporciones situado en torno al Zab superior (Gran Zab), con Assur y Nínive como ciudades más emblemáticas. Pero la caída, por esas fechas, de la tercera dinastía de Ur, (importante ciudad del sur de Mesopotamia), permitió a los asirios una primera fase de apogeo. 
 

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Núcleo asirio originario.
 
Tras una serie de monarcas semitas poco destacables, será un usurpador al trono quien lidere el comienzo de la expansión asiria. Shamshi Adad I (1813-1781 a.C.) era un príncipe amorita procedente de Alepo, que tras hacerse con el trono emprendió una serie de campañas que le permitieron ampliar sus dominios sobre el Éufrates medio y el norte de Mesopotamia, elevando a Asiria al estatus de gran potencia. Shamshi Adad I fue el primer gran rey asirio y llegó a proclamarse “Rey del Universo”. Sin embargo al final de su reinado la situación se complicó, y tras su muerte, el vecino reino de Eshnunna le fue arrebatando parte de sus conquistas. Sus sucesores vieron impotentes como la extensión del imperio se iba reduciendo lenta pero inexorablemente. Esta fase de regresión culminará con el dominio babilonio de todo su territorio bajo el gobierno de Hammurabi (1792-1750 a.C.), rey que ha pasado a la posteridad por su famoso código de leyes. Años más tarde serán los reyes de Mitanni (reino del norte de Mesopotamia) quienes dominen Asiria durante el siglo XV y parte del XIV a.C. Esta larga etapa de humillación finalizará gracias al apogeo de Hatti, reino originario del centro de Anatolia que estaba ampliando sus dominios hacia el sur. 
 
El renacimiento asirio. El Imperio Medio (1375-1077 a.C.).
 
Gracias a la victoria del gran rey hitita Subiluliuma sobre el reino de Mitanni Asiria se vio liberada de su yugo. Assur-Uballit I (1365-1330 a.C.) se deshizo por fin de la dominación extranjera y emprendió una política exterior destinada a ganarse el respaldo de Egipto, con quien compartía enemigos, y de Babilonia, con quien compartía cultura. Con estos apoyos comenzó una fase de expansión que llevaría a los asirios a un nuevo periodo de esplendor. Salmanasar I (1274-1245 a.C.) derrotó a los hurritas y ajustó cuentas con el reino de Mitanni, institucionalizando las deportaciones masivas de población, que serán un pilar básico en la política asiria a lo largo de su historia.
 

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Oriente Próximo hacia 1250.
 
Su sucesor, Tukulti-Ninurta I (1244-1208 a.C.) venció a los babilonios y arrasó su capital. Mandó ejecutar a cientos de personas, siendo miles los deportados y Kastiliash IV, su monarca, fue hecho prisionero. Tukulti-Ninurta realizó numerosas campañas victoriosas contra Elam, Alzi, Hana y otros enemigos del imperio, devolviendo a Asiria a una posición preeminente entre las grandes potencias de Oriente Próximo. Pero el soberano es asesinado por uno de sus hijos provocando una guerra civil, circunstancia que se repetirá numerosas veces a lo largo de la historia del imperio. Por si esto no fuera suficiente, por estas fechas (hacia el 1200 a.C.), irrumpen en la región los llamados “pueblos del mar”, una oleada migratoria que afectó a todo Oriente Próximo, y Asiria, como el resto de grandes potencias de la región, entró en un nuevo periodo de decadencia. Pero a diferencia de los poderosos hititas, que acabaron sucumbiendo, los asirios lograrían levantarse nuevamente.
 
Tiglat-Pilaser I (1114-1076 a.C.) fue el último gran rey del Imperio Medio. Ascendió al trono cuando el reino se encontraba en una complicada situación, aun así logró contener la fuerte presión que sobre la frontera oeste ejercían los arameos, derrotó a los mushki en el norte, tomó Biblos y Sidón y realizó una serie de campañas en Siria. Pero el imperio se encontraba inmerso en un negro panorama, las grandes hambrunas que asolaban la región provocaron numerosos movimientos migratorios y el empuje de las tribus arameas se hizo imparable. Asiria sucumbió finalmente, perdió todo su imperio y se hundió en un nuevo periodo oscuro. 
 
El ejército asirio y la política de terror.
 
La máquina bélica asiria fue evolucionando a lo largo del tiempo. Las continuas guerras contra diversos enemigos le sirvieron de experiencia para lograr importantes avances en cuestiones tácticas, estratégicas y logísticas. Del bronce utilizado para fabricar armamento durante el imperio Antiguo se pasó al hierro en el imperio Medio y fue empleado masivamente en el Neoasirio. También se fueron perfeccionando los arietes, cada vez más eficaces y maniobrables, y las armaduras experimentaron una notable mejora. Esta evolución militar, que tuvo como punto culminante las reformas de Tiglat-Pileser III, Senaquerib y Asahardón logró que el ejército en época Neoasiria se convirtiera en una maquina bélica sin precedentes. A esto contribuyó el empleo masivo del hierro, muy común en Oriente Próximo, que desde el siglo XIII a.C. fue imponiéndose al bronce gracias al descubrimiento de la carburación.
 
La infantería era la columna vertebral del ejército. En época Neoasiria estaba formada por unidades de lanceros, escuderos, ingenieros, zapadores, arqueros, honderos y lanzadores de venablos. Los lanceros estaban protegidos por cascos cónicos de hierro con carrilleras, escudos de cuero con umbo y reborde de bronce; llevaban armadura de láminas de hierro y además de lanza portaban una espada. Los arqueros también estaban armados con espada, casco y armadura de láminas; el arco compuesto disparaba flechas a distancias de unos 300 m., aunque algunos autores (Anglim, Jestice, Rice) elevan esa cifra hasta más de 600 m. El alcance útil de los honderos se sitúa en torno a los 100 metros, cuyos proyectiles, al ser irregulares y provistos de aristas, podían causar la muerte si impactaban en una cabeza mal protegida o provocar heridas de gravedad en otras partes del cuerpo. Gracias a un eficaz aparato logístico los asirios podían trasportar al campo de batalla ingentes cantidades de flechas, que también podían ser fabricadas in situ.
 
Los carros de guerra llevaban utilizándose en Oriente Próximo desde el tercer milenio a.C. Se trataba de un vehículo ligero, tirado por dos caballos que llevaba una dotación de dos hombres, un auriga y un arquero. Las ruedas eran de pequeño tamaño y los caballos quedaban protegidos con arreos de tela. Pero a partir del siglo IX a.C., bajo el reinado de Tiglat-Pileser III, los carros comenzaron a hacerse más pesados y aparecen las primeras cuadrigas, cuya dotación es ya de cuatro hombres (auriga, arquero, lancero y escudero, aunque podía variar). Las ruedas aumentan su diámetro y el número de radios, proporcionando al vehículo mayor robustez. Pero era difícil maniobrar con estos carros pesados, que resultaban mucho menos dinámicos en el campo de batalla que la caballería, que paulatinamente fue aumentando su protagonismo. El origen de la caballería se remonta a comienzos del siglo IX a.C. y estaba formada por arqueros a caballo encuadrados, en un primer momento, en unidades de pequeño tamaño, pero que a finales del siglo VIII a.C. contaban ya con más de 1000 jinetes que podían estar armados con lanza o arco.
 
Los asirios fueron grandes maestros de la poliorcética. Poseían una excelente maquinaria de asedio formada por arietes, escalas y torres. Los arietes se fabricaban con madera y tenían el techo de mimbre para proteger a su dotación. También contaban con un cuerpo propio de ingenieros que, protegidos por escuderos, excavaba túneles bajo los muros o abría brechas en las murallas enemigas. El asedio de una ciudad comenzaba con la construcción de un campamento fortificado, donde se instalaba el grueso del ejército, y de una serie fortines distribuidos a lo largo del perímetro de la villa. Así mismo procedían a talar la zona boscosa cercana a la plaza para impedir que pudiera servir de soporte a futuras salidas sorpresas de los asediados. Si la ciudad decidía no rendirse, (era frecuente que lo hiciera, pues la presión psicológica que se ejercía sobre el enemigo era importante y muchas ciudades decidían someterse antes que sufrir las terribles consecuencias), frente a las puertas, ejecutaban a los rehenes que habían tenido la desgracia de caer en sus manos. Si esto no surtía efecto comenzaban los preparativos para el asalto, que podían incluir la construcción de rampas, para lo que empleaban como mano de obra a los prisioneros que aún quedaran con vida, de este modo evitaban sufrir el fuego enemigo sobre sus propias tropas. Después de estudiar minuciosamente los puntos débiles de las defensas enemigas empleaban la táctica más conveniente según la situación de la plaza, su tamaño o el estado de las murallas. Los arietes avanzaban apoyados por arqueros, que se parapetaban tras grandes escudos, como puede observarse en los relieves del palacio de Senaquerib en Nínive, durante el sitio de Laquis (Laquish) en el 701 a.C.
 
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Asedio de Laquis.
 
Tras la conquista era frecuente el saqueo e incluso la destrucción total de la ciudad, cuyos habitantes eran deportados en el mejor de los casos. Si la urbe osaba sublevarse, sus ciudadanos eran sometidos a todo tipo de mutilaciones y ejecuciones. Assurnasipal II se jactaba de apilar más de 3.000 cabezas de prisioneros en las puertas de Bit-Zamani y era corriente empalar a cientos de personas vivas, amputar miembros, arrancar ojos o exponer las pieles del enemigo en las murallas; todo ello con el fin de causar el mayor pánico posible entre las ciudades cercanas cuando éstas conociesen la noticia, como nos revela una inscripción realizada en tiempos de Assurbanipal realizada tras sofocar una sublevación en Suru:
 
Construí un pilar en la puerta de la ciudad, desollé a todos los jefes de la revuelta y cubrí el pilar con su piel, a algunos los emparedé y a otros los empalé con estacas”. 
 
El ejército estaba comandado por un estado mayor, que presidía el soberano, al que llegaban los informes del servicio de inteligencia. Los “dajjali” eran los encargados de recabar información sobre el enemigo, que era trasmitida rápidamente al centro de mando gracias a una excelente red de caminos. A lo largo de las principales vías de comunicación existían guarniciones con almacenes de avituallamiento, donde los correos podían sustituir sus monturas, logrando una mayor velocidad de comunicación que les permitía adelantarse a los planes del enemigo. Estas guarniciones, llamadas “bit marditi” (casa de la etapa), provistas de graneros, y la extensa red de caminos reales que cruzaba el imperio facilitaban la movilidad de grandes contingentes de tropas. El reclutamiento se basaba en el modelo usado largo tiempo en Mitanni, y que los asirios importaron con éxito. Se efectuaba según el concepto de “ilku” y obligaba a todos los súbditos a prestar un servicio (militar o no) por un periodo de tiempo al año. A estas levas hay que sumar los contingentes provenientes de los pueblos conquistados, que eran una importante fuente de hombres, llegándose a formar grandes ejércitos de más de 100.000 personas. Un regimiento de época Neoasiria podía llegar a tener 300 carros de guerra, 600 jinetes y más de 3.000 infantes. Los comandantes asirios planificaban detalladamente sus ofensivas y eran grandes expertos situando a sus unidades en el campo de batalla. Para motivar a los soldados instauraron un sistema de recompensas por hazañas de guerra, o por la captura de insignes enemigos.
 

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Puertas del palacio de Salmalasar III en Imgur-Enlil (Balawat).
 
La superpotencia de Oriente Medio. El Imperio Neoasirio (911-609 a.C.).
 
En este periodo Asiria logra un poderío militar muy superior al de los estados vecinos y el imperio alcanza su máxima extensión. Durante los reinados de Adad-Nirari II (911-891 a.C.) y Tukulti-Ninurta II (890-884 a.C.) comienza la expansión hacia el Mediterráneo, que culminará Asurnasipal II (883-859 a.C.) al conquistar las prósperas ciudades de Biblos y Sidón, logrando gran cantidad de riquezas y prosperidad para el reino. Asurnasipal II fue un monarca despiadado que no tenía inconveniente en empalar vivos a cientos de soldados enemigos o, como se expuso anteriormente, formar una pila con las cabezas de sus prisioneros. Como era costumbre en muchos de los reyes asirios trasladó la capital. La ciudad elegida fue Kalkhu (Nimrud), donde construyó un palacio decorado con numerosos relieves que nos muestran escenas bélicas fundamentales para el estudio del ejército asirio.
 

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Relieves del palacio de Asurnasipal II en Nimrud.
 
Su hijo, Salmanasar III (858-824 a.C.) fue uno de los soberanos más guerreros de la historia, realizó numerosas campañas contra diferentes estados, marchó sobre Siria con un ejército de más de 120.000 hombres y derrotó al poderoso reino de Urartu, pero fue frenado por una coalición sirio-palestina a orillas del Orontes. Al final de su reinado las guerras civiles provocadas por sus hijos asolaron el imperio. Este periodo de inestabilidad se prolongó durante los reinados de los monarcas que le sucedieron, hasta la subida al trono de Tiglat-Pileser III (744-727 a.C.) que, una vez pacificado el imperio, se dedicó a realizar las reformas que necesitaba el estado. 
 
Hasta la fecha el imperio estaba estructurado en torno a Assur y los territorios adyacentes que quedaban bajo control del soberano y sus gobernadores locales. Alrededor de este núcleo principal, de población mayoritariamente asiria, se encontraban los estados vasallos que pagaban un fuerte tributo y que estaban gobernados por sus propios reyes que, una vez derrotados, juraban fidelidad al rey asirio. Pero la distancia a la que se encontraban estos territorios impedía un control real por parte del gobierno central, además el carácter hereditario del cargo de éstos gobernadores hacía que se convirtieran en reinos potencialmente independientes, que se rebelaban a la menor ocasión, provocando que el imperio asirio viviera en un estado de guerra permanente. Tiglat-Pileser III, que comprendió el problema, reorganizó el imperio dividiéndolo en provincias que ya no estarían dirigidas por dinastías locales, sino que serían regidas por gobernantes asirios. Éstos informarían al rey de todo lo acontecido en su región, se encargarían de los tributos y de efectuar los reclutamientos necesarios. También ordenó la creación de grandes contingentes de tropas de carácter permanente en todas las regiones del imperio, provocando un aumento en el número de soldados extranjeros en el ejército. Este lo componían las unidades de soldados profesionales permanentes de las provincias, los cuerpos especiales encargados de proteger las fronteras, las tropas de palacio y la guardia real, además de otros contingentes étnicos y regimientos de deportados. La guardia personal del rey llamada “sha shepe” (a los pies del rey) la formaban dos cuerpos de carros y un escuadrón de caballería de 1000 hombres además de soldados de a pie.
 
Tiglat-Pileser III reanudó la política de conquistas detenida a causa de los conflictos internos, ampliando las fronteras en todas direcciones. Hacia el oeste llegó hasta Damasco, derrotando a una coalición de sirios y urarteos y en el norte consolidó las posiciones en el Tauro Armenio. También se impuso en el sur, donde fue coronado rey de Babilonia. Con Tiglat-Pileser III se intensificaron las deportaciones masivas de población. Se calcula en unos 370.000 los deportados durante su reinado y en más de un millón doscientos mil los afectados durante el imperio neoasirio, de los cuales un alto porcentaje sucumbía durante el trayecto. Lo común solían ser las deportaciones cruzadas entre ciudades, pero también se podía disgregar la población entre varios asentamientos. La función principal de estos movimientos masivos de población era evitar nacionalismos y solían afectar a amplias capas de la población, pero eran los altos estamentos de la sociedad y sus más cualificados habitantes los mayores afectados, pues también se pretendía romper la estructura social de la comunidad. Muchos deportados pasaban a engrosar las filas del ejército, cada vez más necesitado de hombres, otros se empleaban en la construcción y ornamentación de templos y palacios o en el mantenimiento de la red de caminos reales.
 
El sucesor de Tiglat-Pileser III fue Salmalasar V, muerto en extrañas circunstancias tras cuatro años de reinado, ocasionando un nuevo periodo de guerra civil que propició numerosas sublevaciones. Este tumultuoso periodo concluyó con la subida al trono de Sargón II (721-705 a.C.), que reprimió duramente las revueltas. Tomó el nombre este rey del famoso monarca acadio, iniciando una nueva dinastía, los sargónidas. Sus comienzos no fueron buenos, pues fue derrotado por elamitas y babilonios en el 720 a.C., perdiéndose la parte meridional del imperio que no sería recuperada hasta 10 años después. Pero el soberano tenía otros problemas más acuciantes que resolver, la propia Assur, (que aunque ya no era la capital, si era el más prestigioso centro de culto), y otras ciudades relevantes se habían sublevado al igual que importantes regiones como Siria o Palestina. Una vez Sargón hubo restaurado el orden interno fue derrotando uno a uno a todos sus enemigos. Venció a los urarteos que contaban con el apoyo del famoso rey Midas de Frigia, conquistó Siria y Palestina deportando a su población y en el 710 a.C. tomó Babilonia. El príncipe Yaubidi, del levantisco reino de Hamath, fue desollado, su tortura quedaría para la posteridad al ser representada en los relieves del palacio de Sargón, en la nueva ciudad de Dur-Sharrukin (Fortaleza de Sargón), donde el monarca trasladó la capital.
 
Los sargónidas protagonizaron una época gloriosa en la historia militar asiria. Los sucesores de Sargón II, Senaquerib (704-681 a.C.) y Asahardón (680-669 a.C.) continuaron con las reformas del ejército iniciadas por Tiglat-Pileser III. Senaquerib tuvo que hacer frente a nuevos alzamientos en Babilonia, y tras derrotar a los sublevados destruyó la ciudad. Fenicia y Palestina también se rebelaron instigadas por Egipto, que veía reducida su área de influencia. La muerte del primogénito en una de estas revueltas provocó una conjura del resto de los hijos del rey que acabó con el monarca muerto, la historia volvía a repetirse.
 
Subió al trono Asahardón, el hijo menor, que tuvo que dedicarse a pacificar el imperio. Nuevamente tuvo que someter a Siria y Palestina, provocando la hostilidad de Egipto que fomentó nuevas rebeliones en la zona. Finalmente, para evitar más levantamientos, Asahardón decidió emprender la invasión de Egipto. En el 671 a.C. conquistó Menfis, pero falleció cuando se disponía a lanzar otra campaña contra el país del Nilo.
 
Con su sucesor, Assurbanipal (681-627 a.C.), el imperio adquiere su mayor extensión. Conquista Tebas y completa la invasión de Egipto, la milenaria civilización forma ahora parte de su imperio. En el sureste vence a los elamitas, destruye su capital (Susa), y decapita al monarca.
 
Yo Assurbanipal, rey de Asiria, mostré públicamente la cabeza de Teumman, rey de Elam, y la coloqué frente a las torres del centro de la ciudad”. 
 

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Máxima extensión del Imperio Asirio.
 
El carácter sanguinario de Assurbanipal no le impidió ser un gobernante preocupado por la cultura. Amplió la biblioteca del palacio de Nínive, donde recopiló decenas de miles de tablillas de las que unas 22.000 han llegado a nuestros días. Los escritos tratan sobre gran cantidad de temas, entre los que destacan historia, religión, arte o matemáticas, siendo una importante fuente de información.
 
Pero el imperio era un gigante con pies de barro. El control sobre Egipto era muy endeble y al poco tiempo logró zafarse del dominio asirio. La muerte de Assurbanipal provocó la enésima guerra sucesoria y el comienzo de un nuevo periodo de crisis.
 
El brusco final del Imperio. 
 
Aunque los asirios lograban importantes victorias militares, a finales del siglo VII a.C. son muchos y muy graves los problemas que aquejan al imperio. Las reformas de Tiglat-Pileser III y sus sucesores no han logrado terminar con la inestabilidad en las regiones sometidas, y los territorios más alejados siguen siendo difíciles de controlar y propensos a sublevarse a la menor ocasión. Ésta se presentaba con demasiada frecuencia debido a las numerosas guerras civiles, que provocaban un torrente de alzamientos. Era común que el nuevo monarca, al llegar al trono, tuviera que reconquistar el territorio perdido tras estos periodos de caos, que sumían al imperio en un estado de guerra permanente. Además las reformas produjeron un incremento en el número de soldados extranjeros en el ejército, lo que suponía un peligro añadido.
 
Otro factor de inestabilidad, no menos importante, era la gran diferencia que existía entre el núcleo central asirio y el resto de territorios del imperio en cuanto a riqueza se refiere, que causaba importantes tensiones internas difíciles de solventar. Por otra parte, los altos tributos que pagaban algunas provincias creaban un buen caldo de cultivo para los levantamientos, que fueron haciéndose cada vez más frecuentes y acabarían debilitando gravemente al imperio.
 
Las deportaciones en masa contribuyeron a la merma de la cohesión interna, que el imperio fue perdiendo a medida que la población se fue haciendo cada vez más heterogénea, y en los últimos años ya ni siquiera el núcleo inicial era mayoritariamente asirio. Algunos historiadores opinan que las deportaciones produjeron una “arameización” del imperio.
 
Las conjuras en el seno de la realeza se solían saldar con la muerte del gobernante, pero aunque no se produjeran, eran frecuentes las disputas sucesorias que provocaban guerras civiles en la mayoría de los casos. La situación pasó a ser crítica cuando en el 627 a.C., tras la muerte de Asurbanipal, comenzó una nueva contienda interna. Las sublevaciones se multiplicaron y Babilonia se independizó nuevamente, esta vez para siempre. Nabopolasar, su nuevo rey, conocedor de la debilidad asiria se alió con Ciaxares, soberano del pujante reino Medo, con quienes compartía un objetivo común: la destrucción de Asiria.
 
El imperio, sumido en una aguda crisis, resistió un primer envite, pero no pudo contener por mucho tiempo a sus poderosos enemigos. En el 614 a.C. Assur, la cuna del imperio, fue destruida y el reino saqueado. Dos años después caía Nínive y subía al trono el último rey asirio, Assur-Uballit II, aunque prácticamente sin territorio que gobernar. Logró refugiarse en Harrán, último bastión asirio, desde donde intentó un último ataque desesperado pero, aunque contó con apoyo egipcio, fue severamente derrotado y poco después Harrán también sucumbió ante el imparable avance de medos y babilonios. En el año 609 a.C. el gran imperio asirio, que hacía sólo dos décadas controlaba Oriente Próximo, Egipto y parte de Anatolia había dejado de existir. Algunos años más tarde Media pasó a depender del imperio persa, que dominaría la región hasta la llegada de Alejandro Magno.
 
 
Bibliografía:
 
Anglim, S. y otros: Técnicas bélicas del mundo antiguo. Libsa, 2007.
Fales, F.: L’impero assiro: storia e amministrazione. Editori Laterza, 2001.
Garelli, P.: El Próximo Oriente asiático desde los orígenes hasta las invasiones de los pueblos del mar. Labor, 1978.
Harmad, J.: La guerra antigua de Sumer a Roma. Sarpe, 1985.
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Liverani, M. y Vivanco, J.: El antiguo Oriente: Historia, sociedad y economía. Editorial Crítica, 1995.
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Wagner, C.: Historia del Cercano Oriente. Eds. Universidad de Salamanca, 1999.
Willemenot, M.: Assur y Babilonia. Club internacional del libro, S/F.
 
Revistas:
 
Nadali, D., Quesada F., Vidal J., Henández R., Córdoba J., Espejel F., López C. y Del Cerro C.: El imperio Asirio. Desperta Ferro Ediciones, 2012.
 
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Lectura recomendada: