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 En la década de los 60 del siglo XVI la lucha que mantenían las grandes potencias ribereñas del Mediterráneo ganó intensidad. El corsario otomano Dragut se había convertido en el terror de Levante, y, en respuesta, Felipe II de España había ordenado aumentar los efectivos de la escuadra de galeras de Nápoles para defender sus dominios costeros. La Orden de Malta –última de las grandes órdenes militares de las Cruzadas- seguía siendo uno de los principales aliados de España, y no había empresa contra el Turco en la que sus galeras no se hallasen juntas. De hecho en 1564 tomaron, para gran gozo de la cristiandad, el Peñón de Vélez de la Gomera, un famoso refugio de corsarios en el que éstos se detenían a arreglar sus naves y guardar el botín de sus correrías.  

Tras este suceso aumentó el odio. Los almirantes otomanos veían peligrar cada vez más sus negocios de Berbería, por lo que enviaron innumerables cartas al Gran Solimán solicitando que atacase la estratégica isla de Malta, el cuartel general de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, que era importantísima plaza y cabeza de puente del Mediterráneo.  

Solimán juntó en consejo a sus grandes capitanes, y finalmente decidieron atacar la isla. Inmediatamente, el Sultán le ordenó a Pialí Bajá, el almirante de su flota, que comenzara la juntanza de navíos, gente de remo, hombres de armas, artillería, municiones, bastimentos y todo el aparato necesario para la campaña. Read More

 A mediodía del 22 de marzo el sol se alzaba sobre el formidable castillo de San Telmo. La isla de Malta se preparaba para el sitio con ferviente actividad, ya que su gente estaba temerosa por las noticias del enorme aparato que traía la escuadra del infiel. Los príncipes cristianos –en especial el rey Felipe- y el Papa Pio IV habían prometido su ayuda, por la importancia que para sus reinos de Italia y el norte de África tenía que Malta no cayese en manos mahometanas.  

El Gran Maestre de la orden, el entrecano fray Jean de la Valette, caballero francés de la lengua de Provenza, supervisaba personalmente los revellines que se estaban construyendo para reforzar los fuertes de San Telmo y San Miguel.  

Se enviaron embarcaciones a reconocer las costas y se hizo juntar gran cantidad de ganado y grano en la plaza, así como quintales de pólvora y todo el recado necesario para fabricar municiones. En Génova se levantaron compañías de infantes y se enviaron a Malta. También otra compañía de napolitanos al mando del caballero Asdrúbal de Médicis. En suma llegaron dos compañías de soldados españoles al mando de los capitanes Juan de Cardona y Juan de la Cerda. 

Ante la inminente llegada de la flota otomana se realizó la última muestra. Defendían la plaza 500 caballeros de la orden y 100 criados; 400 españoles y unos 1200 italianos; más otros 3000 moradores de Malta, reunidos como tropa irregular. El paisaje resultaba muy colorido: los caballeros de San Juan vestían sus sobrevestas escarlata con la Cruz blanca. Los españoles,  papales y florentinos enarbolaban sus propios estandartes. Se veían armas de Castilla, blasones bordados con las llaves cruzadas de San Pedro, borgoñotas ricamente cinceladas, arneses damasquinados, muchas plumas y acuchillados, gran variedad de alabardas, arcabuces, morriones…  

El viernes 18 de mayo se divisó la llegada de la escuadra otomana a unas treinta millas hacia levante. 130 galeras, 30 galeotas, 9 mahonas, 10 bajeles, y 200 caramuzales portaban casi 30.000 efectivos entre Jenízaros de la guardia del Gran Turco, espahíes de turbante verde y blanca aljuba, leventes, moros y Cazis: temerarios aventureros de mar y de guerra que iban a veces vestidos con pieles de leones y plumas de aves rapaces. Traían una gran batería de artillería, municiones y provisiones para seis meses.  

Los turcos tardaron varios días en desembarcar su ejército, con gran estrépito de clarines, trompetas y atabales. La Valette había decidido que era mejor táctica esperar en los fortines, y desgastar poco a poco a los turcos con salidas fugaces de caballería, en espera de la llegada de refuerzos. Se repartieron los defensores por los baluartes del puerto y las plazas del Burgo, San Miguel y San Telmo. Entretanto, los turcos comenzaron a repartirse alrededor de la isla y a montar su artillería. Miles de plegarias se elevaban al cielo, de un bando y del otro, pidiendo la bendición de Dios para la batalla que se avecinaba. Malta se había convertido en la nueva Constantinopla.

 

 La Muerte de Dragut y el asalto a San Telmo 

Los generales otomanos Mustafá y Piali Bajá formaron consejo y decidieron que tenían fuertes suficientes fuerzas como para atacar todos los puntos de la Isla a la vez. Fue una de las pocas veces que estuvieron de acuerdo; ya que para suerte de los cristianos, pronto comenzarían serias desavenencias entre estos dos capitanes.

El lunes 28, los cañones turcos comenzaron a escupir sus proyectiles de fuego contra las defensas de San Telmo, la Ciudad Vieja, el Burgo y San Miguel. El estruendo espantoso del duelo de artillería parecía el apocalipsis. Era como si la tierra se estuviese abriendo para mandarlos a todos al infierno.  

Dragut, por su parte, se llegó con su armada a la cala de San Jorge para desembarcar a su gente. El cerco se estrechaba, los otomanos trabajaban como afanosas hormigas construyendo trincheras, baterías y parapetos. Dragut, que siempre estaba en primera línea dando órdenes,  se colocó en la contraescarpa de San Telmo para ver los progresos del sitio. Se percató de que los artilleros disparaban demasiado alto, así que comenzó a darles indicaciones para corregir el tiro. Con tan mala suerte que uno de estos cañonazos de prueba cayó cerca de donde él se encontraba, y uno de los pedruscos que se levantaron tras el impacto le hirió en la cabeza. Dragut murió poco después para gran alegría de todo el campo cristiano, que celebró una fiesta. Así fue el fin del renombrado corsario Dragut, el terror de Levante. 

Azorados por la muerte de uno de sus más bravos capitanes, los otomanos decidieron intentar el asalto a San Telmo y tendieron varios puentes hacia las murallas. Repetidas veces se lanzaron como una avalancha, y todas ellas fueron rechazados con horribles bajas. Pero los defensores también caían a cientos. Por la noche, varias fragatas llevaban a los heridos al Burgo para ser atendidos, y volvían al amanecer a San Telmo cargadas con nuevos combatientes de refresco, los cuales sabían que iban hacia una muerte segura.  

Poco a poco, en el fuerte ya no quedaron mandos ni hombres en condiciones de luchar. Las defensas ya no eran otra cosa que amasijos de escombros; no quedaba munición ni esperanza de socorro. A la luz de las hogueras los supervivientes se animaban recordando las hazañas de Castelnuovo y las Termópilas. Las aguas del Mediterráneo, teñidas ya de rojo, se lamentaban con un triste susurro.  

El 23 de junio, en vísperas de San Juan, salieron los turcos a dar el postrero asalto. La furia de este ataque y el agotamiento y escaso número de los defensores propició que los jenízaros tomasen el fuerte (o lo que quedaba de él)  

Los pocos caballeros que se mantenían en pie, acosados por todas partes y con sus banderas convertidas en harapos, vendieron cara su piel, peleando a espada, alabarda y daga en la puerta misma de la capilla, defendiendo la cruz hasta que sólo quedaron ocho supervivientes, los cuales fueron hechos prisioneros.  

Los turcos clavaron la bandera del Profeta en lo alto y celebraron la victoria. Les había costado más de 30 días y 6000 hombres tomar San Telmo. 

El Gran Maestre La Valette y el gobernador de la ciudad recibieron la noticia de la caída de San Telmo y la aniquilación de su guarnición con gran tristeza. Seguían llegando algunos refuerzos a la isla, pero eran demasiado pocos, y muchos eran interceptados por los turcos antes de lograr desembarcar. Los de Malta despacharon rápidamente una galera a Sicilia para informar al virrey don García de Toledo de la pérdida y solicitarle de nuevo socorro: sin su ayuda estaban perdidos.  

Se lanzaron entonces los otomanos contra la segunda línea de defensa. Realizaron un ataque anfibio contra el puerto del Burgo, a la vez que su infantería acometía el fuerte de San Miguel, situado al extremo de una lengua de tierra. Hubo un bravísimo intercambio de cañonazos entre la armada turca y las baterías del puerto, las cuales consiguieron hundir varios navíos y ahogar a muchos de sus tripulantes. El ataque por tierra también fue rechazado, así que los otomanos se retiraron y adoptaron otra estrategia.  

Decidieron bombardear el Burgo y Senglea con toda su artillería hasta que no quedase piedra sobre piedra. El fuego continuo fue espantoso (se tiraron más de 130.000 proyectiles) y cuando los bastiones quedaron suficientemente destruidos, Mustafá ordenó otro asalto masivo. Ahora ya casi podía saborear la victoria en sus labios.  

La tarde del 7 de agosto retumbaron los tambores y los gritos de guerra entre las piedras calentadas por el sol. Miles de arcabuces y espingardas tronaron por doquier. Los jenízaros, espahíes, chacales…, la morería entera, erizada de hierro, se lanzó dispuesta a devorarlo todo con su postrero asalto. La lucha fue terrible. Los turcos consiguieron sobrepasar las murallas de la ciudad y se enzarzaron en una brutal refriega contra los defensores. Incluso el Gran Maestre La Valette, pese a tener 70 años, peleaba con alabarda en primera fila, aguantando el peso de su armadura. «¡Vamos a morir todos peleando, caballeros míos, que hoy es el día!» arengaba a sus hombres. Las bajas fueron espantosas en ambos bandos; pero los otomanos eran muy superiores en número y la victoria les parecía segura. Sólo era cuestión de tiempo y los defensores acabarían siendo aniquilados, abrumados por el empuje de la avalancha.  

De pronto sucedió algo típicamente romántico y caballeresco. El capitán de caballería Vincenzo Anastagi reunió a un grupo de valientes y, saliendo por un lateral del Burgo sin ser visto, arremetió contra el campo enemigo, desorganizando su retaguardia, causando tal confusión que el ataque se detuvo y los turcos comenzaron a tocar retirada. La ciudad se había salvado milagrosamente. 

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 El esperado socorro y la retirada turca 

La desesperación estaba consumiendo al ejército otomano. Sus comandantes, totalmente alienados, ya se odiaban entre sí y se culpaban unos a otros del fracaso. Sus bajas se contaban por miles, casi no les quedaba munición y, para colmo, había llegado la noticia de la llegada de un socorro cristiano procedente de Sicilia. Las tentativas de tomar Malta eran cada vez más débiles y las ideas más peregrinas. Los ingenieros turcos trataron de utilizar una enorme torre de asedio, pero los malteses la hicieron volar por los aires con una mina. 

A principios de septiembre, ante la imposibilidad de tomar la isla, los turcos decidieron retirarse.

 Comenzaron a desmontar las tiendas, recoger banderas, desmontar cañones y desamparar trincheras. Sus naves comenzaron a embarcar mucha gente, y otra se marchó en orden por tierra, quemando a su paso los caminos. 

En tal sazón llegó la armada cristiana procedente de Sicilia con el almirante don Álvaro de Bazán a la cabeza. 8000 cristianos desembarcaron en la bahía de San Pablo y emprendieron la marcha para interceptar la retaguardia de la columna otomana. Los comandantes turcos, mal informados por un renegado granadino, creyeron que el socorro tan sólo era una pequeña fuerza de avanzadilla, por lo que ordenaron a sus huestes dar media vuelta y formar en línea de batalla.  

El afamado maestre de campo español Álvaro de Sande, al mando de un escuadrón de infantería española –del cual, muchos componentes eran veteranos de las guerras contra los franceses y luteranos- y otro escuadrón de infantes italianos, arremetió contra los turcos con tanta decisión y bravura, que éstos arrojaron sus banderas y huyeron. Los desmoralizados otomanos abandonaron el campo y su empeño, y el día 12 de septiembre sus naves se perdían en el horizonte. La isla de Malta y la cristiandad entera se habían salvado. 

Epílogo 

El desastre le costó al Imperio otomano más de 20.000 bajas y una importante pérdida de prestigio. Aun así, y gracias a sus recursos casi ilimitados, continuaron siendo un peligro constante en el Mediterráneo hasta bien entrado el siglo XVII.  Un año después de los sucesos de Malta, Solimán el Magnífico falleció de una apoplejía durante el asedio al castillo de Szigétvar, en Transilvania. Aquello también supuso un duro golpe para el Imperio; pero su descendiente, Selim II, continuó incansable su guerra contra las potencias cristianas, lo que desembocó, en 1571, en la batalla de Lepanto. «La más alta ocasión que vieron los siglos»

FORO DE DISCUSIÓN

 

El Siglo de Acero