En el año 1647 el frente catalán de la guerra entre Francia y España parecía estancado. Tras la ofensiva española de 1644, en la que los ejércitos de Felipe IV recuperaron la importantísima plaza de Lérida, la Monarquía Católica estaba a la defensiva. En 1645, el ejército francés, comandado por el hábil Harcout de Lorena y muy reforzado al conceder el cardenal Mazzarino, primer ministro del aún menor de edad Luis XIV, prioridad al frente catalán, conquistó Rosas y Balaguer y derrotó al ejército español en la batalla de Sant Llorenç de Montgai. En 1646, sin embargo, los galos sitiaron Lérida durante meses sin éxito, hasta que en noviembre, muy castigado ya el ejército sitiador por las deserciones y el hambre, un socorro español al mando del marqués de Leganés venció a los sitiadores en la batalla de Santa Cecilia. Las pérdidas francesas fueron muy elevadas, y Harcourt fue destituido por su derrota (1).

Para la campaña de 1647 la Corona española siguió dejando Cataluña en segundo plano mientras de desarrollaban las negociaciones de paz en Westfalia y, en cambio, centró su esfuerzo ofensivo en Flandes. Francia, entretanto, tejió una alianza con el duque de Módena (2) en el norte de Italia para, con su ya tradicional aliado en la región, Saboya, atacar el Milanesado español por dos flancos sin comprometer demasiadas tropas galas. Del mismo modo que en los años previos, Francia centró en Cataluña su acción ofensiva. Mazzarino esperaba conseguir una posición fuerte en la provincia para tratar de obligar a España a canjearla por Flandes en las negociaciones de Westfalia. Asimismo, a partir de 1645, la fidelidad de los catalanes se había resentido; varias conspiraciones habían sido descubiertas y el flujo de catalanes que se pasaba a las filas hispánicas iba en aumento, por lo que urgía a las altas esferas de París hacer ver a sus súbditos transpirenaicos que eran tenidos en cuenta.

Imagen
Luis de Condé. Retrato del estudio de Justus van Egmont.

 

 

Read More
Mazzarino decidió recurrir, para una ofensiva que estimaba decisiva, al mejor general del que disponía a la sazón, el príncipe de Condé, Luis II de Borbón, que a pesar de contar apenas con 25 años, era considerado uno de los mejores de Europa por su victoria en Rocroi (1643) y la conquista de Dunkerque (1646). Condé, sin embargo, comenzó con mal pie su andadura en Cataluña: entró en Barcelona el 11 de abril con una escolta de apenas seis hombres, vestido con ropas de viaje y cubierto de polvo del camino. Los cuatro tercios de la Coronela, las autoridades y un buen número de ciudadanos se habían congregado para recibirlo, y al verlo llegar sin tropas y sin pompa, la decepción fue general (3).

Con todo, no tardaron en comenzar a llegar a Barcelona tropas francesas por tierra y por mar. La flota francesa del Mediterráneo, con 14 navíos y 16 galeras, escoltó un convoy de transportes que llevaba a bordo 4.000 soldados de infantería reclutados recientemente, amén de abundantes municiones y otros pertrechos. La caballería entró por el Rosellón junto con otras reclutas de infantería. Con los veteranos de las campañas previas como base, Condé reconstruyó los maltrechos regimientos galos en Cataluña, a los que hay que sumar las tropas del Batallón del Principado, axuliares catalanes, que entonces habían quedado reducidos a dos regimientos de los cuatro iniciales y a unas pocas compañías de caballería. En total, contando las tropas de guarniciones, el mando francés en Cataluña tenía a su disposición unos 15.000 infantes y más de 5.000 soldados de caballería.

Zoom in (real dimensions: 1280 x 963)Imagen
Desembarco de soldados en un puerto Mediterráneo (Johann Wilhelm Baur, 1634-37).

Lérida era el objetivo indiscutible de los franceses. En palabras de un decreto de Felipe IV de 1645: “Lérida es plaza de tan gran consecuencia, que da la mayor disposición para la recuperación de Cataluña; asegura á Aragón y los reinos de Castilla, y el principal designio de los franceses es ocuparla” (4). La situación española, en contraste con la francesa, era precaria. Además de Cataluña, la Corona española debía atender el frente portugués; los reinos de Valencia y de Aragón estaban empobrecidos por la guerra y el hambre, Castilla tampoco pasaba por su mejor momento, y hacer nuevas levas y mantener a las tropas existentes era una tarea sumamente difícil. A diferencia de lo que sucedió en 1646, si los franceses ponían de nuevo Lérida bajo asedio no habría ningún ejército de socorro y los defensores deberían resistir por su cuenta.

Gobernaba Lérida y su guarnición, desde principios de 1646, el maestre de campo Gregorio Britto de Carvalho, un caballero portugués que había permanecido leal a los Austrias tras la revuelta del duque de Braganza en 1640. Poco se sabe de la carrera de Britto antes de su llegada a Cataluña, salvo que había servido en la Armada del Mar Océano, el ejército de Flandes y el de Milán durante más de 20 años. Brito tenía entonces 47 y había dado muestras de su gran capacidad de mando y su astucia en la defensa de la ciudad contra Harcourt y en la interpresa de Térmens. Su prueba más dura, sin embargo, estaba por llegar, pues pese a la victoria de 1646 la situación de Lérida era calamitosa. A principios de 1647, mientras el invierno mantenía ambos ejércitos inactivos, el portugués viajó a Madrid con licencia para pedir tropas y dinero, sin obtener más que promesas.

Zoom in (real dimensions: 3369 x 2197)Imagen
Mapa del sitio de Lérida de 1644 que permite conocer la situación de la ciudad en la época.

Los hombres con los que Britto contaba para la defensa no eran suficientes siquiera para desmantelar las fortificaciones y cuarteles que los zapadores galos habían erigido alrededor de la plaza en el sitio de 1646. Es posible que la Corte de Felipe IV hubiese sido víctima de los bulos difundidos por el virrey de Cataluña, el catalán Guillén Ramon de Moncada, que para confundir al mando francés había propagado rumores de que Lérida contaba con una guarnición de 3.500 soldados (5). En realidad, cuando el 14 de mayo, dos días después del comienzo del asedio, Britto ordenó pasar muestra a la guarnición, el saldo fue de 2.400 hombres contando las planas mayores, los músicos y las plazas muertas (6), lo que dejaba la fuerza efectiva de la guarnición hispánica en cerca de 1.800 soldados. Estos comprendían el regimiento de la Guardia del Rey, los tercios del conde de Aguilar, Pedro Esteriz y Rodrigo Niño, el regimiento de alemanes de Luis de Amiel y varias compañías de caballería de los trozos de las Órdenes, Flandes, Borgoña y Rosellón.

A finales de abril Condé fue congregando su ejército, que constaba de 8.500 infantes, 5.000 soldados de caballería y un tren de más de 45 piezas de artillería, entre Vilafranca del Penedès y Martorell, presto a comenzar la campaña. La vanguardia francesa se concentró en Agramunt, Balaguer y Cervera, en el llano de Urgell. Desde allí partió el grueso del ejército una vez, el 8 de mayo, el príncipe hubo dejado Barcelona para tomar el mando. El 10 de mayo el ejército galo abandonó Cervera, el 11 cruzó el río Segre en Balaguer y el 12 la Noguera Pallaresa “con gran dificultad”, según Roger de Bussy-Rabutin, soldado y cortesano francés que acompañaba a Condé (7). El río bajaba muy crecido a causa del deshielo y entre 30 y 50 soldados se ahogaron durante el cruce. Finalmente, aquel mismo día, entre las ocho y las nueve de la mañana, la vanguardia francesa llegó a la vista de la ciudad y ocupó sin oposición las fortificaciones y cuarteles construidos por Harcourt al suroeste de la plaza, alrededor del castillo de Gardeny; y al este, en la orilla opuesta del Segre, junto al molino de Cervià y el llano de Vilanoveta.

Zoom in (real dimensions: 7169 x 2505)Imagen
Lérida en 1644 vista desde el este. Mapa de Sébastien de Pontault, señor de Beaulieu.

Las fortificaciones de Lérida presentaban un aspecto desigual. La ciudad se expandía entre el Segre y el turó de la Seu, un promontorio de roca maciza de 155 metros de altura donde se alzaban la catedral y el castillo del Rey, o de la Suza. Las defensas de la plaza en la parte que miraba al río eran viejas murallas medievales. El verdadero obstáculo era el Segre, cuya anchura de entre 30 y 50 metros y su considerable caudal hacían imposible vadearlo. Un puente de piedra defendido por un pequeño fuerte unía la ciudad con la orilla opuesta. Lérida, a decir verdad, carecía en gran medida de fortificaciones modernas de traza italiana. Para empezar, no tenía foso. Los franceses habían erigido algunas construcciones entre 1641 y 1644, pero Britto las juzgó inútiles: “Las fortificaciones hechas por los franceses y aún después son deficientes, y están faltas de seguridad y hechas con materiales de escasa consistencia; tierra y un poco de cal es lo que hay en ellas, tan miserablemente como si echaran pimienta molida sobre guisado” (8), escribió a la Junta de Guerra en 1646.

Tras la conquista de Lérida en 1644, los españoles trabajaban en la construcción de una ciudadela en el turó de la Seu, alrededor del castillo. Las obras, sin embargo, progresaban con lentitud por la falta de dinero, y cuando el ejército francés comenzó el asedio no estaban terminadas. Britto regresó de Madrid el 30 de marzo de 1647, y en su ausencia, cuenta un cronista, “no hubo forma de darse una zapada ni ponerse una piedra” (9). De todos modos, al regresar, Britto aún dispuso de cerca de un mes para trabajar en las fortificaciones y logró poner en estado de defensa los terraplenes, parapetos y explanadas para la artillería. Pese a que el trabajo no quedó del todo concluido, la vista de la plaza que se ofreció a Condé y a sus tropas por el flanco del castillo era realmente imponente. El joven príncipe, sin embargo, había tomado meses atrás una plaza mucho mejor defendida, Dunkerque, y a diferencia de Harcourt, que había tratado de rendir Lérida por hambre, pensaba lanzar un asalto frontal.

Notas:

(1) Lérida también le había costado el cargo a otro importante general francés, Philippe de La Mothe-Houdancourt, a quien Mazzarino fulminó por la derrota que sufrió frente a la ciudad en la batalla del 15 de mayo de 1644.

(2) Francesco I de Este (1610-1658). Al comienzo de la guerra entre España y Francia, en 1635, había apoyado a la Corona española, pero posteriormente se cambió de bando. En 1649, derrotado por las tropas del marqués de Caracena, gobernador español de Milán, capituló de forma humillante.

(3) En palabras de Miquel Parets, curtidor barcelonés autor de un valioso dietario, Condé “llevaba luto que parecía un estudiantillo”. No fue el único incidente que protagonizó el príncipe, pues varios días más tarde, mientras pasaba revista a la tropa frente al Portal de Sant Antoni, un soldado le hizo befa y mandó fusilarlo. Véase: Memorial Histórico Español, XXIV. Madrid: Real Academia de la Historia, 1893, pp. 282-83.

(4) Decreto de S.M. desde Zaragoza el año de 1645, sobre la necesidad que había de acabar la ciudadela de Lérida, en: Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, XCV. Madrid: Real Academia de la Historia, 1890, pp. 208-209.

(5) El virrey escribió a Britto las siguientes palabras, tratando de justificarse: “En cuanto a lo que V.S. dice que había entendido que en mi antecámara se platicaba que tenía dentro de la plaza tres mil quinientos hombres, no se maraville, que tal vez es conveniente en los discursos y corrillos crecer el número y las fuerzas de una plaza, y bien se ve cuánto recato había en lo cierto, pues en mi casa corría esa voz”, Ídem, p. 480.

(6) En un ejemplo flagrante de corrupción, algunos capitanes mantenían enrolados en sus compañías a soldados muertos o desertores, que sólo existían sobre el papel, para quedarse con sus sueldos.

(7) Existen numerosas ediciones de las memorias de Roger de Rabutin (1618-1693), llenas de anécdotas jugosas. La inmensa mayoría fueron impresas en el siglo XVIII (1697, 1704, 1711, 1712, 1731, 1769). Yo uso la de 1704. Para la cita, véase la página 212.

(8) Jiménez Catalán, M.: Don Gregorio Brito, gobernador de las armas de Lérida (1646-1648). Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, año XXII, Tomo XXXVIII, enero-julio, 1918, p. 40.

(9) Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, XCV. Madrid: Real Academia de la Historia, 1890, p. 472.