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En la madrugada del 5 de febrero de 1939, Manuel Azaña con su esposa y un reducido grupo, deja el suelo patrio y se interna en territorio francés.
Aquel acontecimiento acelera la catarsis que desde hacia tiempo se estaba desarrollando en el obrar y pensar del Presidente. Pronto va manifestarse, con mayor convencimiento, lo que desde hacía tiempo estaba madurando: su deseo de dimitir.
El decisivo momento culminaría cuando Inglaterra y Francia reconocen oficialmente el gobierno del general Franco. La noticia cierra cualquier resquicio a hipotéticas esperanzas a las que se ha aferrado durante estos tres años de constantes informes desoladores de una campaña militar y una gestión política mas bien desoladoras. Conoce, desde hace tiempo, que la partida está perdida, la oficialización de la actitud de Francia e Inglaterra, sabe que va a servir de efecto desencadenante y multiplicador de una cascada, en la mayoría del Mundo, de idénticas actitudes.
Inglaterra, tiene la deferencia de comunicarle, antes de hacer oficial su postura, el resultado favorable de la Cámara de los Comunes al reconocimiento del régimen franquista. Parecida es la actitud de Francia, que le recomienda que dimitiera con antelación De nada sirvieron las postreras protestas del Presidente exiliado en la embajada de Paris, de la que tendría que marchar, después del reconocimiento francés, al hacerse cargo de ella las autoridades nacionalistas: la suerte estaba echada.
Además las estipulaciones con el gobierno de Burgos y el Francia, por las que se acordaba el reconocimiento y que pasamos a detallar continuación hacían aún más insoportable la situación.
Francia se comprometía a entregar:
1.º El oro, depositado como garantía de un empréstito en el Banco de Francia, en Mont de Marsan.
(Largo pleito sostenido por la República sin resultado)
2.º Las armas y material de guerra de todas clases pertenecientes al Gobierno enemigo o que le estaban destinadas.
3.º El ganado de todas clases pasado de España a Francia contra la voluntad de sus legítimos propietarios.
4.º Toda la flota mercante o de pesca, sin discriminación de puerto, de registro en España. A este efecto el Gobierno Nacional pide el reconocimiento de requisa de esta flota, la dispensa del pago de los derechos portuarios exigibles hasta esta fecha y el otorgamiento de facilidades a las tripulaciones nacionales que vayan a tomar posesión de estas embarcaciones,
5.º Todo el Patrimonio Artístico español exportado desde el 18 de julio, de 1936 contra la voluntad de sus legítimos propietarios o poseedores.
6.º Los depósitos de oro, joyas, piedras preciosas, numerario, billetes, monedas, valores, títulos, acciones, obligaciones, etc, pertenecientes al Estado español o a Sociedades o particulares españoles que hayan sido exportado de España desde el 18 de julio de 1936 contra la voluntad de sus legítimos propietarios o poseedores.
7.º Todos los vehículos, sin distinción de clase ni de propietario, matriculados en España de que han sido desposeídos sus legítimos dueños o poseedores por su exportación a Francia.
Por último, cómo consecuencia de la resolución de mantener relaciones de buena vecindad, los dos Gobiernos se han comprometido a adoptar las medidas necesarias para mantener una vigilancia estrecha, cada uno en su propio territorio, de toda actividad dirigida contra la tranquilidad del país vecino.
El Gobierno francés adoptará de modo especial las medidas necesarias para prohibir en las proximidades de la frontera toda acción de los españoles que pueda perturbar esa tranquilidad.
No cabe la menor duda que si Azaña albergaba, alguna ilusión de arreglo internacional de la situación española, estos dos reconocimientos y las estipulaciones francesas, desvanecieron cualquier esperanza y determinaron, al siempre dubitativo Presidente abandonar el barco de la nación ya bastante al pairo.
Antes de verse desalojado de la embajada en París, regresa a la residencia saboyana de Collonges-sous-Salève, donde redacta el primer borrador de su renuncia. Cuando lo presenta al buen consejo de su cuñado Cipriano Rivas Cherif, éste desaprueba la primera redacción y le aconseja que es necesario incluir en la misma los motivos que le inducen a dimitir.
Azaña, había pedido dos informes sobre la situación militar a los generales Rojo e Hidalgo de los Cisneros. El primero hizo entrega puntual del mismo, no así el segundo quien se negó a hacerlo, aduciendo que lo entregaría a Negrin, dejando a su discreción el curso que éste quisiera darle.
Utilizando como apoyo, para resignar el cargo, el informe del Jefe del Estado Mayor Central, el nuevo escrito viene a decir: Oída la opinión del general Rojo, jefe respon¬sable de las operaciones militares, en presencia del presidente del Consejo, de que la guerra está perdida; y en vista del reconocimiento del general Franco por los Gobiernos de Francia e Inglaterra, vengo en dimitir la presidencia de la República.
No deja de ser premonitorio el comentario que Azaña le haría a su cuñado dos días después, sobre conducta que presumía seguiría el Presidente de las Cortes:
-Ahora verás por qué tenía tanto empeño don Diego (Martínez Barrios) en que no dimitiera yo la Presidencia, aunque no volviese yo a Ma¬drid en modo alguno. No quería verse en el trance en que ahora se ve. No irá a Madrid tampoco, claro es; y legalmente no hay otro pre¬sidente, mientras no se elija -¿cómo ya y de qué manera?- mi sucesor...
Martínez Barrio, había sido en muchas ocasiones testigo de los enfrentamientos entre Negrin y Azaña en el norte de Cataluña y había participado anteriormente-cuando la ocasión parecía propicia- en alguna de las tentativas de sustituir al Jefe de Gobierno, pero, siempre Azaña, atenazado por un mar de dudas que no favorecían sus pocos apoyos políticos, desaprovechó cuantas ocasiones pudo hacerlo.
Como próximo a la política del Presidente y conocedor de lo que había supuesto, Martínez Barrio no se sentía cómodo en sustituir a Azaña a quien Negrín juzgaba poco menos que como un traidor y, desde luego, un derrotista.
Cuando Negrín le instó a Azaña que abandonara España, pero residiera en la embajada de París, éste repuso que esa decisión la tomaría él mismo y que la misma sería irreversible (es decir, no volvería a España). La respuesta de Negrín consistió en presentar su dimisión, que no fue explícitamente aceptada por Azaña ni tampoco obtuvo ratificación de su gestión. Esto engendró una situación equívoca de graves consecuencias y de la cual sería sujeto pasivo más tarde Martínez Barrio, testigo presencial de la conversación.
Azaña con su indecisión, vació de poder el ejecutivo no aceptando dimisiones ni refrendando poderes. Todo quedó en una situación vacua, un poco a la espera que los acontecimientos, ellos solos, fueran marcando las pautas de futuras actuaciones.
En los primeros momentos, la opinión de Martínez Barrio, en los momentos de la dimisión, fue que el presidente de la República, al haber surgido un conflicto con el del gobierno, debía haber prescindido de éste: Legalmente era posible la sustitución; moralmente la imponía el decoro y la conveniencia general.
Pero las cosas seguían entre los dos estadistas, distantes y frías. En efecto, una vez en Francia, Azaña se negó a responder a las comunicaciones de Negrín para que volviera al territorio nacional y acabó finalmente por dimitir.
Remitida a Martínez Barrio la dimisión del presidente de la República, éste la sometió a trámite ante la Diputación Permanente de las Cortes que la aceptaron a condición exclusiva de que quien la recibiera la empleara exclusivamente para la obtención de la paz. Pero Martínez Barrio, en primera instancia, se resistió a aceptar la sucesión del presidente dimisionario como un acto automático. Por esas paradojas del Destino, el argumento de quienes sustentaban el automatismo de la sucesión se basaban en el artículo 74 y el precedente, que había tenido como protagonista el propio Martínez Barrio ocupando interinamente, entonces, el puesto dejado vacante cuando la destitución por el Parlamento de don Niceto Alcalá Zamora.
Martínez Barrio, visto el poco éxito de sus primeras tentativas de eludir la responsabilidad, siguió con su política de dilaciones para hacer efectivo el cargo y anunció que iba a comunicar telegráficamente con Negrín lo sucedido, pidiéndole su asentimiento y acuerdo con lo pactado por la Diputación
«Sólo aceptaré la nueva responsabilidad -aclaró- si dispongo de plena autoridad para realizar la única obra que cumple a la situación creada: terminar la guerra con el menor número de estragos posibles. Para eso me es indispensable conocer cuál es el pensamiento de Negrín». Pedía que su presencia no fuera bandera de discordia, ni tampoco limitara o coaccionara su libertad de acción y dejaba la decisión final de formalizar su aceptación del cargo a la respuesta de Negrin. Pero fueron pasando los días y nunca llegó la contestación deseada.
Tampoco la Diputación, dio muestras de impaciencia o incomodidad por aquellos retrasos, pues se había acordado que acompañarían a Martínez Barrio, en su viaje a la zona centro, un representante de cada uno de los partidos que aún formaban la Diputación y nadie parecía sentir demasiada impaciencia por retornar a suelo patrio a compartir una situación que a todas luces era peligrosa, amén de espinosa.
Así, de esta manera, pasan los días sin que don Diego jure el cargo esperando que Negrín responda a su radiograma urgentísimo. No sabemos si el silencio del Jefe de Gobierno, se debe por eludir la cuestión, en la que parecía no estar de acuerdo, que le planteaba el aún no nato Presidente de la República o porque la situación en general y los acontecimientos que se van precipitando en Madrid y luego en la Posición Yuste, su último refugio, no daban tiempo en reparar en legalismos. Lo cierto es que al no contestar dejó a la República española acéfala, y por tanto a Negrín sumido en la más flagrante ilegalidad, cuando Europa y América le volvían la espalda.
Zugazagoitia, no puede por menos que hacerse una pregunta de la que participan la mayoría de los republicanos: «¿Quién es el presidente de la República al dimitir Azaña e inhibirse Martínez Barrio? ¿Hasta qué punto es constitucional el Gobierno Negrín? ¿Qué es que defendemos si todo está perdido?».