NUEVOS SEÑORES
 
En los primeros años tras la caída de Asiria, la balanza del poder se inclinó hacia Egipto, que volvió a extender su influencia sobre la costa tras la batalla de Megido, en el año 609. El faraón Necao contó con los fenicios para reconstruir su poderío naval, y bajo su patrocinio los cananeos acometieron la mayor de sus hazañas, la circunnavegación de África.
 
Necao, empero, fue derrotado en Karkemish, en el año 605, por los ejércitos babilonios. Tras su victoria, Nabuconodosor llevó sus estandartes más allá del Éufrates, camino de las costas del Mediterráneo. 
 
El nuevo poder no era amigo de acuerdos o entendimientos. Apenas iniciado el siglo VI, volvemos a encontrar a los fenicios armados tras sus murallas. De nuevo las ciudades fueron cayendo, una a una, bajo la bota del invasor. De nuevo Tiro, último bastión de los cananeos, quedó cercado.
 
El asedio se prolongaría más de una década, y, una vez más, la lucha termino con un acuerdo. Las condiciones fueron muy duras y, aunque la población fue respetada, el poder e influencia de los tiriotas se eclipsó, circunstancia bien aprovechada por Sidón.
 
Los caldeos no disfrutaron demasiado tiempo de su victoria. El año 539, Babilonia cayó a los pies de Ciro el Grande, fundador del imperio persa. Durante una década los puertos volvieron a disfrutar de su independencia, hasta que el ejército medo, a las órdenes de Cambises, marchó hacia Egipto, a través de la franja costera.
 
Por primera vez en siglos, los fenicios no se opusieron. Al contrario que sus predecesores, los persas no eran déspotas insufribles. En vez de imponerse por la fuerza de las armas, Cambises negoció con los navegantes, ya que necesitaba su ayuda para derrotar a los egipcios. El acuerdo alcanzado no sólo cubría sus espaldas mientras avanzaba sobre el delta, sino que neutralizaba la única ventaja de Egipto, su flota, que no era enemigo para las galeras cananeas.
 
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Podemos hablar de acuerdo, no de imposición, porque, tras pacificar el país del Nilo, Cambises se preparó para conquistar Cartago. Su plan era embarcar al ejército y navegar hasta Túnez, evitando así la marcha por la costa, demasiado larga y aventurada. Pero los fenicios se negaron a ayudarle contra una ciudad hermana, a la que les unían años de amistad, lazos de sangre y los más sagrados juramentos. El monarca, aunque fuera a regañadientes, aceptó sus argumentos y olvidó su empresa, que podría haber alterado toda la historia de Occidente.
 
Y así dio comienzo la larga relación de Fenicia con los persas, los únicos señores que fueron aceptados de buen grado por los navegantes. 

 

BAJO EL DOMINIO PERSA
 
Las crónicas griegas han condicionado durante siglos nuestra visión del imperio persa, representado por los helenos como un gobierno tiránico y opresor , basado en el terror y la esclavitud. Las fuentes no helenas, como los textos deuterocanónicos, reflejan una realidad muy diferente, un imperio universal apoyado, no en la fuerza, sino en el respeto a las costumbres y leyes de los pueblos que lo integraban. Comparado con la tiranía macedonia que siguió, la era persa fue recordada por los judíos como una edad de oro.
 
Los fenicios eran tan celosos de su independencia como los hebreos, y, al igual que ellos, vivieron el dominio persa como una bendición, tras dos siglos de guerra y turbulencias. Las flotas de Canaan se integraron con naturalidad en la floreciente economía persa. El Gran Rey garantizaba paz y seguridad para barcos y caravanas, comunicaciones seguras, sin miedo a saqueos o abusos, y rutas comerciales directas desde Egipto hasta la India. 
 
Con Darío se añadieron a la ecuación una eficiente red de postas y un sistema monetario universal, basado en el desarrollado previamente en Lydia. En vez de mercancías para el intercambio o barras de metales preciosos, los fenicios viajaban ahora con dáricos de oro y plata, de un valor tan estable que hasta los griegos los preferían a sus dracmas.
 
Por supuesto, los fenicios debían cumplir con el Rey, pero el sistema fiscal del imperio era muy razonable. En vez de onerosos y arbitrarios tributos en especie, el tesoro recaudaba impuestos regulares de acuerdo a la población censada en cada satrapía, no en base a las riquezas de sus habitantes. Era una gran ventaja para las ciudades cananeas, ahora integradas en la V satrapía. Se esperaba de ellos una contribución de 300-400 talentos anuales, fácilmente compensada con los beneficios que suponía la protección imperial.
 
También se esperaba que sus barcos acudieran en apoyo de las campañas del Rey, pero no de forma forzada, sino a petición del monarca y previa consulta al consejo de la satrapía, una asamblea de notables de las ciudades, encargada de legislar, recoger los impuestos y resolver los conflictos de la región, sin intervención de Persépolis.
 
Los barcos fenicios navegaron en apoyo del Rey cuando Chipre se unió a la rebelión de Aristágoras, en el 497, y de nuevo contra Mileto, en el 495, donde el propio Miltíades apenas logró escapar hacia Atenas. En dos ocasiones se enfrentaron con la flota de Atenas, que venció en la batalla de Panfilia, y fue derrotada en Lade. 
 
Cuando Darío decidió acometer la conquista de Grecia en el 490, volvió a pedir ayuda a los fenicios. Sus barcos trasladaron a los soldados hasta la llanura de Maratón, donde éstos serían vencidos por los hoplitas atenienses a la vista de los navegantes.
 
La derrota de Maratón no debilitó la lealtad de los fenicios, y cuando Jerjes quiso repetir la intentona en el año 480, volvieron a acudir a su llamada. Primero tomaron parte en la construcción del gran canal de Athos. Luego, junto a los ingenieros egipcios, ayudaron a lanzar el puente que unió ambos continentes. Después, sus barcos abastecieron al ejército del Gran rey. Finalmente, en Salamina, y pese a no estar de acuerdo con la decisión del rey de presentar batalla, ocuparon el puesto más peligroso, directamente frente a los barcos de Atenas. 
 
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 DESENCUENTROS 

Tras la victoria griega, Jerjes buscó a quién culpar de un desastre del que él era el único responsable, y los fenicios fueron su cabeza de turco. Literalmente, ya que los primeros capitanes que se presentaron ante él tras la batalla fueron decapitados. Furiosos por semejante trato, el resto de los cananeos embarcó de nuevo y dejaron la flota y el servicio del Rey. La guerra continuó, pero los navegantes no volvieron a combatir en ella hasta el año 465, cuando la propia Chipre se vio amenazada. Entonces se hicieron de nuevo a la mar, a las órdenes de Tithraustes, hijo de Jerjes, en un intento desesperado de proteger sus colonias, perdidas definitivamente tras la derrota de Eurymedon.
 
Durante los siguientes 75 años los fenicios navegaron de nuevo en apoyo del imperio. Primero, protegiendo sus costas y las egipcias de los barcos atenienses, derrotándoles en varias ocasiones. Luego, durante las diversas guerras entre los propios griegos, apoyando a unos u otros, procurando que ninguno de los bandos prevaleciera. Así, el año 394, las naves fenicias combatieron en Cnidus junto a los atenienses, ayudándoles a recuperar el prestigio perdido en Egos Potamos. Un año después, su flota protegió la reconstrucción de los Muros Largos que defendían el Pireo. Finalmente, en el año 387, las galeras cananeas acudieron en apoyo de la escuadra espartana, forzando a los contendientes a firmar la Paz de Antáltidas, que puso fin a las guerras corintias y convirtió al Gran Rey en árbitro de los asuntos griegos.
 
En todo momento, los cananeos supieron mantener sus lazos de amistad con los helenos. Nunca fue rara la presencia de barcos griegos en los puertos fenicios, y Sidón pudo disponer de embarcaderos propios en el Pireo y exenciones de tasas. Con Asia Menor de nuevo bajo el dominio persa, viajeros y comerciantes griegos contrataban sus servicios para viajar entre ambas costas del Egeo. Libres de obligaciones bélicas, los fenicios volvieron a hacer lo que mejor sabían: navegar y negociar.
 
A partir del siglo IV el poder de Persia empezó a declinar, debido a las crisis sucesorias y el deterioro del aparato administrativo. Egipto se independizó en el 405 y Chipre siguió sus pasos en el 391, aunque siguió ligado nominalmente al imperio. En el 375, una expedición que trataba de recuperar el dominio sobre el Delta fue estrepitosamente derrotada. En el 366, el sátrapa Ariobarzanes de Frigia se declaró independiente del Rey Artajerjes II y hacia el 362 las satrapías de Capadocia, Mysia, Frigia, Lydia, Siria, Cilicia… estaban en abierta rebeldía.
 
En el año 351, Sidón se alzó en armas y encabezó la revuelta de los puertos, con el apoyo de Chipre y el faraón Nectanebo II, que envió en apoyo de los cananeos un contingente de 4000 mercenarios al frente de Mentor de Rodas. Griegos y fenicios lucharon, codo con codo, contra los persas, expulsando a las guarniciones y derrotando a las tropas de Siria y Cilicia. Finalmente, Artajerjes II encabezaría una poderosa expedición de castigo. Tennes, señor de Sidón, se rindió sin luchar y abrió sus puertas, abandonando a sus ciudadanos a las represalias del rey. Numerosos sidonios prefirieron suicidarse junto a sus familias, otros lograron embarcar. La ciudad ardió y fue devastada por los persas. Luego, Tennes fue ejecutado. Artajerjes no pagaba a traidores.
 
Los demás puertos se rinden y el rey prosiguió su marcha, reconquistando Egipto y Chipre. En pocos años, los fenicios volvieron a dedicarse al comercio, sin pensar más en su independencia. Lejos de allí, en el norte de la Hélade, un nuevo poder empezaba a alzarse. Filipo II de Macedonia había comenzado a someter a las ciudades griegas. 

 

 

La amenaza de Macedonia no pasó desapercibida para el gran Rey. Después de todo Filipo proclamó en el año 338 sus intenciones de dirigirse al Este, y ordenó a las ciudades griegas que aprestaran sus fuerzas para la conquista de Asia. Dados los vínculos entre ambas orillas del Egeo, Darío estaba al tanto de los planes del ambicioso monarca y empezó a tomar medidas. Reunió tropas y barcos, contrató mercenarios griegos, animó y financió la resistencia de los griegos frente a los macedonios... y respiró aliviado cuando Pausanias acabó con la vida del conquistador. 

El respiro duró poco: la contundencia con la que Alejandro reprimió las revueltas a la muerte de su padre, la firmeza con la que eliminó toda oposición en la corte macedonia y sus éxitos en Tracia, Iliria y Beocia convencieron al señor de Persia de que el peligro era inminente. El año 335, Darío retomó las medidas de defensa. Ordenó a las satrapías de Frigia y Lydia que atacaran a las tropas macedonias que habían cruzado el mar antes de la muerte de Filipo. Reforzó todas sus guarniciones occidentales con tropas veteranas, sacadas de las provincias orientales y solicitó a los fenicios que reunieran la flota más potente posible y esperaran sus órdenes. Luego puso al cargo de la defensa del Asia Menor a Mennon de Rodas, y puso a su libre disposición 5000 mercenarios griegos
 
Estas medidas, empero, eran erróneas e incompletas. Darío esperaba derrotar a Alejandro una vez cruzara el mar, pese a que lo sucedido en Grecia demostraba que las tropas macedonias eran muy superiores a cualquier otra fuerza del momento. Lo que debía evitar era, precisamente, que su enemigo desembarcara. Tenía a su disposición más de 400 navíos, sobre todo fenicios, pero también chipriotas y egipcios, casi el triple de los que podía reunir Alejandro, pero en vez de enviarlos al Asia Menor, a las órdenes de Mennon, se limitó a pedirles que permanecieran alertas en sus puertos.
 
Supongamos que Darío hubiera dado manos libres a Mennon en el mar. El enemigo contaba con unos 160 trirremes, griegos en su mayoría, obtenidos a la fuerza. En un combate naval, los fenicios habrían podido imponerse sobre una flota heterogénea, cargada de tropas, caballos e impedimenta, y tripulada por marinos que no tenían demasiados motivos para jugarse la vida por el macedonio. Una derrota naval habría supuesto un tremendo desprestigio para Alejandro. Le habría seguido, sin duda, un nuevo alzamiento de las ciudades griegas, lo que habría alejado el peligro de las costas durante unos años. 
 
Pero no fue así. Los barcos fenicios no fueron llamados hasta que fue demasiado tarde y Alejandro pudo desembarcar sin impedimentos. El conquistador sabía lo que se hacía, porque de inmediato ordenó a la flota que regresara a los puertos griegos: no quería arriesgar una derrota naval que habría mermado su fama y desmoralizado a sus hombres. Así, además, no les daba otra posibilidad que vencer, ya que no dejaba abierta ninguna vía de retirada.
 
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Darío no llamó a los navegantes, ni los puso bajo el mando de Mennon hasta después de la batalla del Gránico, demasiado tarde para luchar. Los barcos cananeos asistieron impotentes a la caída de Mileto y, posteriormente, a la de Halicarnaso, aunque aquí los fenicios entraron al puerto en medio del asalto, rescatando a todas las gentes que cupieron a bordo de sus galeras antes de que la ciudad cayera.
 
Mennon, tras asegurar las costas del norte, tomó Chios y Lesbos, preparándose para atacar las posiciones macedonias en la Hélade. No era una idea descabellada, espartanos y atenienses sólo esperaban una oportunidad para sacudirse el yugo, y la presencia en aguas griegas de una poderosa flota, más el oro persa, habrían encendido con facilidad una nueva revuelta contra los macedonios. Así, Alejandro hubiera tenido que regresar, so pena de perder la base de su poder. Pero el rodio murió, y con él las esperanzas de Persia.