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Capítulo I: El Lejano Origen

Todo el mundo hoy en día, e incluso los mismos estadounidenses, fecha el nacimiento de los Estados Unidos de América con la Declaración de Independencia de 1776. Craso error, pues los partidarios de crear una nación eran entonces aún minoritarios, y lo que existía eran trece Estados que se habían declarado independientes, tanto de Inglaterra como entre sí. Y si habían creado las instituciones del Ejército Continental y el Congreso Continental para coordinar su defensa ante la malhumorada reacción británica, lo habían hecho a título provisional. Pero la guerra con los ingleses demostró su utilidad y, para su final, la opinión en favor de crear una construcción supraestatal era ya mayoritaria. Lo que sin embargo no bastaba para allanar las dificultades, pues los recién independizados Estados, y sus intereses, eran muy divergentes.

Así, en su extremo Norte, los cinco estados de New England o Nueva Inglaterra, (New Hampshire, Rhode Island, Massachusetts, Connecticut y New Jersey), vivían vueltos hacia el mar, siendo sus principales actividades la navegación, la pesca, el comercio y alguna industria. Y en cambio en el extremo meridional Georgia y South Carolina, germen del futuro Deep South o Sur Profundo, basaban su economía en el cultivo de plantación.

Entre estos dos extremos se encontraban otros seis estados, tres de ellos muy importantes. El más norteño de los últimos era New York, dotado de un interior extensísimo, pero no muy rico, y cuyas principales actividades semejaban las de New England, salvando la pequeña importancia de la pesca, (su litoral naval era angosto), y con el interesante añadido de las finanzas, pues como antigua colonia holandesa mantenía contactos con la importante plaza financiera de Amsterdam.

El segundo Estado importante, más al Sur, era Pennsylvania, casi sin salida al mar pero de interior extenso, y que poseía industria, comercio, minería y una agricultura progresiva, estando además interesada en la colonización. Y el tercero era Virginia, el más extenso y poblado, con una economía ecléctica y dotada de la mayor experiencia política, militar, administrativa y colonizadora.

Había sido Nueva Inglaterra la que llevara la parte conspiradora de la rebelión, pero después Virginia había hecho el grueso de la aportación en hombres, medios y cuadros al Ejército Continental, y de diplomáticos al Congreso Continental. Su prestigio era por ello enorme y, de hecho, de los tres Estados restantes, Delaware y Maryland entre Pennsylvania y ella, y North Carolina entre ella y South Carolina, los dos últimos estaban muy sometidos a su influencia, e incluso Delaware la experimentaba, aunque parcialmente contrarrestada por la de Pennsylvania.

Ante tanta diversidad, y habiendo desaparecido la amenaza inglesa, todas las tendencias centrífugas reafloraban, y la construcción de la Nación americana no resultó fácil. Se empezó por poner por escrito un acuerdo mínimo, el llamado “proyecto de Confederación de los Estados” y luego se redactó una Constitución de los Estados Unidos de América, que cada Estado debía ratificar antes de ingresar en la Unión. Y desde los primeros momentos, una de las mayores fuentes de polémica la constituyó la institución de la Esclavitud.

La mayoría de las grandes naciones de la antigüedad habían considerado a la Esclavitud imprescindible en un mundo escaso de energía. Pero precisamente la civilización europea occidental, que tenía sus raíces en una edad media de población escasa y dispersa, había iniciado pronto (al menos desde la invención medieval del molino de viento), el camino de sustituir brazos humanos por artilugios. Y, precisamente, esa tendencia alcanzaba su clímax a fines del Siglo XVIII con el inicio de la Era de la Máquina.

Por eso los progresistas de aquellos días, (y la rebelión americana había sido, desde luego, un “trabajo” de progresistas), tenía prácticamente como una señal de identificación el propugnar la abolición del sistema esclavista. En la época colonial tan sólo la siempre inquieta Rhode Island y la cuáquera Pennsylvania poseían reglamentaciones que prohibiesen la esclavitud, pero para cuando la cuestión se planteó también el resto de Nueva Inglaterra, y New York, la habían proscrito.

En sentido contrario, desde cien años atrás había ido haciéndose cada vez más claro que las plantaciones podían dar buenos beneficios empleando trabajo esclavo máxime si los esclavos eran de una etnia peculiar, que facilitase su identificación y abaratara su vigilancia. (Y, en una demostración muy clásica de como suelen actuar la ciencia y la religión cuando hay olor a dinero en el aire, eso había provocado una ola de brillantes doctrinas científicas y teológicas, que tendían a demostrar que el negro africano tenía un umbral de dolor más bajo que el europeo, pertenecía a otra subespecie, y desde luego carecía de alma).

Pero los cultivos de plantación por entonces más productivos, (azúcar, café y cacao), apenas se daban en las antiguas colonias, cuyas plantaciones eran ante todo de algodón, tabaco y algo de arroz. Y eso dio oportunidad a que, en los Estados de la zona intermedia, las ideas hicieran frente a las nociones de puro beneficio. Nadie pretendía una abolición repentina, que hubiera arruinado a muchos grandes propietarios y provocado un caos social, pero grandes personajes del nuevo régimen que eran a la vez importantes propietarios de esclavos, (como George Washington, ex-Comandante Supremo del Ejército Continental y luego primer Presidente, o Thomas Jefferson, que dirigió la redacción de la Constitución y fue luego tercer Presidente), eran partidarios de la abolición gradual.

Pero en Georgia y South Carolina no había muchos progresistas, (su aportación a la rebelión fue por cierto escasa), y todo su entramado económico dependía de la plantación, aunque no fuera muy rica. Por ello sus exigencias para aceptar la Constitución fueron muy claras. Primero, y aunque algunas de sus declaraciones iniciales pareciesen exigirlo, aquella no podía contener la condena explícita de la esclavitud. Segundo, para asegurar que ésta no quedara proscrita por puro funcionamiento de mayorías al día siguiente del ingreso de ambos estados en la Unión, las Cámaras Federales habían de tener obligatoriamente el mismo número de representantes de estados esclavistas y libres.

Ante estas exigencias, Virginia abandonó la disputa sobre la esclavitud y la aceptó en sus leyes, seguida por Delaware, Maryland y North Carolina, quedando configurada una futura Unión de siete estados “libres” y seis “esclavistas”. Pero aún así subsistían problemas.

En el Congreso, la representación iba a ser por población, teniendo los estados esclavistas algo más de la mitad de la población de los trece estados si se contabilizaba a los esclavos, y algo menos de la mitad si sólo se contaba la población libre. Ahí se alcanzó el acuerdo haciendo que, a efectos de representatividad, un esclavo “pesara” 3/5 de un hombre libre. Eso suponía que el voto sureño tuviese algo más de peso que el del Norte, (pues los esclavos no votaban), pero se consideró compensado haciendo que las aportaciones a la Hacienda Federal, que era también por población, siguiesen la misma regla. (Ya que con aquéllas plantaciones poco prósperas, un esclavo era de seguro menos productivo que 3/5 de un hombre libre, eso suponía verter alguna carga fiscal adicional sobre los libres de los estados esclavistas).

El Senado era un problema espinoso, porque en él la representación era de dos senadores por Estado, y los estados libres iban a ser en breve ocho. (Green Mountain o Vermont, territorio de colonización al Nordeste de New York, quería independizarse de éste desde antes de 1776, y se convertiría en el octavo). Al fin se acordó que Tennessee y Kentacky, territorios colonizados por Virginia hacia el Oeste, serían admitidos cuanto antes como Estados esclavistas, (aunque aún no hubiese plantaciones en ellos).

Y, con la adhesión de los Estados, es como nació Estados Unidos de América, dotándose para su administración central del llamado Distrito Federal de Colombia, que se situó en antiguas tierras de Maryland pero junto al río Potomac, Desde la otra orilla, virginiana, lo dominaban las colinas de la gran finca de Arlington, solar de los Washington, que pronto dejaron su apellido como nombre a la capital federal.

Se ratificó los acuerdos sobre la esclavitud fijando su límite en la “Línea Mason-Dixon”, que deja al Norte Pennsylvania y al Sur, y de Este a Oeste, Delaware, Maryland y Virginia. Se aceptó después como Estados a Vermont en 1793, Kentucky en 1792 y Tennessee en 1796, y la línea se prolongó siguiendo el curso del río Ohio hasta su desembocadura en el Mississippi, y su otra orilla era por entonces territorio francés.

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El Siglo XIX se inició con la admisión del Estado libre de Ohio en 1802, y enseguida con la compra a Napoleón de los territorios franceses, en cuyo extremo meridional se creó en 1812 el Estado esclavista de Louisiana. Comenzaban a chirriar sin embargo algunos engranajes de la joven nación. Así, la falta de coordinación y chapucería con que se hizo una segunda guerra a los ingleses, en 1812-15, indicó un insuficiente desarrollo de la autoridad central. Y, además, los estados esclavistas comenzaban a adquirir unos extraños aires agresivos.

 Si anteriormente habían aguardado con paciencia a que la paridad en el Senado se restableciese, tras las admisiones de Vermont y Ohio, ahora, a la admisión del Estado libre de Indiana en 1816, replicaron en el acto con la del esclavista Mississippi en 1817, y a la de Illinois en 1818 con la de Alabama en 1819. Y el problema se agrió cuando, al recibirse al Estado libre de Maine en 1820, anunciaron la candidatura de Missouri como Estado esclavista.

 Cierto que Missouri había recibido hasta entonces más colonos del Sur esclavista que del Norte, pero medio Missouri estaba al Norte de la latitud de la línea Mason-Dixon, y más de tres cuartas partes al Norte de la desembocadura del Ohio. Además la ciudad de Saint Louis era la base de los cazadores y tramperos de la Gran Pradera, el Plateau, las Rocosas y el Noroeste. Y, teniendo los sureños ya una base para la colonización del Sudoeste en Natchez, (Mississippi), se temía que trataran de arrogarse algún tipo de monopolio sobre el país al Oeste del Mississippi. Así que la lucha en las Cámaras fue dura, más aún puesto que el Norte, cuya población estaba aumentando más aprisa que la de sus rivales, tenía ya más representantes en el Congreso. Las actitudes se endurecieron, y los sureños llegaron cerca de la ruptura, hablando por primera vez de Secesión. Fue al fin Henry Clay, luego apodado “El Gran Compromisario”, el que logró un acuerdo final sobre la base del que se llamaría “Compromiso de Missouri”.

Este consistía en permitir al Sur sus pretensiones sobre Missouri, a cambio de que se comprometiera a no crear ningún Estado esclavista más, en los antiguos territorios franceses, al Norte de los 36 grados 30 minutos. Missouri se convirtió así en el vigesimocuarto Estado de la Unión en 1821, pero en esa Unión había ya una fisura.

 La causa del endurecimiento de la postura sureña, en los últimos años, había que buscarla en Europa. Allá Inglaterra, cuya actividad manufacturera venía creciendo de antiguo, estaba deviniendo el primer Estado Industrial moderno. Esa Revolución Industrial se apoyaba, a través del invento del telar mecánico, en el textil. Y otro invento, la desmotadora de algodón, puso su acento en este último producto.

 Hacia 1810, el abaratamiento de estas manufacturas las puso al fin al alcance de la propia clase trabajadora, y se produjo el salto cualitativo que consagró la definitiva “puesta en órbita” de la Inglaterra industrial. Y todo ello supuso un fuerte tirón de la demanda mundial de algodón, con la consiguiente subida de sus precios internacionales.

 De golpe, las lánguidas plantaciones sureñas devinieron la gallina de los huevos de oro, y se extendieron por doquiera que la esclavitud estuviese permitida. Las exportaciones norteamericanas de algodón pasaron de 178.000 balas anuales en 1810 a 3.850.000 en 1860 y, mientras la población de la Unión se cuadruplicaba en el mismo periodo, (lo que no es ya poca hazaña), su población esclava se multiplicó por ocho. (Y ello pese a que Inglaterra había prohibido la trata, y la temida Royal Navy adoptaba medidas militares cada vez más duras ante los negreros).

 Bajo un creciente chorro de dinero, el Sur floreció de mansiones señoriales, donde los plantadores llevaban una vida de lujo y prestigio, rodeados de refinamientos importados de Europa. Ahora, la regla de los 3/5 favorecía al Sur: de un lado, cuanto mayor fuese la proporción de esclavos mayor era la diferencia de “peso” entre sus votos y los de los ciudadanos de los Estados libres, y de otro los esclavos de las plantaciones, que cotizaban en la fiscalía federal 3/5 de un ciudadano blanco, resultaban más productivos que la mayoría de ellos. Se comprende que los sureños reaccionasen ante cualquier amenaza aun remota a un estado de cosas para ellos tan envidiable.

 Sobre todo en el Deep South, las endebles clases medias sureñas se pusieron incondicionalmente al servicio de los plantadores, aumentando mucho la proporción de profesionales que dependían más o menos directamente de ellos. En cuanto al pequeño campesino, en principio ajeno a este carrusel, la lógica de la situación tendía a empobrecerle hasta que, idealmente, vendiera su tierra a las plantaciones y se fuera al Oeste a colonizar formando nuevos Estados esclavistas.  Mas la presión era suave, y no llegó a brotar un antagonismo entre él y el plantador. Antes bien y sobre todo en el Deep South, muchos de ellos parecían bobalicónamente complacidos con las nuevas glorias de sus Estados, y aun con lo que en lengua castiza llamaríamos “el rumbo y el tronío” de las enriquecidas clases altas.

 El poder de los plantadores era pues inmenso, y muchos de ellos habían comprendido que, formando grupos de presión política bien integrados, podían convertirse en árbitros de la política nacional. Los más extremistas no consideraban esto una circunstancia afortunada, sino que invocando un presunto carácter aristocrático de su forma de vida, lo convertían en una prerrogativa irrenunciable. John Caldwell Calhoun, hacendado y político surcarolino que sería el padre espiritual de La Secesión, (aunque no llegó a vivirla), así lo enunció en una conversación nocturna junto al fuego, tan pronto como en 1812. Y llegó a añadir que, si la Unión les ponía trabas, estaban dispuestos a destruirla.

 Pero a la poderosa clase dirigente sureña no se le ocurrió que la misma Revolución Industrial que la había alzado crease las armas para derribarla. Y es que, mientras el despegue industrial inglés se afianzaba, comenzaban a salirle imitadores, primero en Bélgica y después en Francia, varios Estados de la aún desunida Alemania y en los Estados americanos al Norte de la línea “Mason-Dixon”. No era sino los primeros estremecimientos de esta industrialización lo que estaba atrayendo más emigrantes al Norte que al Sur, y en definitiva le había ganado la ventaja en el Congreso para la época de la Crisis de Missouri.

 La colonización al estilo del Norte estaba dando lugar a un interior de granjas de tamaño medio-grande que, ante la escasez de manos, eran cultivadas con métodos agrícolas avanzados, y daban excedente suficiente para mantener una demanda creciente de, por un lado, aperos y maquinaria sencilla, y de otros bienes de consumo duradero poco sofisticados. Como la tendencia a sustituir brazos por aperos era irreversible, (los salarios eran siempre relativamente altos, ante la proximidad de una frontera móvil que invitaba al asalariado descontento a mudarse en colono), la escena estaba dispuesta para iniciar la industrialización.

 El capital preciso se obtuvo de varias fuentes. Parte del propio excedente agrícola, canalizado parcialmente a través de una red de pequeños bancos campesinos. Parte de los capitales acumulados por el comercio en las costas. Y finalmente se obtuvo inversiones considerables de capital europeo, sobre todo a través de los contactos de New York City con Amsterdam. (Y con los beneficios de su intermediación, la ciudad se dotó de una excelente red de comunicaciones con el interior, que la convirtieron en el gran puerto comercial del Este y la mayor ciudad del país).

 Para 1830 el proceso se había autoacelerado, alcanzando volumen suficiente para que el Gobierno Federal intentara apoyarlo con un arancel proteccionista. Los plantadores, que eran exportadores de materias primas e importadores de bienes de lujo, y por tanto librecambistas, se encresparon, y John C. Calhoun saltó a la palestra abandonando la Vicepresidencia, que ejercía por segunda vez, para ponerse a su frente con la llamada “Doctrina de la Nulificación”.

 Esta aseguraba que los Estados, que habían firmado el Proyecto de Confederación y la Constitución como entes soberanos, seguían siendo los sujetos de la soberanía, y la Unión solo era un acuerdo temporal; de ello, tendrían derecho a declarar nula en sus territorios cualquier ley federal que considerasen les perjudicaba inclusive su propia permanencia en la Unión, lo que les daba derecho a secesionarse.

 Como la mayoría de la clase alta de la Unión, y de la Judicatura de alto nivel, era sureña o estaba en una u otra forma hipotecada con el Sur, en los años siguientes se dictó mucha jurisprudencia favorable a la doctrina de la nulificación. Tanta, que muchos investigadores del Siglo XX que han estudiado el problema a través de la jurisprudencia, tienden a darle crédito. En realidad no lo merece pues, pese a las pequeñas corrupciones judiciales, no hay aquí más referencia posible que el texto del Proyecto y el de La Constitución. Y éstos son terminantes:

El Proyecto empieza por definir la “Confederación” como eterna, y no temporal, y la Constitución, en su primer párrafo, deposita la soberanía en el pueblo y no en los Estados. Y los mismos sureños sabían que sus asertos carecían de base jurídica real, como quedó claro 30 años después, cuando su rebelión les permitió bajar las máscaras. Así, en la Constitución de su Confederación, (casi enteramente calcada de la unionista), tuvieron buen cuidado en cambiar la famosa frase inicial, “We, the People of the United States”, por una más calhouniana, “We, the Representatives of the States”.

 En medio de esta crisis de interpretación constitucional South Carolina, que había solicitado sin éxito ser dispensada del arancel, anunció que lo declaraba nulo, y estaba dispuesta a ejercer su derecho de nulificación para dejar la Unión si ésta intentaba obligarle a aceptarlo. Esperaba sin duda ser secundada por otros Estados del Deep South, pero su intento de rebelión topó en dos escollos.

 Primero, su decisión debía mucho a su sistema de representación, único en La Unión. En efecto, en South Carolina los ciudadanos sólo votaban una vez por legislatura, y a bajo nivel. Sus representantes se encargaban en adelante de elegir a todos los demás representantes y autoridades, y los votantes de la elección presidencial. Eso dejaba en la práctica la política en manos de un pequeño grupo de profesionales, que además acordaban siempre sus posturas antes de pronunciarse, actuando siempre como un bloque. Muchos envidiaban el peso que estas prácticas daban al estado surcarolino en los asuntos nacionales, pero la contrapartida era que tal sistema concedía a una mayoría simple poderes de dictadura.

 Así había podido South Carolina organizar tan rápidamente su rebelión, pero los seguidores de su postura en otras Estados no tenían tales facilidades. Y no sólo no pudieron seguir el ejemplo, sino que a menudo se mostraron resentidos por la forma en que los surcarolinos les habían puesto sin aviso entre la espada y la pared.

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Andrew Jackson

El segundo escollo que halló la aventura surcarolina fue la actitud del Presidente, General Andrew Jackson, que al primer rumor de Secesión envió a Charleston, principal puerto de South Carolina, tres buques de guerra y un buen contingente de tropas. Esto calmó mucho a los surcarolinos y despojó de ideas belicosas a sus amigos en otros Estados.

 Aún salió Calhoun con otra teoría peregrina, objetando que era “tiránico e indigno” que la Unión hiciese la guerra a uno de sus propios Estados. De nuevo iba a tener apoyo jurisprudencial, y de nuevo sin fundamento alguno. Pues, si South Carolina no tenía derecho a secesionarse, era un territorio rebelde, que debía ser sometido. Y si lo tenía  era un país extranjero, y uno que acababa de ofender a la Unión abandonándola, y que se había quedado con territorios, población y riquezas que antes pertenecieran a aquélla. (Y Calhoun y sus amigos, que llevaban años presionando al Gobierno Federal para que hiciese la guerra ahora al decaído Imperio Español, ahora al caótico estado de México, que nunca habían ofendido a la Unión, para arrebatarles territorios, poblaciones y riquezas que nunca habían sido de la Unión, eran los últimos que pudiesen negar la existencia de un “casus belli” contra él).

 Ante las acusaciones de Calhoun, Andrew Jackson se limitó a asestar firmemente que su fuerza no estaba en Charleston para hacer la guerra a South Carolina, sino para asegurar el cumplimiento de la ley federal, y si South Carolina la  atacaba para impedirlo, sería ella la que haría la guerra a La Unión. Ante su firmeza, los rebeldes arriaron velas, y aquélla crisis se dio por cerrada.

 Realmente el Presidente Jackson podía haber sacado más provecho del momento psicológico, desprestigiando a Calhoun y sus seguidores, pero sucedía que éstos provenían de su propio Partido, (el antiguo “Partido Republicano” de Thomas Jefferson, ahora llamado “Demócrata Republicano”), y no quería vapulearles demasiado para no debilitarlo. Calhoun y los suyos aprendieron la lección y renunciaron al enfrentamiento abierto. En cambio y con los grandes apoyos de que disponían, hicieron intensa propaganda de sus ideas en el Sur, que las fue aceptando, y crearon un fuerte y bien coordinado grupo de presión en el Partido, que pronto se llamaría “Demócrata” a secas.

 Para 1840, el Norte avanzaba francamente por la senda de la industrialización, atrayendo el grueso de los emigrantes, mientras el Sur hacía frente a un cambio en el mercado. En efecto, la capacidad del textil para promover el desarrollo industrial parecía estar llegando a su límite, y la propia Inglaterra se había embarcado en una segunda fase industrial basada en la siderometalúrgica y la creación de una red ferroviaria. Y otros países en vía de industrializarse, como Francia, Alemania o los Estados norteños, pasaban de inmediato a esa fase tratando de acortar distancias. Lo que moderó la demanda mundial de algodón.

 Los precios internacionales de este producto se estabilizaron y aun bajaron, y la clase dirigente sureña, alarmada, tendió a apiñarse más aún políticamente. Esa tendencia permitió al fin a la gente de Calhoun hacerse la primera fuerza política del Sur, desplazando a los más moderados,  en general dirigidos por los virginianos.

Desde 1821, sólo habían ingresado en la Unión el estado esclavista de Arkansas en 1836 y el libre de Michigan en 1837, pero para la década de 1840 el Norte había preparado las candidaturas de Iowa y Wisconsin como Estados libres, y el Sur tenía sus contrapartidas en la pantanosa Florida y la aún independiente Texas.

 Florida había sido cedida en 1819 por un Imperio Español exhausto y en pleno caos, tras un largo tratamiento de presiones y amenazas, y la ocupación por tropas estadounidenses de su zona septentrional durante los últimos anos. Pero después había resultado un territorio problemático a causa de su clima insalubre y la fiera resistencia de los indios seminole. (Sin embargo recién llegados, a quienes los propios estadounidenses habían impulsado a penetrar en Florida una generación atrás).

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Billy Bowlegs

Los norteamericanos, que habían escarnecido a la minúscula fuerza militar española en Florida por no ser capaz de “meter en cintura” a estos indígenas, encontraron que ellos tampoco lograban hacerlo con fuerzas de a menudo más de 2.000 soldados, aun en los llamados “periodos de paz”, y mayores aún en las afamadas Guerras Seminole. Pero en la Segunda Guerra Seminole de 1836-42 lograron bastante pronto capturar al brillante jefe Osceola, (utilizando desde luego la traición y el perjurio), y finalmente empujar a los seminole, que pocas veces pasaron de 1.000 guerreros, con una gran ofensiva que empleó 20.000 hombres, hasta enterrarlos en lo más hondo de los pantanos Everglades

 Tras eso el territorio se consideró pacificado y preparó su candidatura a Estado. (Un poco prematuramente, pues hubo aún una Tercera Guerra Seminole y la última partida importante, la del jefe Opothlegahola o “Billy Bowlegs”, no sería capturada hasta 1857. Incluso después de esto quedaron unos 150 seminole escondidos en los bosques, realizando ocasionales acciones de guerrilla (en una de éstas sería herido de muerte, ya en vísperas de la Guerra Civil, el doctor Powhatan Cabeli, hermano del futuro general confederado William Lewis Cabeli). El coste económico de la pacificación de Florida fue astronómico, y el Ejército sufrió miles de muertes, aunque más por dengue, disentería, cólera y fiebre amarilla que por acción del enemigo.

 Por su parte, Texas se había independizado de Méjico en 1836, con una masiva ayuda orquestada por Andrew Jackson. No había sin embargo ingresado enseguida en la Unión por dos razones. Una, que el Norte no quería tal gigante esclavista en la  unión hasta haberle buscado contrapartida. Dos, que siendo Inglaterra a la vez el principal cliente del algodón sureño y el más declarado enemigo de la trata, la compra de cargamentos de esclavos por el Sur estaba dando lugar a situaciones delicadas que una Texas independiente podía evitar, haciendo el papel de “mala” al comprar los esclavos, para pasarlos después al Sur de contrabando. Pero estas motiva clones estaban desapareciendo, pues de un lado el Norte tenía ya sus contrapartidas, y de otro la intermediación de Texas en el tráfico de esclavos perdía importancia al disminuir drásticamente aquél. (Ocurría que, al otro lado del Océano, La Royal Navy había comenzado ya a desembarcar en la costa africana y derribar los  reinos de los “mongos” esclavistas, cuya colaboración era casi imprescindible para los negreros).

 Texas, Florida, Iowa y Wisconsin fueron recibidos por tanto como nuevos estados en la década de 1840. Pero entre tanto, en 1844, había alcanzado La Presidencia de la Unión el demócrata James Knox Polk, discípulo de Jackson, que tenía grandes planes para engrandecer el Sur.

 Existía por entonces un contencioso entre Estados Unidos y el Imperio Británico por el llamado Territorio de Oregón, que iba de la California mexicana al bosque ártico. Los británicos pretendían que se prolongara la frontera anterior entre la Unión y su Dominio del Canadá, lo que les daría dos tercios del territorio en disputa. Pero los Estados del Norte habían colocado ya en él varios miles de colonos, y como la contrapartida canadiense sólo eran unos pocos tramperos y factorías, consideraban merecer una tajada más grande del pastel.

 Pero Polk empleó sus aspiraciones sólo para chalanearlas, cediendo a todas las exigencias inglesas a cambio de manos libres en la frontera mexicana. Y lograda esta concesión, se apresuró a provocar al gobierno mexicano incitando a Texas a exigir que la frontera se situase en el Río Grande, muy al Sur de la clásica de la Texas mexicana en el Río Nueces, y apoyando tan rapaz exigencia con el envío de tropas mandadas por el General Zachary Taylor, recientemente distinguido en la Segunda Guerra Seminole. En cuanto el gobierno azteca cayó en la provocación, enviando también tropas a lo que se llamaría la “Franja del Río Nueces”, la suerte estuvo echada.

 En efecto, al primer choque la prensa jingoísta estuvo preparada para armar un gran escándalo secundado por el Gobierno, que acusó a México de haber “invadido territorio de la Unión y atacado a sus fuerzas armadas”. De inmediato se declaró la guerra a La República Mexicana, se llamó a miles de voluntarios y Taylor, con un ejército, invadió territorio mejicano al Sur del Río Grande, mientras otras fuerzas penetraban en el enorme y semi-despoblado Noroeste de México, (que era el verdadero objetivo de la guerra). Finalmente y para obligar a los mexicanos a darse por vencidos, otro ejército mandado por el Jefe del Estado Mayor, General Winfield Scott, desembarcó en Veracruz y penetró hasta ocupar la capital.

Dado que la clase dirigente mejicana no se atrevió a explotar el posible carácter de guerra popular del conflicto, y la neta superioridad estadounidense en equipo, artillería de campaña y, en general, mando, para 1848 los mejicanos habían aceptado la derrota, firmando el Tratado de Guadalupe Hidalgo, en el que cedían a la Unión más de la mitad de su territorio, si bien en general se trataba de zonas poco pobladas.

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Territorio cedido en el Tratado de Guadalupe-Hidalgo

El botín de aquella exitosa rapiña fue, aparte de la maleada Franja del Nueces, el territorio que luego constituiría los estados de California, Nevada, Utah, Colorado, (a falta de su zona Sur, por entonces conocida como “Arizona” o “Mesilla”), Arizona y Nuevo Méjico. Con ello, los sureños creían haberse asegurado un respiro frente al desarrollo del Norte. Porque, en efecto, casi todas éstas zonas estaban situadas al Sur de los 36 grados, 30 minutos, tenían mejor clima que las zonas de colonización norteña, y poseían algunas poblaciones pacíficas y el esquema de una red de caminos.

 El más importante de éstos era el llamado Butterfly Overland Stage o, en poético castellano “Sendero de la Mariposa”, que llevaba del Río Grande a las mismas playas del Pacífico. Cruzaba tierras agrestes y peligrosas, pero tenía intercaladas poblaciones pacíficas, donde una caravana podía detenerse a descansar, contratar guías locales o pedir informes, e incluso conseguir los servicios de médicos y herreros.

 Desde el punto de vista del colono, que viaja sin prisa con su familia, era netamente superior a las rutas de Oregón y California, más cortas pero más hazarosas, que los colonos norteños venían usando. En ellas y saliendo de Westport (Missouri), o Leavenworth (Territorio de Kansas), la caravana viajaba una enorme distancia en mitad de la nada hasta alcanzar el también semi-despoblado Oregón o, torciendo al Sur, cruzar enormes montañas o dar un interminable rodeo para llegar a California.

 El cálculo de los sureños era que,  siendo ahora California con mucho el destino más deseable, casi todos los colonos, incluyendo los del Norte, utilizarían el Sendero de la Mariposa, muchos se quedarían por el camino y, en conjunto, acabarían creando  Estados al Sur de los 36 grados 30 minutos de latitud.

  Pero sus cálculos se fueron al traste cuando, apenas seca la tinta del Tratado de Guadalupe Hidalgo, se encontró grandes cantidades de oro en California. En el acto, en la famosa Fiebre del Oro californiana, un ejército de aspirantes a millonario se puso en marcha hacia allí. Y éstos  no eran colonos con sus familias, sino hombres solos  espoleados por la codicia, cuya única consideración era la prisa. Muchísimos llegaban en barcos, dando la vuelta al continente americano o desembarcando en la Costa de los Mosquitos para cruzar el istmo de Panamá y reembarcarse en la costa del Pacífico, Y cuantos llegaban por tierra lo hacían por la ruta más rápida, por el Norte y cruzando las montañas, (donde cierta proporción de ellos se dejaron la vida).

 Y aquí naufragaron las esperanzas del Sur porque, con decenas de miles de hombres utilizando anualmente esta ruta, no hubo más remedio que protegerla con puestos militares y acuerdos con los indios, y aparecieron puntos de servicio a lo largo de su recorrido. Con lo que, siendo la más corta, devino pronto segura, y se convirtió también en la favorita de los colonos. Y, aun antes de que este contratiempo llegara a cristalizar, la Fiebre del Oro californiana creó una situación aún más alarmante para los sureños.

 En efecto, la primera gran invasión de buscadores de oro se produjo ya en 1849, (de lo que se apodaría a los buscadores veteranos “fortyniners”), y un censo de ese año reveló que, con tan masivas llegadas, California ya poseía suficiente población blanca para ser aceptada como Estado de la Unión, cosa que los “nuevos californianos” solicitaron de inmediato. Pero ocurría que casi todos los recién llegados procedían del Norte, o de Europa, (donde la esclavitud era ya una institución tan olvidada como el sombrero de tres picos y el culott), y California iba a ser un estado libre, rompiendo al fin aquella paridad en el Senado tan celosamente guardada por el Sur durante sesenta años.

 Los sureños se opusieron desesperadamente a esa entrada, alegando que la famosa línea de latitud cruzaba California, y que por tanto había dos Estados, libre y esclavista. Sólo que como el oro estaba al norte de la línea, toda la población nueva se encontraba en esa zona; además estos nuevos pobladores consideraban el sur del territorio su despensa, (el oro no se come), y se negaban a verse separados de ella por una frontera que no había existido bajo Méjico.

 Henry Clay, ahora prohombre del Partido Whig, (la oposición a los demócratas), trataba de que la decisión fuera dejada a los californianos, para lo que había lanzado el lema “Soberanía Popular”. John Calhoun, frenético, volvía a poner sobre el tapete la idea de la Secesión. También elaboró el contralema de “Soberanía Ilegal” para oponerlo al de Clay, pero sin éxito. (Trataba de resaltar que, como recién llegados no asentados, los nuevos californianos no hubiesen tenido voto en casi ningún Estado avanzado, pero todo el mundo sabía que esas reglas no solían aplicarse en las zonas fronterizas, donde Calhoun y su grupo habían sido los primeros en hacer su antojo apoyándose en el voto de “recién llegados no asentados”).

 Complicando aún más las cosas para el Sur, la cínica manipulación del Presidente para llegar a la guerra con Méjico había desprestigiado en el Norte al Partido Demócrata, haciéndole perder tantos votos que los Whig acababan de obtener una holgada victoria en las elecciones de 1848. No es que el Partido Whig fuera abolicionista, (lo que quedaba para el extremista Free Soil), y había tratado de parecer aún más moderado llevando como candidato a la Presidencia al General Zachary Taylor, que aparte de ser ya un héroe nacional, poseía grandes plantaciones y muchos esclavos en Louisiana. Pero, como muchos militares, Taylor resultó ser decididamente opuesto a la Secesión.

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Zachary Taylor

Zachary Taylor, que acababa de tomar posesión de su cargo en 1849, era un tipo pintoresco, que en campaña compaginaba a menudo una vieja levita de uniforme con el resto del atuendo de un granjero acomodado, (sombrero de paja, chaleco rojo y pantalón de mil rayas), y para colmo, montaba muchas veces a la amazona, objetando que con sus cortas piernas el montar a la jineta le era muy incómodo. Pero su pintoresco aspecto no le impedía irradiar energía. Inquirido sobre la cuestión californiana, repuso que debía ser una decisión de los californianos, y cuando el grupo de Calhoun amenazó con la Secesión, bramó que si intentaban tal cosa se pondría al frente del Ejército, invadiría el Sur y se encargaría personalmente de hacer ahorcar a cada uno de ellos.

Esta violenta reacción hizo más por aquietar a los sureños que todos los racionamientos jurídicos y apelaciones políticas anteriores, y se puede uno preguntar si una larga presidencia de Taylor, (digamos los ocho años de dos mandatos), no hubiese evitado muchos males a su Patria, ya que sin duda era un hombre idóneo para la situación. Pero Taylor no llegó a cumplir ni la mitad de su primer mandato, muriendo en 1850 y siendo sustituido por el ex-Vicepresidente Millard Fillmore. Y, desde luego, este no era el hombre idóneo para la situación.

 Fillmore era del tipo reaccionario sin agallas, a los que le horrorizaba la idea de  tener que liderar un país en guerra civil, y nos tememos que más aún por tener que hacerla contra “gente bien”, a la que  estaba seguro de pertenecer. Los sureños le calibraron de inmediato, y su coro de protestas y amenazas de secesión subió de nuevo varias octavas.

 Pero los sureños moderados, aún fuertes y numerosos, temían que los extremistas de Calhoun, a los que llamaban “fire-eaters”, les llevaran demasiado lejos. Sobre todo tenían un santo respeto por el Ejército, que  tras la reciente Guerra de Méjico  conservaba en filas 29.000 hombres, y estaba lleno de confianza y en la cúspide de su efectividad y bajo el mando de Winfield Scott, tan antisecesionista como Taylor. Así que contactaron con Fillmore, ofreciéndose para contener ellos mismos a los “fire-eaters”, si el Presidente les daba algo que pudiera interpretarse como una victoria neta para el Sur. Y se acordó que tal regalo fuese una ley de extradición de esclavos fugitivos, que el Sur reclamaba desde hacía años, y se denominó Fugitive Slave Law.

 Su apoyo legal era el Artículo IV, Sección II, Párrafo 3 de la Constitución: “Ninguna persona obligada a servicio o trabajo en un Estado bajo sus leyes y que escape a otro podrá, en consecuencia de alguna ley o regulación de este otro, ser dispensada de tal trabajo o servicio, sino que deberá ser devuelta a petición de la parte a la que tal servicio o trabajo debe ser prestado”.

 No era perfecto, pues se podía preguntar hasta que punto la condición civil de esclavo podía describirse como tan solo una “obligación de prestar servicio o trabajo”, y sobre todo era dudoso que los esclavos de color, (sin derechos reconocidos), fueran “personas” ante la Ley. Cierto que seguramente, como decían los sureños, el Párrafo había sido redactado pensando entre otros casos en los esclavos. Pero en todo caso parecía referido a esclavos con cierto estatus civil del que los africanos de la plantación sureña carecían. (Recuérdese que, en el Siglo XVIII, había esclavos blancos, que lo eran a título temporal)

 Pero lo peor era que la Fugitive Slave Law iba mucho más lejos, con imposiciones abusivas en la tradición del derecho anglosajón. Así, establecía una presunción de que el hombre señalado por el “cazador” era el esclavo fugitivo, obligándole a aquél a probar lo contrario, ¡y hasta establecía penas para los que ayudaran a los esclavos en territorio libre!. (Es decir, que los Estados libres debían castigar a sus propios ciudadanos por realizar actividades legales en su reglamentación).

 Era una rendición simbólica del Norte, y cuando el virginiano James Murray Mason la presentó ante las Cámaras fue objeto de vivo debate. Se destacaron argumentando a su favor el viejo orador Daniel Webster  y el “nuevo valor” demócrata Stephen Arnold Douglas, de Illinois, y en su contra Henry Clay y otro “nuevo valor”, pero whig, William Henry Seward, de New York. Pero el grueso del Partido Demócrata, aliado con Fillmore y la parte de los Whig que seguía incondicionalmente a éste, formaron rodillo logrando, aun por un margen no tan amplio, su aprobación.

 Y, en efecto, armados con éste regalo para el Sur, los moderados sureños lograron aislar a los seguidores de Calhoun, retomando al menos momentáneamente las riendas de la política sureña y permitiendo pacíficamente la aceptación de California como trigesimoprimer Estado, libre, en 1851. (Y ello pese a que el propio Calhoun, enfurecido, siguió jugando la baza de la Secesión hasta el último minuto).

 Se ha dicho por ello, y es posiblemente cierto, que la Fugitive Slave Law retrasó diez años el inicio de la Guerra Civil. Pero es menos claro que fuera para bien. Seguramente en 1851, con un Ejército mucho más potente, unido y preparado para la intervención rápida, y un Sur más dividido, (es dudoso que Virginia y su área de influencia hubiesen secundado la rebelión, y aun en el Deep South los secesionistas hubieran encontrado más problemas), la Secesión hubiese sido abortada con mucha mayor rapidez y con una modesta efusión de sangre.

 De hecho, la Fugitive Slave Law tampoco fue de mucha ayuda a la institución esclavista. Creó dificultades a las redes de fuga de esclavos que funcionaban desde el Norte, pero éstas sólo drenaban unos cientos de esclavos al año, que la economía sureña era bien capaz de sustituir. Y en cambio le hicieron perder su aspecto de asunto ajeno a los Estados norteños, que había sido su mejor baza, al humillar sus leyes y llevar la caza del hombre a sus propias calles.

 El ciudadano del Norte se sintió humillado y, aunque parte de la agresividad resultante se desvió contra los abolicionistas y los mismos negros, (dando lugar a un aumento del racismo en el Norte), la suficiente encontró un objetivo más lógico, aumentando aún más el sentimiento antiesclavista y antisureño.

 En ese contexto se publicó a poco la famosa novela de Harriet Beecher Stowe  “La Cabaña del Tío Tom”. Tan sólo era un novelón dramático, de los que por entonces ocupaban el hueco que a fines del Siglo XX llenan las teleseries. Y si el género dio obras excelentes, (piénsese en Dickens y Víctor Hugo), aquélla no era una de ellas. Pero conectó con el ambiente social y su éxito, seguido del de innumerables espectáculos teatrales basados en ella, está inextricablemente unido a la atmósfera de aquellos años. (Aunque su importancia en el clima de tensión que llevó a la guerra se ha exagerado, siendo sin duda más una consecuencia que una causa de aquél).

 La novela pintaba un Sur ultra dramatizado y muy de guardarropía, pero en conjunto menos falso que la imagen de perezosos negros cantando mientras recogen el algodón bajo la mirada paternal del “massa”, que el Sur pretendía vender, y aun hoy vende, con cierto éxito al exterior y a sí mismo.

 Lo cierto es que muchos esclavos deseaban huir, y las cadenas y los guardianes con que se les trasladaba de una plantación a otra no eran de adorno. Y si en el Sur real no eran frecuentes los látigos cayendo sobre las turgentes espaldas de bellas mulatas, sí existía un activo mercado de negritas en la pubertad, compradas para ser adiestradas, y luego explotadas, en ciertos burdeles, sobre todo en New Orleans.

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John Caldwell Calhoun

Varios protagonistas de los debates de la Fugitive Slave Law murieron a poco, incluyendo a Henry Clay, Daniel Webster y el legendario John Caldwell Calhoun. Y, si no muerto, quedó herido de muerte en aquellos debates el propio Partido Whig. Los whigs, desprestigiados y con su ala izquierda pasándose en bloque al Free Soil, obtuvieron en las elecciones de 1852 pocos más votos que éste, pese a presentar como candidato a la Presidencia a otro “miles gloriosus”, el General Winfield Scott.

  Así la victoria fue, fácilmente lograda por los demócratas, cuyo candidato presidencial era uno de los segundos de Scott en Méjico, el General Franklin Pierce. Se trataba de un caballero culto y amante del arte clásico pero que, pese a ser de Nueva Inglaterra,  sustentaba ideas tan próximas a las de los fire-eaters sureños que, durante la Guerra Civil, sería miembro de la sociedad “Knights of the Golden Circle”, cuyas actividades rozaron repetidamente la alta traición.

 Los norteños de 1853 prefirieron sin embargo atribuir su debilidad ante el Sur a la cobardía, y le aplicaron el epíteto de “Cara-de-Masa”, con el que ya habían escarnecido a Fillmore. (Se le suponía descriptivo de la forma en que la  cara  de individuos como Fillmore y Pierce palidecían, “tomando color de masilla”, ante las jactancias sureñas). De todas formas, Pierce apenas era sino un “mascarón de proa” norteño para una Administración en que tanto las Secretarías, (Ministerios estadounidenses), como las Comisiones de las Cámaras, estaban dominadas no ya por sureños, sino por verdaderos  fire-eaters. En efecto, ante el crecimiento del Free Soil y el abandono del Partido Demócrata de parte de su ala izquierda norteña, pasada al partido extremista, los demócratas se habían agrupado bajo el dominio de sus secciones del Sur donde a la vez, los fire-eaters habían aprovechado la creciente tensión creada por la Fugitive Slave Law entre Norte y Sur para desplazar de nuevo a los moderados.

 De estos fire-eaters destacaba ya el Secretario de Defensa Jefferson Davis.  Nacido en Kentucky y criado en Mississippi, de familia de plantadores, había pasado por el Ejército, abandonándolo por diferencias irreconciliables con Zachary Taylor. (Se había casado, contra la voluntad del  padre, con una jovencísima hija de Taylor, que murió al primer parto, de lo que el General le hacía responsable). Después se convirtió en un gran plantador en Mississippi y, desde 1845, obtuvo un escaño en el Congreso y volvió a casarse con Varina Howell, de la mitad de su edad, pero poseedora de un cerebro bien amueblado.

 

Para la Guerra de Méjico creó y mandó un regimiento de milicia montada, los Mississippi Mounted Rifles, de los poquísimos que usaron en ella los nuevos fusiles rayados de percusión. Hizo un excelente papel a su frente en la Batalla de Buena Vista, la más difícil de la guerra. Y se proyectó a la gloria tras ella cuando, al ofrecerle el Ejército un despacho de Brigadier por su comportamiento, lo rechazó, alegando que como oficial de la Milicia de Mississippi sólo podía aceptar ascensos de ésta.

 En realidad, estos pasos de la Milicia al Ejército eran habituales, pero los fire-eaters estaban haciendo propaganda sobre la soberanía e independencia de los Estados, y la actitud de Davis casi los derritió de satisfacción. En el acto le obtuvieron el nombramiento de Mayor General de la Milicia de Mississippi y le convirtieron en su héroe.

 Siendo hombre más bien seco, y no precisando demostrar nada, Jefferson Davis prescindió del típico verbo inflamado de los fire-eaters, ganando fama de hombre serio, y hasta de moderado  respecto al movimiento. Sin darse cuenta, (él más bien se veía como cabeza de su aparato militar), estaba dando los primeros pasos hacia la Presidencia de un futuro e hipotético Sur independiente.

 Al tiempo, en la década de 1850 la industrialización norteña avanzaba, mientras los ferrocarriles iban tendiendo una tela de araña metálica por las regiones civilizadas de la Unión. Ahora el Norte atraía ya casi toda la emigración, que en aquellos años se estaba volviendo masiva, aunque por primera vez compuesta esencialmente de gentes extranjeras: irlandeses católicos y centro y norte europeos, (en su mayoría alemanes), que si hablaban el inglés lo  hacían con un pesado acento.

 Los irlandeses huían de la hambruna que había seguido en su país, convertido por el dominador inglés en un monocultivo de patatas, a la primera plaga del escarabajo de la patata americano. Los alemanes, y otros europeos continentales, de la cerrazón del horizonte político que sucedía en Europa al fracaso de las revoluciones de 1848.

 Y, a la vez, la maduración de las revoluciones industriales de varias naciones estaba produciendo la expansión de sus mercados, que se traducía en una nueva expansión de sus industrias textiles y una nueva alza de la demanda mundial de algodón. Así, los precios internacionales del algodón, estabilizados por unos años, crecían de nuevo para contento del Sur.

 Ante esta situación los fire-eaters sureños, que justo tras la muerte de Calhoun, se encontraban con más poder en sus manos del que seguramente habían llegado a soñar, hacían frente a un dilema: ¿Empleaban tal poder para preparar la Secesión, como su desaparecido líder hubiese probablemente preferido, o intentaban aplicarlo a renovar las bases de su dominio, buscando por ejemplo la forma de lograr el ingreso en la Unión de  otro Estado esclavista, restableciendo la paridad en el Senado?

 Intentaron jugar ambos palos. De un lado se insistió en predicar en el Sur la palabra de Calhoun, hasta que el derecho de Nulificación y la presunta tiranía de las acciones contra los Estados secesionistas fueron allí tan conocidos, (y probablemente menos críticamente aceptados), como el Catecismo en un país católico. Y a la vez Jefferson Davis usaba su cargo para desmenuzar el Ejército Federal.

 Entretanto, otros miembros de la administración buscaban su Estado esclavista como Diógenes buscaba un hombre. En el exterior, tratando de arrebatar a España la esclavista Cuba, o “preparar” para ello algún pequeño país centroamericano. En el interior y a largo plazo, tratando de revitalizar el Sendero de la Mariposa, y a corto con la chapucera faena que acabaría dando lugar al escándalo de Kansas. Al ir fracasando unos tras otros esos planes, la suerte de la Unión quedó decidida.

 Aquí hemos de dar fin a este primer capítulo. Hemos visto en él como se formó la Unión, superando las primeras diferencias. Y hemos visto también cómo éstas, lejos de diluirse como se había esperado, se iban ampliando a causa de la diferente forma en que una y otra parte del país se adaptaban al fenómeno industrial: el Sur, convirtiéndose en productor de materias primas, y el Norte tratando de industrializarse a su vez. Y hemos visto, en consecuencia, como la pequeña fisura abierta en la Crisis de Missouri se iba ampliando, en especial desde el intento de secesión surcarolino, para volverse una ancha grieta, precursora del terremoto, con la Fugitive Slave Law. Ahora, con el poder en manos del grupo menos interesado en mantener la Unión, el desastre era sólo cuestión de tiempo.

 

Capítulo II: Hacia El Desastre

Todos los esfuerzos de la Administración Pierce por buscar un Estado esclavista que equilibrara la composición del Senado, fueron inútiles, teniendo a menudo resultados desastrosos. El que los tuvo menos negativos fue el proyecto de revitalizar el Sendero de la Mariposa, para lo que se intentaba crear un ferrocarril de costa a costa que viniera a coincidir con su trazado. Como terreno apropiado, se adquirió de México la región entonces llamada Mesilla o Arizona, (lo que es hoy el sur de los Estados de Arizona y Nuevo México), y justo en la frontera de California, al sur del Desierto de Mohave, se levantó Fort Yuma.

Pero el proyectado ferrocarril suponía inversiones para la época desaforadas, y en un trazado que aún no tenía demasiada demanda. Así que no se logró interesar a la inversión privada, y el proyecto quedó congelado. Se realizaría bastantes años después de la guerra, y ni siquiera iba a ser el primer ferrocarril de costa a costa. Un resultado decididamente positivo, aunque no buscado, fue que al otro lado de la frontera arruinó definitivamente la carrera política del General Antonio López de Santa Ana Espadón de la oligarquía mexicana que había dominado, (para mal), el escenario político azteca por más de veinte años. En su enésimo mandato presidencial, Santa Ana fue barrido por la indignación pública causada por la facilidad con que había cedido la Mesilla al odiado “gringo”.

Los intentos de obtener Cuba o preparar algún pequeño país centroamericano, para presentarlos como candidatos a Estados esclavistas de la Unión, acabaron a menudo en forma trágica. En principio se realizaban mediante expediciones “filibusteras” que empleaban grupos de medio a un centenar o más de mercenarios, a menudo encuadrados por oficiales del Ejército. Eran financiadas por organizaciones esclavistas, y bajo cuerda el propio Gobierno.

Pero pese a la decadencia española, su Ejército funcionaba, y con excesiva frecuencia logró cazar, acorralar, capturar y fusilar contra un muro a los “filibusteros” que desembarcaban en Cuba. En Centroamérica, con sus países minúsculos y a menudo bastante anárquicos, los “filibusteros” lograron a veces éxitos iniciales, pero los naturales acababan por unirse contra ellos, y su fin solía ser semejante. (Así fue fusilado en Nicaragua, en 1859, el más famoso de todos, William Walker). Y es que toda la América Hispana sabía la forma en que la mayoría de los hispanos, aún los propietarios, habían sido despojados en Florida, Texas y los territorios últimamente arrebatados a México, con lo que los “gringos” eran universalmente considerados en ella gente de poco fiar.

Como Cuba, aún esclavista, era la presa ideal y era claro que las expediciones filibusteras no iban a lograrla, en 1854 se intentó obtenerla directamente, amenazando a España con la guerra sí no la entregaba, mediante el llamado Manifiesto de Ostende. Sólo que Francia e Inglaterra, irritadas por el voraz apetito del joven imperialismo estadounidense, aún hambriento pese a que acababa de zamparse medio Mexico, se declararon dispuestas a apoyar a España en la guerra. Y la Administración Pierce se vio en la triste necesidad de tragarse su propio ultimátum, redactado por cierto en el tono más desafiante.

Pero esta gaffe, con ser grave, tuvo consecuencias ligeras comparadas con las de la siguiente. Era eso que, antes del fin del mismo año, se presentó en las Cámaras la Kansas-Nebraska Act, que separaba los Territorios de Kansas y Nebraska, declaraba al primero ya apto para su admisión como Estado, y ordenaba la celebración de un referéndum para decidir su legislación libre o esclavista. Maniobra atrevida, pues con casi toda Kansas situada al Norte de los 36 grados 30 minutos, contravenía directamente el Compromiso de Missouri.

Pero para su aprobación los sureños contaron con la ayuda del Senador de Illinois Stephen Arnold Douglas, a alguna de cuyas propiedades en Kansas convenía su aceptación como Estado. Alegre, cínico y táctico brillante en las Cámaras, el propio Douglas se encargó de presentar la Act ante ellas, desconcertando a la posible oposición al ampararla en la doctrina de la Soberanía Popular del difunto Henry Clay. Y con los apoyos previamente concertados, la hizo aprobar con una habilidad que dejó deslumbrada a la clase política, aunque irritara a los norteños más levantiscos.

Pero eso sólo era el comienzo, porque muchos dudaban que Kansas y Nebraska, juntas, sumaran la población necesaria para formar un Estado. Y con Nebraska escamoteada, (quizá porque se temía que su voto fuera abolicionista), se sospechó que los esclavistas contaban con la complicidad del Gobierno para inventarse unos miles de votos favorables, y/o utilizar fraudulentamente  falsos colonos para falsear el referéndum.

El Free Soil y las organizaciones abolicionistas se lanzaron de inmediato a reclutar miles de colonos para enviarlos a Kansas, y a la vez se registró la llegada desde el Sur de los que la Prensa norteña llamó “rufianes fronterizos”. De hecho y aunque había entre ellos una proporción de pistoleros, cazadores de esclavos y matones, al comienzo la mayoría sólo eran campesinos sureños pobres, contratados para fingirse colonos hasta el referéndum (al contrario que los abolicionistas, que llegaban para quedarse, pocos de ellos llevaban consigo sus familias).

Los sureños, seguros de su impunidad, complicaron la situación desenmascarándose con enormes chapucerías, (hubo votación, con 831 electores legales, en que se contabilizó más de 6.000 votos). El Gobernador A. H. Reeder, que no las admitía, hubo de ser sustituido por la Administración Pierce por el notorio pro-esclavista Wilson Shannon, de Illinois. Y en tanto, el flujo masivo de colonos abolicionistas desde el Norte amenazaba con sumergir los planes sureños.

Los esclavistas reaccionaron con presiones ilegales a cargo de sus “rufianes”, y la intromisión de numerosas fuerzas de milicia. Estas detenían a los colonos abolicionistas en controles irregulares, sometiéndolos a amenazas, violencias y abusos, llegando a veces a destruir sus bienes o robar sus ahorros. La mayoría de tales milicias venían del sur del vecino Missouri, pero no faltó un regimiento, bien equipado, proveniente de Georgia y South Carolina y mandado por el Coronel de Kentucky Abraham Buford, lo que elevaba la ilegalidad de su presencia a cotas surrealistas. Pero la marea de colonos abolicionistas seguía subiendo.

Una primera Constitución de Kansas, esclavista, hubo de ser rechazada en 1854 por las  irregularidades, también bastante surrealistas, que presentaba su redacción y propuesta. Una segunda, abolicionista, se rechazo en 1855, aunque contaba con bastante apoyo popular, por defectos aún mayores de redacción y presentación. Y para 1856 los esclavistas, desesperados por la notoria superioridad en población que sus rivales estaban alcanzando, pasaron a intentar expulsar a colonos ya establecidos.

Su primer movimiento en ese sentido se produjo cuando una gran fuerza de sus paramilitares ocupó la pequeña ciudad abolicionista de Lawrence, sometiéndola a 24 horas de terror. Aún era una medida de presión calibrada, y al fin no murió nadie, pero la Prensa, en su sensacionalismo, dio a entender lo contrario. Y a poco un abolicionista y ex-freesoiler algo desequilibrado, John Brown se presentó con varios seguidores en el villorrio esclavista de Pottawatamie y asesinó a cinco vecinos.

Aquello desencadenó el Infierno, porque los sureños empezaron a su vez a matar, y estalló una auténtica guerra civil en miniatura, con sucesos como la “Matanza de Marais des Cygnes”,  donde una decena de abolicionistas, fueron sacados de sus casas y fusilados en una acequia y pequeñas batallas como las de Franklin, Fort Saunders y Hickory Point.

El inicio de las luchas en lo que iba a llamarse “Bleeding Kansas” o “Kansas Sangrante”, casi coincidió con la campaña electoral de 1856, en la que se vería aparecer grandes novedades políticas. El Partido Whig, reducido a su ala derecha y sus facciones sureñas, se unieron a elementos aislacionistas para presentar la plataforma electoral llamada Partido Americano, que por uno de sus lemas fue pronto conocido como “Know-Nothing” o “No-Sé-Nada”. Aún con el ex-Presidente Fillmore como candidato, sólo obtendría una tercera plaza en las elecciones.

Su ala izquierda se unió al Free Soil, abandonado por sus más sanguinarios extremistas, que habían pasado a la lucha armada en Kansas, y al grueso de los colonos de la Costa Oeste, formando el nuevo Partido Republicano. Les perjudicó su relativa inexperiencia, y el haber cedido a la petición de los electores de California y Oregón dando la candidatura a John Charles Fremont, soldado, explorador y político que era adorado en aquellas tierras, pero producía cierto rechazo en el populoso Este. De todas formas, los republicanos estuvieron cerca de la victoria, convirtiéndose de golpe en la segunda fuerza política de la Unión.

Tan cerca estuvieron que en algunos momentos pareció que vencían, y el fire-eater Gobernador de Virginia, Henry Alexander Wise, amenazó con ocupar Washington con sus milicias virginianas para impedir la investidura, si Fremont recibía la Presidencia. Pero finalmente ganó las elecciones el Partido Demócrata, pese a no pasar su mejor momento.

En efecto, el grueso de los demócratas norteños, e incluso muchos del Sur, estaban enojados por la sangrienta chapuza de Kansas y otros abusos y el dominio del grupo fire-eater sobre el Partido se había tambaleado. Al fin, prometiendo enmendarse, los fire-eaters lograron imponer un candidato, sí bien no tan claramente afín a ellos como Pierce. Era James Buchanan, diplomático solterón y el único soltero que ha alcanzado aún la Casa Blanca, (en la que, durante su mandato, ejerció de anfitriona su sobrina Harriet Lane). Aunque comprometido en el asunto del Manifiesto de Ostende, fue aceptado por estar limpio respecto al escándalo de Kansas. Y como hemos visto ganó las elecciones, aunque con problemas causados por las reticencias que muchos demócratas aún mantenían.

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James Buchanan era por supuesto otro “Cara-de-Masa”, y si su Gobierno tenía un aire un poco menos monocolor que el de Pierce, estaba igualmente dominado por los fire-eaters, mientras que hombres del Sur presidían diez de las doce Comisiones del Senado. (Jefferson Davis  estaba al frente de la de Defensa). Sólo que los fire-eaters se daban cuenta de que estaban viviendo su última oportunidad.

En efecto, por naturaleza y por ideología eran incapaces de mantener sus promesas de moderación, y sabían que, para la próxima campaña electoral, su dominio sobre el Partido Demócrata iba a serles arrebatado. Y, mientras, el sucio asunto de Kansas se estaba convirtiendo en una bandera para el Norte, haciéndolo más difícil de manejar. Además, entre las últimas olas de emigrantes había muchos que se posicionaban contra los sureños de inmediato, ex-revolucionarios del 48 que los identificaban con sus antiguos enemigos en Europa. (Ya se había detectado la presencia de ex-oficiales del Ejército revolucionario alemán de 1848 como consejeros e instructores de las milicias abolicionistas de Kansas).

Pero, sobre todo, el asunto de Kansas se les estaba yendo de las manos y además, otros dos Estados libres, Oregón y Minnesota, iban a estar dispuestos para su ingreso en la Unión, antes de que acabara la legislatura, con lo que las diferencias en el Senado iban a continuar ampliándose.

Por otra parte, algo radicalmente nuevo estaba ocurriendo en la economía mundial. Su origen estaba en la excesiva confianza que se había puesto en la capacidad de multiplicador del ferrocarril en los procesos de desarrollo. (En realidad impuesta por los bancos, que estaban interesados en promocionar un sistema que requiriera inversiones tan masivas que solo se pudiesen canalizar a través de ellos).

Así había comenzando a producirse fenómenos de sobreinversión en ferrocarriles, con la financiación de tramos de cada vez más lejana y dudosa rentabilidad. La tendencia se coronó cuando varios grandes grupos bancarios internacionales impulsaron sendos planes de industrialización para el Imperio Ruso, España e Italia, tratando de lograr el despliegue industrial inicial directamente a través de la creación de amplios trazados ferroviarios. Y pronto se vería que tal cosa era una locura, pues ni el incipiente tejido industrial, ni el resto de su actividad económica, tradicional, podrían generar durante bastantes años aún en esos países la demanda suficiente ni para el mantenimiento, no digamos para la rentabilización, de infraestructuras tan ambiciosas.

Hacia 1855 los consorcios bancarios (que incluían la entonces casi omnipotente Banque Peréire francesa, varias ramas de la Rotschild y, en conjunto, muchos gigantes de la Banca mundial), se dieron cuenta de que aquel agujero negro iba a devorar el grueso de sus beneficios durante una buena cantidad de años, y contrajeron violentamente su crédito para evitar riesgos adicionales. Y como eran tan poderosos, esta contracción del crédito se trasmitió como las ondas de una piedra arrojada al agua, iniciando la primera crisis económica del mundo industrial.

Apenas hubo quiebras entre los grandes bancos, pero muchos bancos menores, sobre todo si llevaban una política de inversiones agresiva, quedaron arruinados por el súbito encarecimiento del dinero. Y a las quiebras de Bancos seguían las de empresas que trabajaban con ellos, o con el dinero más caro no podían afrontar a las obligaciones que habían contraído. La crisis no alcanzó proporciones desastrosas sino en los países más profundamente implicados, (Rusia, Italia y España). Pero muchos pequeños bancos y empresas quebraron, muchas gentes vieron convertirse en humo sus ahorros, y el mundo quedó aterrado y confuso al comprobar que la nueva sociedad industrial también ocultaba sus peligros.

Esto convenía a los planes de los extremistas sureños de los Estados Unidos a dos niveles. En primer lugar, ponía en duda la excelencia, que muchos habían considerado garantizada, del camino industrial que estaba siguiendo el Norte. En segundo y más importante, con el encarecimiento del dinero, la inversión en industria pesada y siderometalúrgica, de moda durante casi veinte años, se había hecho mucho más hazarosa, y volvía a la actualidad, a escala mundial, la industria ligera y el textil de donde un nuevo tirón de la demanda mundial de algodón produjo, por segunda vez en el decenio, una segunda remontada de sus precios internacionales, que para regocijo del Sur se iban a doblar entre 1850 y 1860.

Así pues, los fire-eaters del Gabinete Buchanan se encontraban que, si bien no parecía fácil que pudiesen seguir dominando a la Unión, el momento internacional podía ser especialmente favorable para, como ya en 1812 dijo Calhoun, romperla. Y se plantearon una estrategia de enfrentamiento continuo, a todo o nada. Si lograban, por bravuconería y cansancio, que la Unión cediera, eso podía salvar su dominio del Partido Demócrata y del Sur. Si los norteños se encrespaban, ellos podían con ayuda de su Prensa convertir su furia en un ataque a todo el Sur, y así ganar más influencia en éste y aumentar la tensión. Con suerte, si como era de temer el Norte no comenzaba a ceder, para fines de 1860 ellos podían tener al Sur maduro para la Secesión.

Parece que tenían contactos con la judicatura, donde el Chief Justice Roger Brooke Taney, que presidía el Tribunal Supremo, había tenido la amabilidad de retrasar la publicación de una sentencia que podía perjudicarles en las elecciones. Y ésta sentencia, que salió a poco de conocerse los resultados electorales y desde luego antes de que Buchanan tomara posesión de su cargo, era la apertura perfecta para la estrategia que los fire-eaters habían diseñado.

Como un presidente del Tribunal Supremo es casi un intocable, la mayoría de la historiografía norteamericana trata de subrayar que la mala fe de Taney no está documentada, y lo trata como a un hombre equivocado. Pero es seguro que él mismo, en su carrera de juez, había hecho ahorcar a muchos hombres con pruebas circunstanciales menos firmes que las que existen contra él, de forma que no es demasiado atrevido considerarle un traidor especialmente repugnante.

La sentencia era la del “Caso Dred Scott”. Era ese Scott un hombre de color, ya no joven, que había vivido algunos años junto a su dueño en territorios de legislación libre, y pedía el reconocimiento del hecho de haber quedado convertido en hombre libre. Era una petición bien fundada, y un tribunal de Saint Louis, (en el esclavista Missouri), le declaró en efecto libre. Pero sus antiguos propietarios apelaron, alegando falta de jurisdicción del tribunal que había sentenciado y, de Sala en Sala, el asunto había terminado ante el Supremo.

Y he aquí que Taney, con el voto a favor de la mayoría del Supremo, por supuesto comprada, en vez de pronunciarse sobre la jurisdicción declaraba toda la causa inexistente porque, “al no tener los esclavos de color personalidad jurídica, no podían acudir a los tribunales”. Pero el Tribunal de Saint Louis había fallado que Scott era un hombre libre antes de acudir a él. Y peor, si los esclavos de color no tenían personalidad jurídica no podían ser las “personas” de las que hablaba el Artículo IV, Sección II, Párrafo 3 de la Constitución, luego la defensa de la Fugitive Slave Law había sido un error o una burla. Y desde luego una burla de Taney, que no había emitido entonces su opinión.

Los razonamientos que explicaban la sentencia eran algo aún peor, una pura sarta de mentiras demostradas, que además coincidía con la propaganda extremista más desaforada y barata de los fire-eaters. Tenían el descaro de asegurar que en paridad todos los negros, aun los libres, eran esclavos por naturaleza, y los fundadores de la Unión siempre lo habían visto así. (Sí, claro: por eso siete Estados de trece y el 55% de la población fundadora blanca habían escogido legislaciones antiesclavistas). Y una corrupción tan descarada sublevó al Norte.

Muchos Estados reforzaron sus leyes contra la posesión de esclavos, incluyendo en ellas multas para el poseedor que le privasen de sus esclavos.

Eso se debía a que, aunque según sus leyes los esclavos que entraran en sus territorios se convertían en hombres libres, sólo sus dueños o un tribunal podían declararlos como tales. Y ni los primeros querrían, ni según la sentencia del Supremo el segundo podría hacerlo. La multa hacía pasar la propiedad de los esclavos a un dueño, (el Estado libre), que sí atestiguaría su nueva condición.

Naturalmente, la Prensa fire-eater sacó buen partido de esto, acusando a los Estados norteños de soslayar la sentencia, y los norteños se enfurecieron aún más, creándose un espeso caldo de discordia, que era lo que los fire-eaters pretendían. Contradiciendo su propia sentencia, pero echando más leña al fuego, Taney y su Tribunal Supremo se dedicaron a aplicar la Fugitive Slave Law con un vigor desaforado, pretendiendo incluso que fueran castigados por “ayudar en la fuga de esclavos”, los vecinos de los presuntos esclavos fugados, por no haber espiado y denunciado a sus vecinos como tales. Por supuesto, los Estados libres se negaban a hacerlo, de donde nuevas acusaciones mutuas y más inquina.

Mientras, las previsiones negativas sobre el futuro de la esclavitud en la Unión se iban cumpliendo en otro  aspecto. Así, en 1858 fue admitido en ella el Estado de Minnesota, y en 1859 el de Oregón, ambos con legislación antiesclavista. En Kansas los fire-eaters, para probar su “buena voluntad”, habían tenido que cambiar al partidista Gobernador Shannon por John White Geary, de Pennsylvania. Y éste, con denodados esfuerzos y haciendo empleo de tropas federales, fue interponiéndose entre los contendientes y haciendo disminuir la violencia.

Para cuando lo logró, era obvio que la proporción de abolicionistas a esclavistas era, en Kansas, aplastantemente favorable a los primeros. E incluso en los combates que se habían librado se podía observar algo que debiera haber hecho meditar a los sureños, aunque obviamente no fue así. Y eso era que la milicia abolicionista había luchado bien.

En efecto los colonos abolicionistas, a quienes sus rivales solían considerar una pandilla de timoratos amanegros y predicadores tontos, habían logrado crear una milicia no muy grande, pero muy bien instruida y armada. Lo primero era responsabilidad de Franz Sigel, ex-Ministro de Guerra del Gobierno revolucionario alemán de 1848, que había creado en Saint Louis, (Missouri), una escuela militar privada que estaba resultando un West Point abolicionista. Lo segundo, debía  atribuirse a que  hacían todo el uso posible de los nuevos “Sharps” de retrocarga.

El “Sharps”, diseñado por Christian Sharps, (que había sido expulsado de la “Sharps Rifle” por sus socios), era una formidable arma, que igualaba en potencia a los legendarios “Mataosos Hawken”, disparando diez veces más rápido. Los cazadores del Lejano Oeste, típicos usuarios de los “Hawken”, se habían enamorado de él. Y los guías de caravanas mantenían que eran las primeras armas que nulificaban el truco indio de colgarse al costado del caballo, usando el cuerpo de éste como barrera ante el fuego. ¡El “Sharps” era capaz de atravesar al caballo y derribar al jinete a la vez! Pese a lo cual, el Ejército y la Marina Federales sólo habían hecho pedidos pequeños, de evaluación, de tan notable arma.

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Un pedido mayor llegó del Imperio Británico, que los adquirió para equipar a fuerzas montadas empleadas en sofocar el gran motín hindú llamado “de los Cipayos”. Y los abolicionistas de Kansas los adquirían en grandes cantidades, y usaban muy juiciosamente. (Fue así como, en un combate reñido en la pradera abierta, nuestro ya conocido John Brown derrotó con sólo 28 hombres a una fuerza que le doblaba en número). Se decía que a veces habían burlado la vigilancia del Gobernador Geary llegando en cajas etiquetadas como “Biblias”, y como Lyman Ward Beecher, hermano de Harriet Beecher Stowe, era uno de los predicadores que más se habían distinguido animando a los abolicionistas en la cuestión de Kansas, adquirieron el curioso apodo de “Biblias de Beecher”.

Hacia 1859, Geary había logrado que Kansas alcanzara cierto grado de pacificación, y el Gabinete Buchanan realizó sus últimos intentos de conseguir una Kansas esclavista. Geary fue sustituido por R. J. Walker, de Mississippi, personalmente honesto pero más afín al esclavismo, y se trató de que el Territorio aceptara la llamada Constitución de Lecompton. Esta era una tercera propuesta de Constitución, esclavista, presentada a fines de 1857 con graves defectos de forma, aunque no fueran tan llamativos como los de las dos propuestas anteriores.

Presentada al referéndum que la Kansas-Nebraska Act exigía, fue rechazada. Pero, sin inmutarse por ello, el Gabinete Buchanan la presentó e hizo aprobar como “Constitución de Kansas” en el Senado y el Congreso de los Estados Unidos, reenviándola después a Kansas para su confirmación. Quizá se esperaba que Walker la impusiera en alguna forma ilegal, pero el Gobernador, que como hemos dicho era honesto, se limitó a someterla a un nuevo referéndum. Y, al ser de nuevo rechazada por amplio margen, quedó claro que Kansas no sería otra cosa que un Estado libre.

También en otros aspectos se cumplían los peores presagios sobre el futuro de los fire-eaters. Porque, por mucho que hubiesen logrado incrementar el antagonismo Norte-Sur en el ámbito de la calle, los cuadros del Partido Demócrata veían muy bien su juego, y era obvio que los demócratas norteños no aceptarían otro candidato “Cara-de-Masa”. De hecho, se estaba abriendo paso por el Partido una fuerte corriente decidida a llevar a las elecciones de 1860 un equipo de moderados del Norte y el Sur, proponiendo como Presidente a Stephen Arnold Douglas.

Douglas era un descendiente de una buena familia venida a menos, que había logrado dejarle como legado una buena educación y ciertas relaciones sociales. Y había aprovechado la primera y las segundas, entrando en política y convirtiéndose en Senador antes de los 35 años. Casado por dos veces, (enviudó una), con mujeres crecientemente ricas, había multiplicado con extraordinaria habilidad y no demasiados escrúpulos las fortunas obtenidas a través de tales matrimonios, deviniendo casi obscenamente rico. A la vez, la indudable habilidad desplegada en la presentación de la Kansas-Nebraska Act y otros episodios habían hecho de él un fenómeno político de primera magnitud, y un héroe para muchos jóvenes norteños de clase acomodada

Por otra parte, no era el tipo del triunfador ensoberbecido. Bajo, regordete y hablador, ni ocultaba ni parecía orgulloso de sus trapicheos de negocios, desplegaba simpatía e irradiaba un simpático cinismo, amén de una enorme cultura, (al contrario de muchos políticos, los éxitos no le habían hecho dar la espalda al conocimiento), y era el político norteamericano recibido con más frecuencia y agrado en las Cortes europeas. A los fire-eaters les había salido un difícil rival.

Y justo entonces, a mediados de 1859 y cuando se presentaba casi rutinariamente a renovar su escaño de Senador por Illinois, Douglas experimentó algo parecido a un traspié. Todo se inició cuando, como el Partido Republicano no encontraba hombres dispuestos a disputarle el escaño, (y sufrir un previsible revolcón), accedió permitir que se le enfrentara un político local, algo pasado de moda y casi desconocido fuera de Illinois: su nombre era Abraham Lincoln.

Lincoln desafió a Douglas a culminar la campaña con una serie de debates públicos entre los dos, y Douglas aceptó, lo que no era ya normal. Los debates se realizaron durante el verano, y para sorpresa de la nación, fueron de una altura inesperada y reñidísimos, hasta el punto que, aunque Douglas obtuvo al fin el escaño en disputa, la impresión general fue que eso fue más que nada un tributo a su leyenda, y que Lincoln había estado perfectamente a su altura. Y el desafío resultó lo suficientemente apasionante para ser seguido por la gran Prensa del Este, catapultando a Lincoln a las posiciones superiores de su partido.

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Abraham Lincoln, que aquel mismo año cumplió 50, era un huesudo gigante con cara de asceta, cuyas ropas siempre parecían colgar de él como de una percha. Nacido en Kentucky de familia muy humilde, había emigrado con ella, aún niño, a Indiana primero y a Illinois después. Llegada su edad adulta trabajó en múltiples oficios (talando árboles, llevando balsas Mississippi abajo hasta New Orleans y hasta como cartero), mientras se educaba de forma autodidacta, para pasar luego a la política y el foro, Inicialmente whig, había llegado incluso a ganar como tal un escaño en el Congreso en 1846.

Pero se le pidió que lo cediese a un político más conocido dentro del Partido, que había perdido el suyo, a media legislatura. Y entre esa desilusión, y la constatación de que el permanecer en Washington le estaba costando un dinero del que aún apenas disponía, abandonó la política en 1848 para dedicarse de pleno a la abogacía. Y aunque, ya en mejor posición económica, volviera a ella al formarse el Partido Republicano a causa del Escándalo de Kansas, nada especial se había visto aún en él hasta los debates con Douglas.

Estos tenían su pequeña historia propia, porque lo cierto es que Lincoln y Douglas eran viejos conocidos. Ambos habían dado sus primeros pasos en la política local de Illinois muchos años atrás, cuando ésta era un círculo muy angosto, discutiendo en las Cámaras estatales y en privado, y comiendo innumerables veces a la misma mesa. Incluso habían hecho la corte a la misma chica, la señorita Mary Todd de Lexington, (Kentucky), que pudiera haber llegado a ser la primera señora Douglas si no hubiese preferido al zanquilargo Lincoln.

Era por eso que Douglas conocía muy bien a Lincoln, y le consideraba, pese a su aún escaso prestigio, quizá el más duro y peligroso polemista con que podía contar el Partido Republicano. Y por eso que aceptó someterse a los debates con él, cosa sorprendente en un político consagrado, que podía haber evitado dar esa oportunidad a un rival oscuro. Pero consideraba que la diferencia de prestigio entre él y Lincoln le aseguraba en todo caso el escaño, (como en efecto ocurrió). Y de otra parte, aquel cuerpo-a-cuerpo con un rival tan duro le serviría de “ensayo general” para las próximas elecciones, con Lincoln señalándole todos sus puntos flacos.

Con lo que no había contado, (ni nadie en el Norte), era con que el enfrentamiento lo pudiera debilitar frente a los sureños. Eso fue que Lincoln logró hacerle exponer sus puntos de vista sobre el escenario político que, con bastante lógica, veía como un forcejeo sin moral entre fuerzas tácticas. Y si esta respuesta bastaba al racionalista Norte, el que describiera al Sur y la esclavitud en términos de fuerzas y relaciones de poder levantó ampollas bajo la línea “Mason-Dixon”.

Y es que los sureños llevaban años imponiendo su conveniencia con gran uso de la mentira y la extorsión y, para rehuir la consecuente imagen negativa de sí mismos, habían cruzado el punto de no retorno, comenzando asentirse sujetos de una suerte de derecho divino. Así que el que Douglas los viese como un simple grupo de presión les pareció no solo insultante, sino francamente blasfemo.

Sin que apenas se diera cuenta la mitad Norte del país, la Prensa sureña, mayoritariamente fire-eater, aprovechó la atmósfera de agravio que se había creado para lanzar una gran campaña de desprestigio contra él en el Sur. De seguro solo era, inicialmente, una estrategia para dificultar la maniobra política que los rivales de los fire-eaters en el Partido Demócrata estaban montando con Douglas como pivote. Pero otro suceso que se produjo a poco iba a cambiar sustancialmente su sentido.

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John Brown

Eso era que, entretanto, los abolicionistas más sanguinarios, faltos de “ocupación” al haberse pacificado Kansas, se habían reunido en Canadá para crear una sociedad cuyo semideclarado fin era procurar la sublevación de los esclavos de color. Y, como agente suyo, el “gatillero” y un tanto perturbado John Brown había regresado a Estados Unidos bajo nombre falso, alquilando una granja en Maryland. Desde ella, en la noche del 16 al 17 de Octubre de 1859 y seguido por 21 hombres que incluían a dos de sus hijos y cinco esclavos escapados de Mississippi, cruzó a la orilla virginiana del Potomac para apoderarse del villorrio y el Arsenal de Harper’s Ferry, el más antiguo y uno de los mayores del Ejército.

Su plan era lanzar una proclama llamando a los esclavos virginianos a la sublevación, y armar a los cientos o miles que acudieran con el equipo militar del Arsenal, iniciando así una cruzada contra los plantadores, el Ejército Federal y cualquiera que se le enfrentara. Para la mañana del 17, que era domingo, había logrado hacerse con el control del pueblo y el Arsenal, (cuya guarnición era poco mayor que su fuerza, fue totalmente tomada por sorpresa, y estaba mucho peor armada que los suyos, que portaban cuatro excelentes carabinas “Sharps” cada uno). Y había  también asaltado una plantación, liberando sus esclavos y lanzado al viento su proclama.

Pero ni un solo esclavo de color se les unió y, mientras las milicias virginianas del Valle del Shenandoah y zonas limítrofes se concentraban contra ellos, el Gobierno en Washington buscó la forma de reducirlos él solo, pues se encontraban en suelo federal, (el Arsenal). Al fin se logró unir destacamentos de Infantería de Marina de servicio en Fort Washington, (en la orilla de Maryland de la ría o firth del Potomac, aguas abajo de la capital), y la base naval de Anacostia, (en el propio Distrito Federal), formando una compañía. Y para mandarla se recurrió a tres soldados del Ejército de Tierra, más o menos casualmente a mano. Se trató del Capitán de Artillería Edward Otho Cresap Ord, el Teniente de Caballería James Ewell Brown Stuart y el aristocrático Coronel del 2º de Caballería, Robert Edward Lee. (Todos ellos alcanzarían importantes mandos en la Guerra Civil que se avecinaba).

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Asalto final en Harper´s Ferry           

Brown, que ya había sufrido bajas, (morirían en la acción diez de los suyos, incluidos sus dos hijos), hubo al fin de refugiarse en un almacén del Arsenal, que fue finalmente tomado por una violenta carga de los Marines, en capotes azules y viejas gorras “de plato”.

Capturado con otros seis de sus hombres, John Brown fue de inmediato arrebatado por el Gobernador fire-eater de Virginia, Henry A. Wise, que lo juzgó a uña de caballo, aunque con gran espectacularidad, ahorcándole junto a los otros seis el 1 de Diciembre. Toda la Prensa sureña, y en especial la fire-eater, trató entretanto de presentarlo como un ejemplo clásico del Norte, enviado desde él por poderosas organizaciones a las que los norteños no deseaban desenmascarar.

La verdad es que se trataba de un representante de una facción “ultra” de un grupo extremista ilegal, que venía del Canadá, y que hasta su mismo fin, nueve de diez norteños lo consideraban un loco peligroso. Sólo que, precisamente en los días de su procesamiento y muerte, su sincero fanatismo le permitió conservar un valor y una dignidad que contrastaban favorablemente con el circo de tres pistas en que Wise, (que, por cierto, no tenía jurisdicción sobre lo sucedido en el Arsenal, y además había amenazado con ejecutar los mismos delitos de que acusaba a Brown tres años atrás), convirtió su juicio. Y así fue entonces cuando muchos norteños comenzaron a admirarle, y se fraguó su leyend

Todo esto no importaba demasiado al Gobernador Wise y los suyos, que lo que estaban procurando por todos los medios era subrayar que Brown había intentado iniciar un motín servil, lo que era la pesadilla del Sur desde casi sus orígenes. Y el asunto de John Brown creó tan gigantesco revuelo, y llevó a tal paroxismo la enemistad Norte-Sur al nivel de la calle, que aparentemente comenzaron ya a funcionar los primeros planes secesionistas a medio plazo.

Los primeros indicios de que esto ocurrió así son dos. En primer lugar que, justamente en Diciembre de 1859 John Buchanan Floyd, Secretario de Defensa y luego un firme sostén de las tramas secesionistas, ordenó trasladar a arsenales en el Deep South 100.000 mosquetes de excedente del Ejército. A esto se ha alegado que eran armas muy viejas, resto de una partida destinada a liquidación hacía casi treinta años. Pero ese mismo hecho hace menos “normal” su traslado, y en todo caso los mosquetes eran armas sólidas y duraderas. ¡En algunas zonas alejadas del Imperio Británico aún estaba siendo retirado el llamado “Brown Bess”, cuyo diseño original venía de la década de 17

Pero el indicio más claro era que la campaña de Prensa contra Stephen Arnold Douglas, a la que los extraordinarios sucesos del Harper’s Ferry debían de haber restado todo interés y actualidad, lejos de apagarse cobraba nuevos bríos. Y de ello es obvio que la Prensa fire-eater comenzaba a pensar ya en términos de que el paroxismo de la furia Norte-Sur podía impedir el éxito de la candidatura de Douglas en el Partido Demócrata. Lo que supondría la división de los demócratas y daría casi automáticamente la victoria al Partido Republicano creando en el Sur el tipo de alarma social que podía hacer viable la Secesión.

Es posible que, al comienzo, esta idea aún no fuese clara ni estuviera totalmente aceptada. Pero obviamente, un pequeño núcleo de conspiración se fue creando en torno a ella durante los primeros meses de 1860, y sin que el grueso del Partido Demócrata sospechara aún la traición que se iba forjando en su seno.

Mientras, aquel mismo paroxismo de enemistad entre norteños y sureños estaba dando en el Norte nuevas fuerzas al Partido Republicano, el cual se iba a ver mucho más asistido por el dinero que en 1856. Esto se debía, de un lado, a que al contrario que los whigs y otros partidos de implantación principalmente norteña anteriores, los republicanos habían buscado desde el principio el patronazgo de la nueva burguesía industrial, y no del gran capital comercial costero, cuyos intereses estaban más entretejidos con los del Sur. Y de otro a que varias peticiones de aranceles proteccionistas para la industria, generadas por la crisis económica en curso desde 1855, habían sido denegadas por el Gobierno dominado por el Sur, enfureciendo a los industriales.

De  todas formas, éstos tenían claro que no deseaban provocar demasiado a los sureños, y les interesaba promocionar un candidato que les pudiese resultar al menos admisible. Eso descartaba a John C. Fremont que, aparte de poco popular en el Este, y ya derrotado en 1856, había tenido serios choques con el Sur ya desde la Guerra de Mexico. Y lo propio ocurría con los dos posibles candidatos más populares entre las bases republicanas, William Henry Seward y Salmon Portland Chase.

Seward, ex-whig y ex-Gobernador de New York, era el ídolo de las bases de la Costa Este. Chase, Gobernador de Ohio y conocido abolicionista, tenía un buen apoyo popular en el Valle del Ohio y gozaba de fama de entendido en asuntos económicos, por sus aparentemente adecuadas medidas en Ohio durante la reciente crisis bancaria, disfrutando del apoyo del grueso de la pequeña Banca.

Pero ambos, y en especial Chase, se habían mostrado durante las últimas polémicas  excesivamente violentos con el Sur, y más bien abolicionistas, por lo que la Industria vacilaba en permitirles alcanzar la candidatura. Finalmente, los industriales decidieron probar como resultaba el “nuevo valor” surgido en el Oeste en los últimos meses, Abraham Lincoln que, pese a su peculiar aspecto, tenía varios puntos a su favor.

En efecto Lincoln, aunque tenía ideas claras sobre la Esclavitud, (“Si la Esclavitud no es injusta, nada es injusto”, había asertado), no parecía tan obseso por la condición del esclavo y los problemas morales que ésta acarreaba, como tantos de sus compañeros de Partido. Su obsesión era más bien la desunión que, la Esclavitud existente, había introducido en la Nación, y los vicios que así se oreaban en el funcionamiento de las instituciones. Sobre este asunto habían versado parte de sus debates con Douglas, y sobre él versaba su más famoso discurso contra la Esclavitud, ya conocido como el de “La Casa Dividida”, (de una cita bíblica). Y este diferente nivel de su punto de vista daba siempre a sus argumentos un tono menos personalizado, que a ojos de los industriales le hacía más admisible como candidato.

Además, para qué negarlo, otro dato a su favor era que estaba casado con Mary Todd, una “southern belle” emparentada con la mitad de la oligarquía esclavista de Kentucky. El mismo Vicepresidente de Buchanan, John Cabell Breckenridge, (quizá el único miembro sureño del Gobierno que no formaba parte de la red secesionista), era primo segundo suyo.

De manera que, el 27 de Febrero de 1860, Lincoln acudió a hablar en la Cooper Unión de New York City, uno de los “santo santorum” del dinero industrial en el Este. Y aunque su aspecto tosco y su traje eternamente colgante destacaran en un ambiente tan refinado, su discurso fue perfecto para la ocasión. Nada de ataques al Sur, sino la constatación de que la Nación tenía necesidad de actuar en forma más orgánica y solo el Norte, que había descuidado últimamente su poderío político pero doblaba al Sur en población y lo triplicaba en recursos, podía empuñar el timón con mano firme. Y, preguntado sobre John Brown, logró hábilmente admirar sus intenciones abominando a la vez sus acciones.

En aquella jornada, la Industria se decidió por Lincoln, y la posición de éste en el Partido Republicano superó claramente a la de Chase, mientras todo el Valle del Ohio se iba pasando a sus filas. Pero aún tenía un gran escollo en Seward, y su gran “agarre” sobre los votos populares de los Estados de la Costa Este.

Se acercaban ya las elecciones, y los “Know Knothing”, bajo el nuevo nombre de “Partido de la Constitución”, presentaron una candidatura que, so capa de su pretendido respeto por la Constitución, la interpretaba  según las más descaradas tergiversaciones sureñas. En realidad aquel Partido había participado en las elecciones de 1856 bajo la dirección de sus secciones del Norte, y estado a punto de desaparecer ante sus pobres resultados. Su actual resurrección se debía más bien al empuje de las secciones sureñas del antiguo Partido Whig, localizadas sobre todo en los Estados esclavistas situados más al Norte. Los hombres de estas secciones, que veían el Sur desde dentro, comenzaban a “oler el guiso” de lo que se avecinaba, y el “Partido de la Constitución”, impulsado por ellos, fue un intento más bien patético de evitar el desastre. Tomarían de candidato a la Presidencia a John Bell, gran plantador y propietario de esclavos de Tennessee, de ideas moderadas, y recibirían muy pocos votos en el Norte y el Deep South, pero iban a tener un apoyo inesperadamente masivo en los Estados de la zona intermedia.

En cuanto al Partido Republicano, los industriales forzaron la mano en favor de Lincoln, logrando que la Convención Republicana se celebrara en Chicago, en “su” Illinois y en una ciudad de la que había ayudado a construir, con sus manos, las primeras casas. Naturalmente fue nombrado candidato republicano, aunque no sin que las masas del Este se enfurruñaran, al comprender que su favorito, Seward, había sido zancadilleado. Esto le enajenaría algunos votos en el Este, e incluso se llegó a proponer a Seward crear su propia candidatura, de espaldas a la Convención. Por fortuna, tuvo la prudencia de no dar tal paso.

Pero la convención más decisiva fue la del Partido Demócrata en Charleston. Allí, mientras el grueso del Partido llegaba con la elección de Stephen Douglas prácticamente decidida, los extremistas sureños habían ampliado la base de su acuerdo, ganado alianzas y estudiado su estrategia de cara a un objetivo totalmente distinto: “Escindir el Partido”.

Como no todas las complicidades que iban a emplear merecían aún confianza de cara a un objetivo tan ambicioso como la Secesión, se disfrazaba la maniobra como un desafío a la facción norteña del Partido. Y como, aunque había resultado útil como foco para la captación de adeptos, el puro rechazo de Douglas les daba una base de ruptura demasiado angosta, (¿qué ocurriría sí el Partido se limitaba a traspasar el acuerdo Norte-Sur a otro hombre, al que no habría tiempo material para diabolizar?). Y se utilizó una provocación mucho más amplia. Simplemente, al inaugurarse la Convención, los representantes de siete Estados esclavistas, (Alabama, Arkansas, Florida, Louisiana, Mississippi, South Carolina y Texas)  exigieron que su primer acto fuese una declaración de objetivos que incluía las más rapaces reivindicaciones de los fire-eaters. Y como, según se había  supuesto, su exigencia fue denegada, la abandonaron.

Así el Partido Demócrata quedó escindido y, mientras su Convención “regular” tomaba como candidato a Stephen A. Douglas, otra formada por los disidentes creó una segunda candidatura encabezada por John Cabell Breckenridge. Su selección fue una astuta maniobra para enmascarar las intenciones de los secesionistas, pues procedía de Kentucky, Estado no asociado a la ruptura de Charleston, y además, ignorante de que se le estaba utilizando, su buena fe daba credibilidad a aquella farsa.

Y la campaña por Breckinridge permitió a los extremistas reunir a sus incondicionales y reclutar partidarios, mientras su propaganda bombardeaba al Sur con consignas de odio, y advertía de que si llegaba a la Presidencia un “negro republicano” el Sur se vería posiblemente obligado a la Secesión. Esta vieja fórmula resultó excelente para seleccionar reclutas, pues atraía como un faro a las cabezas más calientes, y a la vez no servía de aviso a moderados y norteños, que la habían oído traer y llevar demasiadas veces sin que se concretara en hechos.

Todo ello permitía que las tramas secesionistas no fueran aún numerosas. Incluían miembros del Gobierno, (el ya citado Floyd, el Secretario del Tesoro Howell Cobb y el del Interior Jacob Thompson), casi todos los Gobernadores de Estados esclavistas, buen número de senadores y congresistas sureños, (incluyendo varios Presidentes de Comisión), y una cifra considerable de legisladores y altos mandos de milicia estatales, periodistas, publicistas y algún banquero.

La campaña electoral transcurrió en un ambiente frenético, y más aún en Deep South, donde a menudo la calle estaba tomada por elementos particularmente extremistas de las milicias. Ni que decir tiene que, (ilegalmente), no sólo no se permitió en aquellas tierras un solo mitin republicano, sino que no llegó a ellas no ya propaganda de aquel Partido, sino ni siquiera una declaración de sus motivos e intenciones. La única visión que tuvo por tanto el votante del Sur Profundo de los republicanos fueron las zafias tergiversaciones de la Prensa fire-eater, que aprovechaba el aire desaliñado de Lincoln para presentarle como una especie de nuevo John Brown, malamente disfrazado con un traje que le venía demasiado grande y una chistera.

Las elecciones se celebraron el 6 de Noviembre, dando la esperada victoria republicana. En votos populares, Bell obtuvo el 12,5%, Breckinridge el 18%, Stephen Douglas el 29% y Lincoln el 40% final. En electores, o votos electorales, Douglas, desfavorecido por la gran dispersión de su voto, solo obtendría 12, Bell 39, Breckinridge (que recogía los de los electores de South Carolina, donde como se recordará no había voto popular) 72, y Lincoln los 180 restantes, que le daban una cómoda mayoría absoluta. Así, el 7 de Noviembre de 1860, fue proclamado decimosexto Presidente de los Estados Unidos de América.

Sólo que podía encontrarse fácilmente sin Estados Unidos que presidir, ya que su proclamación era el pistoletazo de salida de la carrera hacia la Secesión. Tras organizarse al socaire de la campaña por Breckinridge, al que no parece que esperaran o deseasen ver en la Casa Blanca, los secesionistas debían ahora moverse rápido, aprovechando los cuatro meses largos que el Gobierno Buchanan, débil e infiltrado por los  suyos, permanecería aún en el poder hasta la Investidura de Lincoln.

El secesionismo era en realidad aún minoritario en el mismo Sur. De hecho Breckinridge, el candidato apoyado por los fire-eaters, había recibido poco más de la tercera parte de los votos sureños, (el resto eran votos del Norte, donde las secciones demócratas más conservadoras habían hecho una fuerte campaña por él). Y ni siquiera podía deducirse que todo su voto sureño fuera secesionista, (¡el mismo Breckenridge no lo era!), con lo que es posible que el apoyo de base de los secesionistas llegara malamente al 20% de la población del Sur.

Sí era más importante su implantación en el ámbito de clases altas, y gozaban de mucho patronazgo por parte de los plantadores aunque tampoco de todos (En realidad muchos de los plantadores más importantes, sobre todo en Virginia y los Estados intermedios, no eran secesionistas). Y aún había más secesionismo en las clases medias-altas directamente al servicio de los plantadores. Los periodistas y publicistas que pulían su imagen ante el público, los políticos que les representaban, los banqueros que administraban sus finanzas y, desde luego, el mundo del comercio que vivía directamente de la prosperidad de las plantaciones. Si se piensa, tiene su lógica, pues eran estos hombres los que a menudo, por delegación, ejercían aquel arbitraje sobre la Unión de que había hablado Calhoun en 1812 y, en consecuencia, los más dispuestos a disolverla, si seguimos el razonamiento del Padre del movimiento fire-eater.

El plan de estos secesionistas era agitar las aguas con la elección de un Presidente republicano, al que acusaban de “seccional”, (como si los “Cara-de-Masa” no lo hubiesen sido), y lograr la firma de Actas de Secesión por  el mayor número posible de legislativos estatales, de manera que formasen un núcleo capaz de atraer nuevos Estados a la Secesión. Y una vez que los Estados estuvieran oficialmente en rebelión, contaban con el patriotismo estatalista, muy fuerte en toda la Unión, pero que ellos llevaban muchos años cultivando con esmero en el Sur, para que resistiesen ferozmente todo intento de integrarlos de nuevo.

Y como el paso más difícil era el primero, la proclamación de Lincoln hizo poner en marcha una inmensa  fanfarria antinorteña, con campañas de ataques directos al Presidente, y un continuo bombardeo de entusiasmo, marcialidad, (que procuraban fuerzas de milicias movilizadas, escogidas entre las más “ultras”), y contínuas críticas despectivas y descalificatorias para cualquier cosa que procediera del Norte.

Mientras, y en una maniobra atribuible al mismo Secretario del Tesoro, Howell Cobb, de Georgia, los Bancos sureños suspendieron pagos respecto a sus deudas con el Norte y reclamaron a los norteños el envío, en oro, de los créditos pendientes con ellos. Pese a lo insólito de ésta política, el apoyo que le daba el Tesoro, (o sea Howell Cobb, que también ayudaba a conseguir el oro necesario), hizo que fuese en general aceptada.

Y en pocas semanas los sureños acumularon gran cantidad de oro, mientras el Norte se encontraba en posesión de unos 100.000.000$ de impagados. Así se lograba recursos para la rebelión, y a la vez se intentaba debilitar al Norte, agravando la crisis bancaria en curso.

Y, bajo esas maniobras, se había iniciado de inmediato en los legislativos estatales del Sur una campaña frenética por lograr una mayoría dispuesta a votar un Acta de Secesión. Esta se iba apalabrando voto a voto, mediante la persuasión, el halago, el soborno o incluso la amenaza. (La milicia antinorteña que ocupaba las calles no estaba tan solo para puramente excitar al público).

El Norte, que apenas veía sino los aspectos más externos de toda esta agitación, la interpretó errónea aunque lógicamente como muestra del recurso al pataleo de un Sur que se había visto despojado del poder, tras ejercerlo de tacto durante diez años. Pero los más avisados o más directamente afectados, banqueros, hombres de negocios, militares, etc. comenzaron a comprender que existía un peligro más profundo desde las primeras semanas tras las elecciones. Y tal peligro comenzaría materializarse desde los primeros días de Diciembre de aquel mismo 1860.

Pero el cómo cristalizó la Secesión ya debe ser objeto de un nuevo capítulo.

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Capítulo III: Secesión

Dos de los unionistas más conscientes del peligro de Secesión eran, precisamente, los dos mandos militares que habrían de hacerla frente si se concretaba: el Jefe del Estado Mayor Teniente General Winfield Scott, y el del Departamento del Este, Brigadier John Ellis Wool Scott, el más famoso de ambos y una leyenda por derecho propio, no procedía de West Point, sino que había estudiado Leyes, pasando al Ejército Federal a través de la Milicia en 1808. Pero destacó ya en la guerra contra los ingleses de 1812-15, siendo nombrado Brigadier a los 28 años en 1814, y habilitado Mayor General, (General de División), al año siguiente. Después destacó en la  frontera india, fue la espada de confianza del Presidente Andrew Jackson, y recibió el mando del Estado Mayor Central desde 1841.

Su carrera se coronó en la Guerra de Mexico, en la que fue tanto el principal cerebro estratégico como el comandante del mayor ejército de campaña, y en 1855 el Congreso le concedió, (aunque a título de habilitación), el grado de Teniente General, que el Ejército no otorgaba desde la muerte de su primer y hasta entonces único titular: el propio George Washington.

Sin embargo, frisaba ya los 75 años, edad no tan avanzada en el Siglo XXI, pero que en aquellos días sí lo era, pues la falta de facilidades médicas y comodidades que hoy se juzgan normales, aceleraba el desgaste físico y  los achaques de la edad. Aún sin cumplir 75, Scott, gigante de una corpulencia que los años habían convertido en gordura, era un catálogo de dolencias, sufriendo insuficiencias cardiacas y respiratorias, próstata, gota, reuma y ataques de ciática.

Ni en sus mejores momentos podía dejar de guardar  cama un día de cada dos, no podía montar a caballo, e incluso le costaba mucho permanecer de pié más de un corto rato. Para trabajar, se instalaba hora tras hora en un enorme sillón, como una montaña de carne que bufaba y resoplaba en vuelta en un brillante uniforme. (Al revés de su colega y rival en la Guerra de Mexico, Taylor, a Scott le encantaban los uniformes recargados y los bicornios coronados con plumas de avestruz, de lo que en el Ejército se le apodaba a sus espaldas “Old Fuss and Feathers”, “Viejo Plumas y Pejigueras”). 

Pronto se vería que su juicio sobre los hombres comenzaba a reblandecerse, pero su cerebro estratégico continuaba funcionando muy bien. Había visto acercarse el peligro con bastante lucidez, aunque confiando como virginiano y conservador que lo detuviese la candidatura de John Bell, a quien había votado. Y la victoria de Lincoln golpeó su cuerpo enfermo, haciéndole guardar cama por varias semanas.

Se daba cuenta de que posiblemente solo una guerra pudiese evitar la Secesión, y le asustaba la idea de que este recurso a la violencia a gran escala llevara al país a entrar en una espiral de conflictos “a la mexicana”, que conocía bien por haber estudiado cuidadosamente la historia reciente del país azteca mientras preparaba las campañas de la Guerra de Mexico. Desde su lecho envió algunas cartas a la Prensa que contenían sus siniestras reflexiones, y que por cierto no hicieron mucho para avivar un posible espíritu combativo en la Unión.

 No obstante, para los primeros días de Diciembre volvería a levantarse y tomar el timón del Estado Mayor, colaborando esforzadamente con el Brigadier Wool. Este era otro hombre de la generación de Scott, (según la fuente consultada, se le atribuye ora 72 años, ora 76 años), pero del tipo bajo, delgado y fibroso, que envejece mejor. Aparte de ciertos problemas para montar a caballo, su salud no era mala y aun a otro nivel que el de su jefe, su historial resultaba excelente.

 En la Guerra de Mexico había tenido un importante mando independiente en el frente Norte de aquel país y luego, unida su fuerza a la de Zachary Taylor, había sido su segundo en el mando. En la Batalla de Buena Vista, fue él quien posicionó las baterías y eligió la excelente posición defensiva del Ejército estadounidense, haciendo probablemente la mayor contribución individual a la victoria de sus armas. Y más tarde había vuelto a destacar como comandante del Departamento del Noroeste durante las primeras guerras indias del Columbia Bassin.

 En realidad, lo sorprendente era que un hombre con tal historial, y que era Brigadier hacía más de diez años, no hubiese obtenido aún el ascenso a Mayor General. Y, aparte de la cicatera política de ascensos de la Secretaría de Guerra, la respuesta era que por desgracia, y aunque dotado de un buen olfato para los aspectos político sociales de la guerra, John Ellis Wool era cualquier cosa antes que diplomático.

 Así, había atribuido el grueso de la responsabilidad de la guerra con la tribu Yakima a la codicia y brutalidad de los colonos, y aún más a la falta de escrúpulos de los gobernadores territoriales, a uno de los cuales, Isaac Ingalls Stevens del Territorio de Washington, llegó a calificar ante la Prensa de “carne de presidio”. Y no digamos lo tempestuosas que habían sido sus relaciones con el Secretario de Defensa Jefferson Davis, y con el que detentaba aún el cargo en 1860, que como recordaremos era John Buchanan Floyd.

 Pero una temprana carta suya al Secretario del Tesoro Lewis Cass, (un unionista fiel que trataba de influir sobre Floyd para que cortara de raíz la rebelión), rebela una singular clarividencia sobre los acontecimientos que se avecinaban. En ella predice una pronta rebelión de South Carolina, que se extendería al resto del Sur Profundo y a la larga al grueso de los estados esclavistas. Predice también la propia arrogancia de los sureños, que les haría  perder toda oportunidad de evitar una guerra. Y finalmente que ésta, aunque larga y dura, sería indefectiblemente ganada por el Norte. Todo ello se iba a cumplir.

Wool pensaba que la única oportunidad de evitar el baño de sangre era hacer abortar el primer movimiento de South Carolina en raíz, y contaba con el apoyo de Scott y Lewis Cass, aunque los tres acabarían tropezando en el obstruccionismo de Floyd y el carácter timorato del Presidente James Buchanan.

La fuerza de que disponían tampoco era el orgulloso ejército de 29.000 hombres llenos de confianza que Scott comandara en los días de 1851. En primer lugar, las “oportunas” reformas de Jefferson Davis lo habían reducido a la oficialidad de Ordenanza, Intendencia, Ingenieros y Cirugía Militar, (sin tropas propias), y a las siguientes unidades:

                10           Regimientos de Infantería (numerados de 1 a 10)

                4             Regimientos de Artillería (numerados de 1 a  4)

                5             Regimientos de Caballería (Los 1º y 2º de Dragones, Fusileros Montados y 1º y  2º de Caballería).

Los efectivos en tiempo de paz, que con este esquema debería ser de unos 22.000 hombres, estaban bajos de sub-unidades, hasta resultar un total teórico de 16.000 hombres. De hecho, había en filas menos de 15.000 hombres, a los que se habría que agregar 600 reclutas recién ingresados, y aún sin instruir ni encuadrar.

Además, y como la disminución de efectivos había producido cierto exceso de oficiales, se había seguido una política de ascensos tan cicatera que muchos hombres valiosos dejaron las filas. Si a esto sumamos un despliegue extensísimo, con el grueso de las fuerzas perdidas por zonas semideshabitadas de los Departamentos del Oeste, Noroeste, Las Praderas, etc., más unos sueldos francamente bajos, a nadie extrañará saber que el Ejército estaba ganado por el aburrimiento, la rutina y la falta de horizontes, que minaban la moral y multiplicaban las deserciones.

El resultado final era que el Departamento del Este, cubriendo todo el país al Este del Mississippi, una inmensa costa y el grueso de las zonas habitadas, poseía una fuerza del todo ridícula, dispersa hasta lo puramente testimonial por infinidad de puestos, y casi sin reservas. Puestos ante la amenaza, y arañando desesperadamente el fondo del barril, Wool y el jefe Scott sólo pudieron reunir como reserva 5 compañías, con un total 460 hombres, a los que, en unas semanas reforzarían los reclutas, los cuales se pensaba integrar en unidades “ad hoc” en cuando supieran por que parte del fusil salían las balas. Hasta no hacía muchos meses, la Escuela de Artillería de Fort Monroe, en las Hampton Roads virginianas, podía haberles proporcionado unos cientos de hombres más, pero nada casualmente, el Secretario Floyd la había hecho cerrar la primavera anterior, alegando problemas presupuestarios.

Sobre el papel, la U.S. Navy poseía una fuerza más adecuada, (aunque no la correspondiente al país que llevaba medio siglo siendo la primera potencia mundial en flota mercante). Al parecer su composición era:

FLOTA DE VAPOR:

FRAGATAS: 9 (1)                                                            

(Hélice)  “COLORADO” “MERRIMACK” “MINNESOTA” “NIAGARA” “ROANOKE” “WABASH” (Ruedas) “MISSISSIPPI” “POWHATAN” “SUSQUEHANNA”              

SLOOPS PESADOS (Cruceros): 5 (2) (Hélice) “DACOTAH” “IROQUOIS” “MOHICAN” “NARRAGANSETT” “PAWNEE”

SLOOPS LIGEROS: 11 (3) “BROOKLYN” “HARTFORD” “LANCASTER” “PENSACOLA” “RICHMOND” “POCAHONTAS” “PRINCETON” “SAN JACINTO” “WYOMING” (Ruedas) “ALLEGHANY” “SARANAC”

CAÑONEROS: 16 (4) (Hélice) “CRUSADER” “ERICCSON” “JOHN HANCOCK” “KENOSHA” “MOHAWK” “MYSTIC” “SEMINOLE” “SUMPTER” “WYANDOTTE” (Ruedas) “ANACOSTIA” “FULTON” “MARION” “MICHIGAN” “PULASKI” “SAGINAW” “WATER WITCH”

FLOTA DE VELA:

NAVÍOS de PUENTE (antes activos): 5 (5) “COLUMBUS” “DELAWARE” “NORTH CAROLINA” “OHIO” “PENNSYLVANIA”                          

NAVÍOS de PUENTE: 5 (6) “ALABAMA” “NEW ORLEANS” “NEW YORK” “VERMONT” “VIRGINIA”

FRAGATAS: 11 (7) “BRANDYWINE” “COLUMBIA” “CONGRESS” “CONSTITUTION” “INDEPENDENCE” “POTOMAC” “RARITAN” “SABINE” “SAINT LAWRENCE” “SANTEE” “UNITED STATES”

BERGANTINES: 3 (8) “BAINBRIDGE” “DOLPHIN” “PERRY”

APOYO LOGÍSTICO: 6 (9) “BEN MORGAN” “CHARLES PHELPS” “FREDONIA” “RELEASE” “RELIEF” “SUPPLY”

SLOOPS de VELA: 21 (10) “CONSTELLATION” “CUMBERLAND”  “CYANE” “DALE” “DECATUR” “FALMOUTH” “GERMANTOWN” “JAMESTOWN” “JOHN ADAMS” “MACEDONIAN” “PLYMOUTH” “PORTSMOUTH” “PREBLE” “SAINT LOUIS” “SAINT MARY’S” “SARATOGA” “SAVANNAH” “VANDALIA” “VINCENNES” “WARREN”

EXPLICACIÓN A LAS NOTAS

1.       Las fragatas de vapor eran los buques más grandes de la flota, oscilando entre las 5.540Tn del “NIÁGARA” y las 3.200Tn del “MERRIMACK” y el “MISSISSIPPI”. Las de hélice eran de construcción reciente. En, cuanto al “POWHATAN”, carecía al parecer del pequeño subpuente de caza que, en la U.S. Navy de aquellos días, caracterizaba a una fragata, y por tanto debía ser contado en puridad como “sloop”. Pero, siendo con 3.675Tn de desplazamiento el cuarto buque de toda la flota en tamaño, he preferido alinearlo con las fragatas.

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 “POWHATAN”

1.       Todos de hélice y muy recientes, oscilando entre las 3.000Tn del “PENSACOLA” y las 2.532Tn del “BROOKLYN”.

2.       Todos muy recientes salvo los dos de ruedas y los “PRINCETON” y “SAN JACINTO”, oscilando entre las 1.567Tn. de éste último y las 989Tn. del “ALLEGHANY”.

3.       Muy variados, con tonelajes entre las 276Tn. del “ANACOSTIA” y las 865Tn del “MICHIGAN”, desplegado en los Grandes Lagos. Algunas unidades de palas no eran anticuadas, sino que se trataba de limitar su calado para hacerlas más eficaces en aguas costeras.

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1.       Entre las 3.105 Tn del “PENNSYLVANIA”, (el único “cuatropuentes” construido en los Estados Unidos), y las 2.480Tn del “COLUMBUS”. Todos en reserva o utilizados para acomodación, en 1860.

 

1.       Todos de 2.633Tn terminados pero nunca comisionados, y mantenidos en reserva, salvo el “NEW ORLEANS”, que permanecía inconcluso y desplazaba 2.805Tn.

2.       La “INDEPENDENCE” era un antiguo “dos puentes” reformada, de 2.243Tn. El resto eran la famosa serie “Cincuenta Cañones”, que oscilaba entre 2.200Tn del “CONSTITUTION” y 1.576Tn del “UNITED STATES”

“CONSTITUTION” (1997)

1.       Entre 368Tn para el “BAINBRIDGE” y 224Tn del “DOLPHIN”.

2.       Entre 800Tn para el “FREDONIA”, 363Tn del “CHARLES PHELPS” y 375Tn del “RELEASE”. Armados con sólo dos cañones ligeros, solían ser bricbarcas o navíos de vela.

3.       Esta serie era muy variada y presentaba bastantes peculiaridades. Así las unidades más pesadas eran dos fragatas de cincuenta cañones botadas en configuración de Sloop, (“CUMBERLAND” de 1.726Tn y “SAVANNAH” de 1708Tn). También los viejos “CONSTELLATION” de 1.265Tn y “MACEDONIAN” de 1.341Tn. (Capturado a los ingleses en la guerra de 1812-15), eran antiguas fragatas, reformadas. Por lo demás, el único sloop comparable era el “JAMESTOWN”, de 1.550Tn. El más ligero era el más pequeño de los dos “CYANE”, de 539Tn. y ya solo dedicado a acomodación. Y, cosa inaudita en una marina de guerra, había un segundo “CYANE” de 793Tn. y construcción más moderna, en activo en el Pacífico.

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CYANE” (793 Tn)

Además, la Marina podía en principio echar mano de los buques de varias organizaciones secundarias, como la Revenue Marine anticontrabando de la Secretaría del Tesoro, (que contaba con una treintena de cutters, sólo uno de ellos de vapor), el Coast Survey Service y el Lighthouse Board. Pero la mayoría de las unidades de éstas serían consideradas demasiado ligeras o no en suficiente buen estado, y aún parte de los buques reseñados en las listas de la U.S. Navy se encontraban tan abandonados que no alcanzarían estado plenamente operativo en toda la guerra.

Un problema aún más serio era la falta de personal, pues la Marina había sido reducida por debajo de los 6.000 hombres, con los que malamente se hubiese podido tripular siquiera los diez navíos más pesados de la lista. La serviciabilidad era por tanto baja, y más aún en los buques pesados.

Así, ni un solo navío de puentes estaba plenamente operativo, y de las fragatas de vapor sólo estaban en activo las “Niagara” y “Powhatan”. Para colmo el Secretario de Marina Isaac Toucey, de Connecticutt pero aparentemente “tocado” por sus camaradas secesionistas, se había dedicado desde antes del Verano a reforzar escuadrones alejados, como los de Africa, el Mediterráneo y el Mar de China, y en el momento de iniciarse las maniobras secesionistas sólo había, de los 42 buques en activo, 12 en aguas medianamente próximas a las costas sureñas, 8 de ellos en el Escuadrón del Golfo que, “casualmente”, había cambiado su habitual base en Pensacola por la bastante más lejana de Veracruz. En conjunto, lo que había más a mano era el crucero “Brooklyn”, el cañonero “Wyandotte”, (aún en pruebas y con dotación muy incompleta), y los buques de apoyo “Relief” y “Supply”.

Todo lo cual era preocupante, porque en realidad South Carolina, que iba a ser claramente el epicentro del terremoto, ya daba enormes señales de intranquilidad desde antes del día de elecciones. Y justo al día siguiente de la proclamación de Lincoln, los funcionarios federales surcalinos en el Estado renunciaron  a sus cargos, dando la secesión por hecha. (Así lo hicieron el Director de Aduanas de Charleston y el Presidente de la sala local del Tribunal Federal, Juez McGrath). Y a la vez, se reunió una asamblea política del Estado no para decidir no o si, sino cómo iba a llevarse a cabo la Secesión surcarolina.

Como primera medida se amplió la movilización de milicias estatales, y movilizó fuerzas de “minutemen” de la milicia de urgencia local, que fueron dotadas con poderes de estado de excepción, y dedicadas a atemorizar a los negros y los simpatizantes reconocidos del Norte y el Gobierno. Muchos de éstos últimos fueron expulsados del Estado, a veces tras ser alquitranados y emplumados por la milicia 

La única fuerza federal en South Carolina eran los 90 hombres de la guarnición del Arsenal y los fuertes de Charleston Bay, mandada por el viejo Coronel John L. Gardner. Este, preocupado e indignado ante la cantidad de milicias separatistas que se estaban acumulando en la ciudad, (que incluían la totalidad del bien armado y equipado 1º Regimiento de la Palmetto Guard o milicia regular surcarolina, bajo el Coronel Richard Herron Anderson), pidió refuerzos a Washington para tomar la iniciativa. Pero, aunque Scott y Wool estaban dispuestos a enviárselos en el “Brooklyn”, el Secretario Floyd logró persuadir a James Buchanan para que lo prohibiese, “para no aumentar el agravio de los surcarolinos”.

Como el belicoso Gardner parecía dispuesto a tomar la iniciativa incluso con sólo sus soldados (lo que era políticamente arriesgado y militarmente suicida), hubo que sustituirle por su segundo, el Mayor de Artillería Robert Anderson, hombre con fama de frío y contenido, y natural del Estado esclavista de Kentucky, al que además se dio instrucciones restrictivas. (Gardner, demasiado mayor para el campo de batalla, no tendría mandos activos en la Guerra Civil y sería pronto jubilado con una habilitación de Brigadier).

Entretanto, los secesionistas estaban encontrando muchas más dificultades que las que habían imaginado para obtener sus Actas de Secesión, en cualquier Estado que no fuera South Carolina. Les hizo especial daño la sesión del 14 de Noviembre en el Legislativo de Georgia, en que el prestigioso orador Alexander H. Stephens dio un revolcón a sus hombres de confianza, los jóvenes Robert Toombs y Alfred Iverson, ridiculizando el aire catastrofista con que pintaban la victoria republicana y la Presidencia de Abraham Lincoln.

Por ello, se decidió enviar sendos balones de oxígeno a los portavoces de la conspiración desde Washington y Charleston. En la capital federal, el Congreso inició sesión el 3 de Diciembre, y el 4, Buchanan y el Secretario del Tesoro Cobb, hablaron ante él. Buchanan, influido por sus colaboradores secesionistas, aseguró que ningún Estado tenía derecho a secesionarse, pero tampoco la Unión a impedirlo por las armas. Howell Cobb tenía que dar el informe anual del Tesoro sobre la situación económica y, aunque en realidad la crisis económica estaba pasando y el año había sido bastante bueno, (más siendo un año de elecciones), logró dar un informe más bien catastrofista, aprovechando las dificultades de los bancos a los que la banca del Sur, (con su ayuda), había estafado.

Cobb, que ya había dado mucho la cara, dimitió a poco, mientras su puesto en la orquesta secesionista del Gobierno era tomado por John Buchanan Floyd. Este, que ya estaba trabajando activamente en desviar cuanta partida de armamento pudiese a Arsenales en el Sur Profundo, remachó el efecto del discurso de Buchanan el día 6. En efecto ese día salió al paso de unos rumores que probablemente él mismo había hecho circular, asegurando solemnemente ante la prensa que el Gobierno no tenía intención de reforzar sus tropas en el Sur, ni de aplicar medidas militares contra los Estados que se secesionarian.

Tan absurda declaración acabó con la paciencia de Lewis Cass, que dimitiría de su puesto en el Gobierno casi a la vez que Howell Cobb, dando lugar a una remodelación en que el Tesoro fue a parar a otro ardiente unionista, John Adams Dix, mientras la Fiscalía General era ocupada por Edwig McMasters Stanton, un demócrata ultraconservador que había hecho campaña en el Norte por Breckenridge, pero también una especie de “bull-dog” legal, interesadísimo en ciertas extrañas transacciones en que estaban metidos varios miembros sureños del Gobierno.

Y tras este apoyo indirecto a los secesionistas desde Washington, fue la “Palmetto Guard” la que en Charleston, realizó el primer movimiento agresivo, poniendo el 8 de Diciembre una fuerte guardia en el Arsenal. Así, se impedía a las tropas de los fuertes aprovisionarse en él, y a la vez quedaba virtualmente cercada la minúscula guarnición del propio Arsenal, que mandaba el Capitán Andrew A. Humphreys.

Para entonces, el círculo de los que en el Norte se iban preocupando por la situación se estaba extendiendo rápidamente. Los hombres de negocios, asustados, comenzaban a arrepentirse de haber apoyado a Lincoln, los militares tomaban posición, (más de la cuarta parte de los del Ejército, y casi un 40% de los de la Marina, dimitirían al fin para ponerse al servicio de los secesionistas), y los políticos se devanaban los sesos, buscando por qué camino convencer a los sureños para que dejaran sus proyectos separatistas.

Y así, mientras en South Carolina florecían por todas partes las banderas estatales, (azules oscuras con un palmito plateado, por lo que se le conoce como el “Palmetto State”), y se multiplicaban las escarapelas del mismo azul en solapas y sombreros, en los días siguientes un plante de oficiales de Artillería detenía por primera vez las maquinaciones del Secretario Floyd, impidiendo que 70 grandes morteros Columbian de 10 pulgadas fueran enviados por aquéllos, (¡costos de viaje a cargo del Ejército Federal!). A Galveston y Ship Island, donde se les hubiera empleado en reforzar defensas secesionistas.

Casi de inmediato, el 18 siguiente, el prestigioso Senador John Jordan Crittenden, gran hacendado y propietario de esclavos de Kentucky, proponía a las Cámaras de Washington dictar un paquete de leyes de urgencia, que asegurasen a los estados esclavistas que su “peculiar institución”, (como ellos mismos la llamaban), no iba a ser atacada.

Pero nada podía detener ya el plan secesionista en South Carolina, y dos días después, el 20 de Diciembre de 1860, su Legislativo dictó un Acta de Secesión que fue solemnemente anunciada por el Gobernador FrancisWilkinson Pickens. ¡La Secesión había comenzado!

Mientras en el Norte se perdía el tiempo en asombrarse de esta novedad, el Mayor Anderson se enfrentaba en Charleston a un problema muy concreto. En efecto, los fuertes que defendían el canal de entrada a la bahía eran Fort Moultrie, junto a Moultrieville en la Isla Sullivan, y el mucho más poderoso Fort Sumter, erigido en una isla artificial en mitad de la boca de bahía, y de ello mucho más próximo al propio canal, que corría entre él y la punta de la Isla Morris. La pieza clave de la defensa era por tanto Fort Sumter pero, por necesitar una guarnición mayor y ser muy incómodo como alojamiento de tiempo de paz, estaba desocupado, mientras su fuerza permanecía en Fort Moultrie.

Y ahora, con South Carolina sublevada, sus milicias vigilaban para que no se le guarneciera y Anderson siguiera en un fuerte que podía ser tomado por asalto desde el interior de la Isla Sullivan en cualquier momento. Esto no le gustaba al Mayor, que inició sigilosos preparativos desde el mismo día del Acta de Secesión y la noche del 24 al 25, aprovechando las celebraciones de Navidad, pasó sigilosamente a Fort Sumter después de sabotear los cañones de Fort Moultrie. Llevaba consigo 55 soldados de Artillería, 15 músicos militares, un capellán, 9 oficiales incluyéndole a él mismo y 30 obreros norteños del Arsenal que eligieron seguirles. Hubo en cambio de abandonar al destacamento del Capitán Humphreys, que sería capturado junto con el arsenal al día siguiente.

Varios oficiales de Anderson alcanzarían el generalato en la Guerra Civil, incluyendo a Humphreys y los otros tres capitanes, Abner Doubleday, Truman Seymour y John Grey Foster, amén del teniente Jefferson Columbus Davis y hasta el Asistente Cirujano (Capitán Médico) Samuel Wylle Crawford, que pronto dejaría sus bisturíes por el mando 

Los sureños protestaron a coro que el Gobierno no había hecho honor a sus promesas, pues había reforzado un fuerte. Y Buchanan, apurado por el Secretario Floyd, llegó a amonestar públicamente al Mayor Anderson por su movimiento. Sólo que el rápido empeoramiento de la situación le estaba abriendo los ojos incluso a él, y Floyd no pudo arrancarle la orden de regresar a Fort Moultrie. Y, alegando diferencias irreconciliables con la Presidencia por tal causa, Floyd y el Secretario del Interior Thompson dimitieron a poco, desapareciendo rumbo al Sur y dejando el Gabinete despejado de conspiradores.

Casi en el acto se descubrió una posible causa más sólida para tan repentina salida de escena: las investigaciones de Stanton demostraron que, entre ambos, habían escamoteado 800.000$ de Fondos Públicos. (Lo que hubiese bastado por entonces para adquirir una flota de cabotaje de 40 goletas). Nunca se averiguaría bien si, o en qué proporción, aquella suma había acabado en las arcas secesionistas o en sus bolsillos.

Las Cámaras seguían mientras buscando una solución política al conflicto, y el 27 de Diciembre, la Comisión Senatorial presidida por Charles Francis Adams, (Senador de Massachusetts, de una familia que ya había dado dos Presidentes a la Unión), les presentó un proyecto que superaba las concesiones de Crittenden. Se trataba de aprobar una enmienda constitucional que prohibiera el paso a las Cámaras a toda Ley sobre la esclavitud que no fuese presentada por un Estado esclavista y avalada unánimemente por todos los demás.

Los generales Scott y Wool trabajaban el problema desde otro ángulo más inmediato, y habían comenzado por hacer una lista de los fuertes costeros que a la Unión le interesaba mantener en sus manos, por su valor estratégico para la presión política o, en última instancia, la guerra. La lista era la que sigue

Dos comentarios a esta lista:

1.       Que pese a tratarse en buena parte de fortificaciones desguarnecidas, todas ellas se encontraban en buen estado, con los cañones emplazados, y dotados de talleres de reparación y otras facilidades.

2.       Que no incluía ninguna fortificación ajena al territorio de John Ellis Wool y menos ninguna situada en Texas, donde la presencia de una voluminosa fuerza federal, bajo el mando del Brigadier David Emanuel Twiggs, parecía garantizar la situación.

Scott y Wool había de vencer el escollo que suponía además la llegada a Washington de una delegación surcarolina, que ofrecía al timorato Buchanan el mantenimiento del Status Quo: si el Gobierno no reforzaba Fort Sumter los surcarolinos no lo atacarían. Pero estaban convencidos de que los rebeldes solo buscaban ganar tiempo y, aprovechando la dimisión de Floyd, lograron organizar una operación de refuerzo a Fort Sumter.

Sólo que, a sugerencia del “resbaladizo” Secretario de Marina Toucey, y dado el horror del Presidente Buchanan a que su refuerzo hubiese de acabar abriéndose paso a cañonazos, la operación no se llevó a cabo con el “Brooklyn” u otro buque armado, sino intentando meter los refuerzos en la bahía “de contrabando”, a bordo de un transporte civil.

Esto era una peligrosa tontería, pues todo el éxito del plan dependía en forma absoluta del secreto, casi imposible de guardar en una ciudad como Washington, donde las tres cuartas partes de la población provenían del Sur y las dependencias gubernamentales hervían de simpatizantes de la rebelión. Y mientras se contrataban los servicios en charter del hermoso vapor “Star Of The West”, a cargo del Capitán Mercante John McGowan, y se hacía transbordar a él sigilosamente en alta mar tres compañías de infantería y artillería, los surcarolinos recibían noticia de estos rocambolescos planes. (Quizá los conocieran antes que el propio McGowan) El resultado fue que, el 9 de Enero de 1861, al enfilar el “Star Of The West” el canal de entrada a Charleston, se vio bajo el fuego de Fort Moultrie y un par de “sand batteries”, dispuestas al efecto en la Isla Morri. McGowan era tenaz, y trató de seguir adelante pero tras recibir 16 impactos en su buque, (que milagrosamente no hirieron a nadie), hubo de darse por vencido y regresar a alta mar.

Al producirse a la vista de Charleston, una activa ciudad de 35.000 habitantes, y atiborrada de enviados especiales de Prensa que venían a cubrir la noticia de la rebelión surcarolina, estos cañonazos suelen pasar por los primeros disparos de la Guerra Civil, pero en realidad no lo eran, como enseguida veremos.

Mientras el Sur Profundo, hiperexcitado por el ejemplo de la secesión surcarolina, hervía como el caldero de una bruja, mientras los conjurados secesionistas apelaban a cualquier procedimiento para obtener sus Actas de Secesión. Era un fenómeno tan visible que el Estado de Delaware, de legislación esclavista pero muy influido por Pennsylvania, y en el que apenas había 1.800 esclavos, se apresuró a desmarcarse de todo, pasando un referéndum por el que, el 3 de Enero, se había decidido por aplastante mayoría que Delaware permanecería en la Unión.

Precisamente la víspera, 2 de Enero, varios de los Gobernadores estatales implicados en la conjura habían dado un paso más, ocupando una serie de instalaciones de propiedad federal y no guarnecidas, situadas en sus Estados. Así se ocupó en Alabama, Fort Morgan y el Arsenal de Mobile, en Georgia, Fort Pulawski, y aun en North Carolina, donde no se planteaba todavía la Secesión en el Legislativo, Fort Macon, Fort Fisher a la boca del Cape Pear River, y el Arsenal de Fayetteville. A los que días después seguirían los menos importantes Fort Caswell y Fort Johnson.

Es obvio que para ese mismo día se había planeado enviar algunas milicias en botes a ocupar Fort Pickens, situado en el extremo occidental de la arenosa Santa Rosa Island, que cierra el Sound de Pensacola, dominando el canal principal de salida de la bahía. (Y que por motivos similares a los de Fort Sumter en Charleston Bay, estaba asimismo sin guarnición). Pero la operación hubo de demorarse, al encontrarse en aquellos días en Pensacola dos buques de guerra unionistas, el cañonero “Wyandotte” y el buque de apoyo “Supply”, que se habían reunido en la bahía para que el “Wyandotte” completara un poco su magra dotación con cargo a la del “Supply”. Su presencia hacía muy arriesgado el tipo de paseo en bote que las milicias habían de realizar, y la ocupación de Fort Pickens se demoró hasta el 7 de Enero en que ambos buques ya habían zarpado.

Sólo que, entre tanto, las ocupaciones del 2, habían dado que pensar al Teniente Adam Jacoby Slemmer, al mando de la minúscula batería federal de Fort McRea, situada en la costa al otro lado del canal, frente a Fort Pickens. Para evitar que algo parecido sucediera ante él, este decidido e inteligente oficial había hecho pasar, sin órdenes y bajo su propia responsabilidad, a parte de su diminuta fuerza de Fort Pickens. Y cuando la pretendida flotilla de ocupación se aproximó el 7 de Enero, se vio recibida desde el fuerte con cañonazos de aviso que la hicieron retroceder. Y fueron estos y no los de Charleston el 9 de Enero, los primeros disparos de la Guerra Civil.

A la vez, la Secesión comenzaba a extenderse. La primera Acta de Secesión aceptada tras la de South Carolina fue la de Mississippi, el 9 de Enero. Siguió el 11 la de Alabama, donde William Lowdes Yancey, quizá el extremista sureño más prestigioso en aquellos días, llegó a amenazar muy poco veladamente de muerte a los que se le oponían, y que tras feroces debates fue aprobada por 61 votos a 39. Y el 12 fue el turno de Florida con una diferencia más clara de 62 votos a 7.

Recibida por telégrafo, la noticia de esta aprobación dio lugar a la irrupción, preparada de antemano, de una fuerza secesionista en el área de la Bahía de Pensacola, entre los lugarejos de Warrington y Woolsey, que albergaba Fort Barrancas y el Arsenal de Warrington, el más importante de la Marina estadounidense en el Golfo de Mexico. El “Flag Officier” Armstrong, al mando de la fuerza federal en la bahía, quedó desconcertado al ver a su frente al Capitán V. M. Randolph, de la propia U.S. Navy, y el Arsenal fue ocupado sin resistencia por las milicias, (unos 500 hombres), que a continuación sacaron cañones de él para poner sitio a Fort Barrancas. Cierto que éste era un antiguo “presidio” español, no muy adecuado para la defensa, pero la Unión se indignó al saber que, tras unas horas de negociaciones, fue igualmente entregado sin resistencia. Fue una victoria bien limpia para Randolph y  el coronel de milicias, (un tal Lomax), que le servía de segundo.

Lo cierto es que en la bahía había más de 200 profesionales de la Marina y el Ejército federales, bien armados, y de no haber fallado obviamente la moral de la oficialidad podían haber contenido a sus oponentes. Lo único que se salvó de aquella jornada para la Unión fue de nuevo la actuación del Teniente Slemmer que, aprovechando las horas de negociación y con la ayuda de su amigo el Teniente James H. Gilman, reunió partidarios de la resistencia a ultranza, y se fue a atrincherar con ellos a Fort Pickens, llevándose consigo 11 cañones de 32 libras de Fort McRea, e inutilizando ésta fortificación, el resto de cuyos cañones fueron clavados a fondo. Su fuerza consistía en la antigua guarnición de McRea, soldados sueltos de distintas unidades, trabajadores norteños del Arsenal, y hasta un pequeño destacamento de “marines”, dejado atrás días antes por el cañonero “Wyandotte”. Total 80 hombres.

Como vemos, de los 14 fuertes de la lista pergueñada por Scott y Wool, 6 habían caído ya en manos de los rebeldes. Los dos generales trataban sin embargo aún de asegurar el mayor número posible de ellos, y ya el 7 de Enero habían enviado hacia el Sur el “Brooklyn”, con las dos compañías de reserva de que disponían, mientras lograban que una compañía de “marines” prestada por la Flota guarneciera al menos Fort Washington.

Las dos compañías enviadas en el “Brooklyn”, bajo el mando conjunto del Mayor Lewis C. Arnold, alcanzaron el extremo de Florida casi a la vez que se producían los últimos sucesos relatados. Allí, parte pasó a reforzar la débil guarnición de Fort Taylor, en Key West, y el resto, bajo el propio Arnold, ocupó el vacío Fort Jefferson, en las Dry Tortugas. Justo a tiempo, pues a los dos días su presencia obligó a dar media vuelta a una flotilla de veleros, que venían cargados de milicianos de la Florida continental, dispuestos a ocuparlo para los rebeldes.

La sucesión de secesiones había sufrido un cierto alto ante la resistencia del Legislativo de Georgia, Estado que se interponía entre los cuatro ya rebelados, dividiéndolos en dos  zonas geográficas separadas, y también ante la evidencia de que su furia independentista estaba causando rechazo en los Estados esclavistas no pertenecientes al Deep South.

Y ante estas dificultades, los extremistas decidieron jugar la carta de la moderación. Así, los más violentos fire-eaters comenzaron a pasar a segundo plano, y el propio Alexander Hamilton Stephens, que tanto daño les había causado en Georgia, fue no derrotado o persuadido, sino simplemente comprado con la vicepresidencia de la futura Confederación. Y, con esta nueva estrategia, lograron que Georgia aceptara al fin, el 16 de Enero y por tan sólo 165 votos a 130, pasar a votar el Acta de Secesión, que fue aprobada el 19, por 208 a 89. Después fue Louisiana el Estado que aprobó su acta el 28, por 113 votos a 17.

Mientras, los Estados secesionados estaban embargando los buques federales surtos en sus puertos. Eso era lo que había hecho en Diciembre South Carolina con el “cutter” de la Revenue Marine “William Aitken” en Charleston. Y lo propio acababa de hacer Florida con el bergantín “Dana” y el viejo cañonero de palas “Fulton” de 698 Tn y botado en 1837, que se encontraba en dique en Pensacola, en muy mal estado de conservación. Esto era grave para los buques de la Revenue Marine, asignados por Estados, y por tanto muy dispersos y fáciles de embargar.

Por ello el nuevo Secretario del Tesoro, General retirado John Adam Dix, se esforzó en sacar del Deep South los buques allí destacados, enviando agentes con instrucciones en tal sentido. Sólo que el grueso de su oficialidad estaba “tocado” por los rebeldes, y remoloneaba para dar tiempo a que se efectuaran los embargos. Al fin Dix, furioso, envió el 29 de Enero una serie de telegramas ordenando a sus agentes destituir en el acto a los oficiales obstruccionistas. En uno de ellos, dirigido al que se encargaba del cutter “Robert Mcclelland”, sito en New Orleans, acababa estallando: “Y dispare de inmediato sobre cualquiera que intente arriar la bandera de los Estados Unidos”.

Estos telegramas fueron interceptados por los vigilantes secesionistas, y sólo se salvarían finalmente los cutters “James C. Dobbin” (con base en Savannah, Georgia, donde en cambio fue embargada la goleta del Coast Survey Department “Gallatin”) y “John Appleton” (que casualmente tenía su base en Key West, Florida, justo bajo los cañones de Fort Taylor). A cambio se perderían también los “Lewis Cass” (Mobile/Alabama), “Morgan” (Biloxi/Mississippi) y “Washington” y “Robert Mcclelland” (ambos en New Orleans/Louisiana).

Pero después, y con curiosa miopía en gentes tan acostumbradas a abusar del jingoísmo en su propaganda, los secesionistas publicaron el telegrama antes citado, tratando con ello de exponer la “brutalidad norteña”. Y como deberían de haber supuesto, su texto fue acogido con orgullo y entusiasmo por las masas norteñas, que estaban hambrientas de un poco de autoestimación nacional, y entre las que se hizo muy popular bajo el nombre de “Telegrama De La Bandera”.

Pocos más preparativos hicieron el Norte en aquel mes de Enero. Los generales Scott y Wool hubieron de limitarse a encomendar la reorganización de las milicias del Distrito Federal al Capitán de Intendencia Charles Pomeroy Stone, destinado en la capital. (Por otro lado era una labor inaplazable en los tiempos amenazadores que corrían. En efecto, y dado el origen del grueso de la población de Washington, la mayoría de las unidades de la milicia oscilaban entre ser simpatizantes del Sur y francamente secesionistas. Sería necesario reorganizar a fondo varias de ellas, creando una nueva agrupación en batallones)

Y no es que ambos generales no estuvieran suspirando por reforzar los fuertes Sumter y Pickens pero no lograban materializar sus planes, parte por la “timidez” del Presidente Buchanan, parte por las interferencias del nuevo Secretario de Defensa, Postmaster Holt, que aunque lleno de buenas intenciones era un perfecto entrometido.

Así, si bien en cuanto el “Brooklyn” hubo regresado de su singladura a Florida, ellos lo cargaron con los 200 reclutas mejor entrenados, dispuestos a reenviarlo hacia el Sur para que reforzara Fort Pickens, Holt se interpuso, exigiendo que se emplearan en ello hombres más veteranos y la determinación, de cuales iban a ser éstos, retrasó la nueva operación por semanas. Para cuando el “Brooklyn” zarpó al final, eran los últimos días de Enero, y lo que transportaba era una Compañía de artilleros sin cañones, (Compañía “A” del 1º de Artillería), mandada por el Capitán Israel Vodges. Y, como entre tanto las primeras unidades del Escuadrón del Golfo ya habían acudido al escenario de la crisis, no zarpó solo. Le acompañaba en su singladura el sloop “Macedonian”.

Esa misma disponibilidad de más buques hizo que Scott y Wool prepararan para fin de mes un nuevo plan de refuerzo a Fort Sumter, en el que los buques habían de abrirse paso a cualquier precio. Pero éste fue vetado por Buchanan, y no sin justificación. La situación política era tan delicada, tanto respecto a los Estados esclavistas que aún no se habían secesionado, como de la propia retaguardia norteña, que podía ser muy arriesgado ponerse en una tesitura que permitiera a los sureños calificar al Gobierno de agresor.

            El Presidente James Buchanan seguía siendo un hombre indeciso y falto de ideas, pero iba quedando claro que su apuesta era por el Norte. Así, aquel mismo mes de Enero permitió que Kansas votara al fin su propia Constitución, por supuesto libre, y entrase en la Unión como vigesimocuarto Estado. Y en un destello de energía militar que desde luego no duraría, dio las primeras órdenes para organizar tres nuevos regimientos: los 11º de Infantería, 5º de Artillería y 3º de Caballería.

Pero ponía ahora todas sus esperanzas en el último proyecto de solución pacífica a la Secesión surgido de las Cámaras. Lo apadrinaba John Tyler demócrata moderado de Virginia, que por una larga serie de circunstancias que sería ahora largo relatar, había sido Presidente entre 1840 y 1844, al frente de una Administración Whig. No se le había considerado entonces una lumbrera, pero era el tipo de político cuya honesta torpeza acaba por ser recordada con nostalgia en tiempo de tiburones, y demócratas, republicanos y Whigs le profesaban mucho respeto.

Tyler había reunido en Washington una gran convención de 133 representantes de los Estados, llamada “Asamblea De La Paz”, que intentaba de nuevo hacer que el Sur profundo volviera a la Unión garantizándole la pervivencia de la institución esclavista. Sus conclusiones, publicadas el 4 de Febrero, fueron que debía dictarse una enmienda constitucional que prohibiera al Gobierno Federal intervenir en el carácter libre o esclavista de cualquier Estado o Territorio.

El Presidente entrante Lincoln, que había seguido los debates desde su Illinois, encontró sin embargo la fórmula demasiado humillante para el Gobierno central. Y, no creyendo además que el Sur fuese a aceptarla, se negó a adoptarla remachando: “No se gana nada con adular a la canalla responsable de la actual crisis”.

Su sospecha de que el Sur no iba a aceptar la fórmula de Tyler no podía ser más acertada. De hecho, los secesionistas habían iniciado el mes con las primeras maniobras destinadas a lograr la secesión de Texas, y a la vez, y el mismo 4 de Febrero de 1861 en que Tyler publicaba sus conclusiones, los representantes de los seis Estados secesionados se reunían en Convención en Montgomery (Alabama), con el propósito declarado de dar a luz una Confederación de Estados.

Una carta que tenían guardada en la manga era la forma en que abordaron el asunto de Texas. En el Norte era sabido que, habiendo sido Texas un país independiente durante diez años, y como quiera que ciertos proyectos secesionistas de hacer la guerra a Mexico concordaran perfectamente con los deseos de buena parte de la clase alta lejana que lo componía, el Legislativo de Texas votaría fácilmente un Acta de Secesión. Pero se confiaba en dos seguridades. De un lado, el Gobernador del Estado era una vez más el viejo héroe de su independencia Samuel Houston, que exigía que cualquier decisión del Legislativo contra la unidad nacional fuese sometida a un referéndum popular. De otro, la presencia de casi 2.500 soldados federales, al mando de David Emanuel Twiggs, suponía una considerable “presión silenciosa” para el Acta y el referéndum.

De forma que la Unión quedó perpleja cuando, el 1 de Febrero, el Legislativo texano anunció que había aceptado un Acta de Secesión. Pero la perplejidad se convirtió en asombro e ira cuando, a continuación, el Brigadier Twiggs, que había sido ganado por los rebeldes, ordenó a sus soldados abandonar Texas, entregando armas, municiones, edificios y pertrechos a las autoridades del “Estado Soberano de Texas”. (Su propio cuartel general, situado en la histórica Misión de El Álamo, en San Antonio de Béjar, sería enseguida entregado al Coronel de la milicia texana Benjamín McCulloch, un antiguo héroe de los “rangers”).

Con éstos precedentes, se pudo pasar de inmediato al referéndum con la seguridad de ganarlo, y la delegación lejana se apresuró a partir para Montgomery en la seguridad de no perderse muchas sesiones. Mientras, Sam Houston fue declarado incapacitado y sustituido por el Vicegobernador Edward Clark. La secesión de Texas había sido un éxito.

En tanto la Convención de Montgomery, en la cresta de la ola de optimismo creada por este nuevo éxito, ratificaba la Secesión. “La separación es perfecta, completa y perpetua”, se burló Howell Cobb, que presidía la Convención como delegado de Georgia, parafraseando precisamente uno de los textos fundacionales de los Estados Unidos que los secesionistas siempre habían fingido ignorar. (Lo que, por cierto, es una prueba más de que los secesionistas de más alto rango siempre supieron perfectamente que sus alegaciones jurídicas no tenían la menor base)

El 8 de Febrero se adoptó una constitución calcada casi línea por línea de la de la Unión, salvo porque ponía desde luego la soberanía en los Estados, y establecía explícitamente la institución de la Esclavitud. Y el 9, Jefferson Davis, que hasta el último momento había seguido considerándose un hombre del aparato militar, fue encargado de formar el Gobierno Provisional que sería el primero de esta nueva Confederación. La composición de este Gabinete fue la siguiente:

Sólo contenía un auténtico fire-eater, Toombs, contrapesado por la Vicepresidencia de Stephens, tan ajeno al extremismo. En cambio reunía hasta tres ex-Presidentes de Comisiones Permanentes del Senado de la Unión de la última legislatura: el propio Davis (Guerra), Mallory (Marina), y Benjamín (Reclamaciones de Tierras Públicas), Además, dos de sus miembros eran emigrantes nacidos en el extranjero: Memminger (alemán) y de nuevo Benjamín (judío sefardita inglés, aunque nacido en las Antillas). Los secesionistas, que sentían que el próximo paso sería “hacer la corte” a Virginia, jugaban fuerte la baza de la moderación.

   Jefferson Davis fue investido a los acordes de “Dixie”, canción del compositor Daniel Emmett, estrenada en New York City en 1859, que iba a ser el himno semioficial de la nueva república. Y su primera bandera sería la “Bandera De Montgomery”: lucía dos anchas bandas rojas horizontales, separadas por una blanca, y un cuartel azul ocupando el extremo superior junto al mástil, tachonado de siete estrellas blancas por los siete Estados de la Convención de Montgomery.

Aquí acaba en realidad este tercer capítulo, con la proclamación solemne de una Confederación aún limitada a siete Estados. Pero, antes de pasar adelante, me creo obligado a dar respuesta a una pregunta que yo mismo me hice llegado a este punto, y quizá también el lector se haga. ¿Todo esto por la esclavitud? Y, si así era, ¿por qué no se intentó siquiera aceptar las ventajosas ofertas de Crittenden, Adams y Tyler? Mi conclusión, en lo que pueda valer, es que la esclavitud no fue en absoluto la causa de la secesión.

 Desde luego, hubo algunos testimonios de confederados que así lo confirmaron. Como fue el discurso del Vicepresidente Stephens el 21 de Marzo de 1861 en Savannah, “Discurso de la piedra angular”

 ”era la gran verdad de que el negro no es igual al hombre blanco, esta esclavitud, subordinación a una raza superior, es su natural y normal condición. Nuestro nuevo gobierno es el primero, en la historia del mundo, basado sobre esta gran verdad física, filosófica y moral”~

Pero como en asuntos históricos se puede siempre encontrar casi cualquier testimonio que se desee, la prueba mas clara es que, si olvidamos algunas salidas de tono sin base de la propaganda fire-eater, la permanencia en la Unión favorecía más a la esclavitud que la independencia sureña. En un Sur independiente, a los esclavos les bastaba cruzar el río Ohio para estar a salvo. Y en el Norte consiguientemente agraviado, las redes de fuga de esclavos no serían ya actividades clandestinas y con aura antisocial, sino empresas nobles, humanitarias y hasta patrióticas a ojos de todos. ¡Aquellas redes se multiplicarían, y las fugas de esclavos podían aumentar diez, veinte o cincuenta veces!

 ¿Entonces? Pienso que la esclavitud había servido al Sur para diferenciarse y enriquecerse. Y que las clases dirigentes sureñas se habían habituado a ejercer un poder político y social desproporcionado respecto a su capacidad económica. Eso se debía en parte al hábil manejo, como arma política, de la diferenciación causada, por la propia esclavitud. Y en parte a la mucha mayor dedicación a la política del grueso de sus hombres más carismáticos; en el Sur, un joven ambicioso y emprendedor no encontraba apenas más caminos ante sí que éste o el del Ejército, mientras el Norte, en pleno desarrollo industrial y comercial, y con una actividad colonizadora mucho más intensa, ofrecía muchas alternativas.

Pero a la vez, y también a causa de la esclavitud, el Sur había escogido el camino de ser un productor de materias primas. Y a la larga no podía convivir con un país industrial dentro de las mismas fronteras, sin que éste acabara tomando el timón. Para 1860, el momento del relevo en ese timón había llegado, (de hecho más bien con retraso). Y, como tantas veces ha sucedido en tantas partes del mundo, los viejos amos pretendían cambiar las reglas del juego y seguir mandando. En este caso, y como la propia esclavitud había creado una frontera interna, que separaba la sociedad en vías de industrialización de la más tradicional, su solución era dividir el país para conservar el poder en su fragmento.

 Naturalmente, esto se hace a veces difícil de ver por la continua presencia de la esclavitud en todo el proceso: como  origen desde varias direcciones a la vez, como arma de unos y otros, como chivo expiatorio. Pero recuérdese que, cuando se tocó anteriormente el tambor secesionista, fue en 1830 por una cuestión de aranceles, y en 1850 por la admisión de California. Y debemos pensar que en realidad no se trató de los aranceles en 1830, de California en 1850 o de la esclavitud en 1860. El verdadero nombre del juego era otro. El verdadero nombre del juego era PODER.

Resultado de imagen de Fort Sumter 1861

Capítulo IV: Fort Sumter. "Casus Belli"

Pese al aspecto amenazador de los episodios del 9 de Enero de 1861 en Charleston y el 12 de Enero en Pensacola, tanto Fort Sumter como Fort Pickens se vieron después encerrados en sendas bolsas de calma aparente, llegando a un “modus vivendi” con las fuerzas que los asediaban. En Fort Sumter ésto se inició cuando el Mayor Anderson, furioso por el ataque contra el “Star of the West”, envió una nota indignada al Gobernador Frederick W. Pickens, que tras las elecciones había sustituido a Gist en South Carolina. Este respondió y se siguieron intercambiando notas, en tono cada vez menos agresivo, hasta alcanzarse una especie de equilibrio que duraría bastantes semanas.

En Fort Pickens sucedió lo mismo después de que, el 15 de Enero, el Coronel W. H. Chase, curiosamente natural de Massachusetts, que había quedado al mando de las fuerzas de asedio, tratara de persuadir al Teniente Slemmer para que entregase la fortificación. Para remachar la falsa calma, una delegación de Florida alcanzó en aquellos días Washington, llevando al Presidente Buchanan proposiciones parecidas a las que ya le había hecho la de South Carolina. (Es decir, asegurando que sus fuerzas no ejercerían violencia contra Fort Pickens si éste no era reforzado).

Winfield Scott y John Ellis Wool estaban seguros de que los sureños sólo querían ganar tiempo para reunir un tren de sitio, y otras facilidades para el asalto a ambas fortificaciones. Pero Buchanan prefirió creer en la sinceridad de la tregua e incluso, cuando en Febrero el “Brooklyn” alcanzó al fin aquellas aguas, le prohibió desembarcar la compañía del Capitán Vodges. En vez de ello, el “Brooklyn” y el “Macedonian” debían costear Santa Rosa Island, desembarcándola solo si se producía un ataque contra Fort Pickens.

Hasta Scott y Wool debieron aceptar tal orden, aun a regañadientes. Pero el que hubo de recibirla con la mayor indignación era sin duda el Capitán David Glasgow Farragut, comandante del “Brooklyn” al mando de la pequeña fuerza naval. Porque la dicha orden le obligaba a costear semana tras semana una costa peligrosa, (con riesgo de perder algún barco y arruinar su carrera), sólo para tener a punto un refuerzo que, si el enemigo atacaba Santa Rosa Island con botes, probablemente no se podría desembarcar a tiempo. Pues lo lógico era que el enemigo escogiese para su ataque la noche, o un día de tormenta, (para dificultar su puntería a los cañones de Fort Pickens). Y en tales condiciones el desembarcar los refuerzos por la costa de la isla que daba al mar, mucho más agitado que el interior de la bahía, sería una operación muy delicada.

Y es que el Presidente Buchanan parecía paralizado por las responsabilidades que encerraba la situación. No llegó al extremo de vender Fort Sumter y Fort Pickens a las delegaciones rebeldes de South Carolina y Florida, como éstas comenzaron pronto a solicitar, pero el fracaso del último plan de paz del ex-Presidente Tyler le había descorazonado de tal forma que se negaba a tomar ni una iniciativa más, dejando gustoso todo el paquete de problemas en manos del Presidente entrante Abraham Lincoln, que sería investido a comienzos de Marzo

Mientras, el Secretario de Guerra Holt rizaba el rizo con sus gaffes. Logró así ofender seriamente al Teniente Coronel Pierre G. T. Beauregard, hombre de Louisiana que estaba haciendo una excelente labor como director de la Academia de West Point, convenciendo a instructores y cadetes para que no se pasaran a los confederados. Y el resultado fue que el propio Beauregard presentó su dimisión y se dirigió al Sur. 

Ya sabemos por tanto las causas de la escasa actividad del Gobierno Federal y sus fuerzas en Febrero de 1861. Veamos ahora el porqué tampoco los confederados se mostraban muy activos. Lo cierto es que el flamante Gobierno Provisional Confederado también estaba muy ocupado tratando de dotarse del esqueleto de un aparato estatal, y tocando a muchos caciques locales de la política sureña, a menudo aún poco convencidos por el “invento” de la Confederación. Además, enfrentaba ciertos problemas.

El más urgente era completar el desarme de las fuerzas federales rendidas por la traición del Brigadier Twiggs en Texas. De hecho, ya desde el primer momento Twiggs se había visto desafiado por las actitudes de los coroneles Reeve y Lee, siendo la desafección de este último, la en principio más preocupante, por tratarse del comandante de la “Franja del Nueces”, que cortaba el paso a la frontera mexicana

Este Lee no era otro que el Coronel Robert Edward Lee, ex-comandante del 2º de Caballería, el hombre que había capturado a John Brown y lo más parecido a un aristócrata con que contaban los Estados Unidos de América. Su familia era la propietaria de la mayor parte de la ciudad de Leesburg y una enorme hacienda, aguas arriba por el Potomac de Arlington. Había habido una larga amistad entre ellos y los Washington, y su padre, apodado “Lighthorse” Lee, había mandado para George Washington la Caballería del Ejército Continental. Finalmente, el propio Robert E. Lee se había casado con la última mujer de ese apellido, uniendo las dos fortunas y convirtiéndose en el propietario de la famosa finca de Arlington, (en la que en efecto, se encontraba descansando cuando se produjo el asalto de John Brown al Harper’s Ferry).

Pues bien, éste prestigioso hombre mantenía que la orden de Twiggs era ilegal y en ningún caso debía de ser obedecida. Afortunadamente para los sureños, (y un poco sorprendentemente), el grueso de los oficiales de su mando decidieron desoír su interpretación, y el Coronel Lee fue detenido por sus propios hombres y sometido a vejaciones por ellos hasta que se le puso a bordo de un buque que zarpaba de Brownsville para el Norte. Este extraño comportamiento, (Lee estaba en general muy bien considerado en el Ejército), se debe a que en la Franja del Nueces estaba en curso una típica “guerra sucia”.

En efecto, la Franja del Nueces había sido arrebatada por los texanos por pura fuerza. Por ello la población mexicana estaba aún resentida, y un antiguo propietario de la zona, despojado por los gringos, se apoyaba en ella para llevar a cabo raids desde el otro lado de la frontera, al frente de una guerrilla montada. Era Juan Nepomuceno Cortina, pelirrojo con barba cortada en hacha que gastaba un uniforme con quepis y charreteras, pero no muy recargado, lejos de la imagen clásica del “desesperado” mexicano.

Su primer gran raid, en 1859, le había llevado a ocupar Brownsville por varios días y matar no menos de quince texano-estadounidenses, y desde entonces, la zona estaba en pie de guerra. Y la “guerra sucia” había dado su propio toque extremista a los oficiales del mando de Lee, que lo despreciaban como a un pretencioso “caballero” que quería hacerles seguir reglas estúpidas. Estaban pues maduros, (como se vio), para la traición, si ésta se vestía con ropajes extremistas.

Aún eliminado Lee, quedaba la resistencia de Reeve, y aún algunos focos en torno a oficiales leales en la propia Franja del Nueces, como los capitanes Charles W. Hill y George Stoneman en Fort Brown, junto a Brownsville. Contra estos focos actuaron en Febrero 7 compañías de voluntarios texanos, mandados por el Coronel John Salmon Ford, y apoyados desde el Río Grande por los vapores armados “General Rusk” y “Ocean Tug”.

Los secesionistas de Texas prefirieron sin embargo usar la persuasión y enviando a Ben  McCulloch a adquirir armas en Europa, trajeron para sustituirle a un militar, que quizá se  entendiera mejor con estos militares. Se trataba del ex-Capitán de Caballería Earl Van Dorn, que llegó de New Orleans a ocupar el puesto de McCulloch.

Van Dorn tenía fama de Don Juan y de bebedor, pero también era un héroe de las últimas guerras indias de Texas, en las que había sobrevivido a un flechazo en el vientre por el que los médicos le habían dado por muerto, y contaba con la confianza de los texanos y un sólido prestigio en  el Ejército. Y en efecto, lo hizo muy bien, logrando en pocos días convencer a Reeve para que entregase su mando. Poco después Hill y Stoneman, paulatinamente abandonados por sus hombres, también hubieron de ceder Fort Brown. (Como ambos bandos tenían por entonces diferentes razones para ocultar estos combates, no se guarda apenas informes sobre ellos y se ignora si hubo bajas o cuantas fueron).

Ahora los texanos tenían ya casi todo su territorio, con Fort Brown, El Alamo, Fort Arbuckle y Fort Wachita vigilando el Territorio de las Cinco Naciones, Fort Lancaster en el Pecos y Fort Davis en los Montes Davis, al este de la confluencia de los ríos Grande y Conchos  y la localidad mexicana de Presidio del Norte. La única parte que no controlaban del Estado era su extremo Oeste.

Era ése un territorio de desiertos salinos y montañas erosionadas, recorrido por bandas apaches de lipán, concho, jumano y mescalero, y mejor comunicado con Mexico al Sur, o Nuevo Mexico al Norte, que con el resto de Texas. Existían en él dos fuertes aún en manos federales: Fort Quitman en los Montes Quitman, y Fort Bliss, junto a El Paso. Y por él se cruzaban en aquellos días una corriente de oficiales que, abandonando a sus tropas en Nuevo Mexico, trataban de unirse a los confederados en Fort Davis, y otra de soldados desarmados y refugiados civiles, que cruzaba hacia El Paso para reunirse con los unionistas.

Otro problema pendiente de los secesionistas era el caso de los Estados de Tennessee y Arkansas, donde las proposiciones de votar un Acta de Secesión habían sido rechazadas. El asunto era particularmente sangrante en Arkansas, donde no sólo el Gobernador Henry Rector era fanáticamente secesionista, sino que la milicia había sido perfectamente “trabajada”, y el Legislativo presentaba una mayoría aplastante de partidos teóricamente proclives al secesionismo.

Ocurría que los fire-eaters locales estaban divididos en dos grupos antagónicos. Uno, de demócratas extremistas y liderado por el propio Rector, representaba la facción más ferozmente estatalista. El otro, bajo Thomas Carmichael Hindman y compuesta de una mezcla de demócratas y “whigs” de extrema derecha, era más bien proconfederación. Y para acabarlo de arreglar, ambos líderes eran dos “prima donnas” que se detestaban mutuamente. Habían debido de aliarse para arrebatar el timón del Estado a sus antiguos dirigentes, pero todo el mundo veía su acuerdo inestable.

Y a esos antiguos líderes, aún muy poderosos, les encantaba hacerles tropezar. Se trataba de la facción local del Partido Demócrata apodada “Demócratas de Johnson”, o simplemente “La Familia”. Bastantes conservadores, quizá no hubiesen hecho ascos a la Secesión en otras circunstancias, pero veían a Rector y Hindman como un par de advenedizos de dientes afilados, y gozaban sacándoles de quicio.

Incluso, aprovecharon su dominio del departamento político de la Milicia para estropear al Gobernador su dominio sobre ella. Así, crearon en Febrero un Ejército Estatal de Kansas, designando su Alto Mando con absoluta malignidad. Para Mayor General y jefe supremo escogieron a James Yiell, whig secesionista, pero ardiente enemigo del Gobernador. Y para Brigadieres y jefes de sus divisiones tomaron los dos demócratas más antisecesionistas de todo el Estado: en la 1ª División (West), Nicholas B. Pearce, ex-director de la campaña de Stephen Douglas en Arkansas, y en la 2ª (East), Thomas H. Bradley, el más rico propietario de esclavos del Estado y también el hombre que más ferozmente había combatido las ideas secesionistas en el Legislativo estatal.

Sin embargo, la milicia acababa de ser reorganizada de cara a la Secesión por un militar de prestigio, el Coronel William Joseph Hardee, que había sido el ayudante militar de Jefferson Davis cuando éste fuera Secretario de Defensa en 1853-57. Juntos habían dado a luz un nuevo Reglamento de Combate para la Infantería Ligera, inspirado en el francés y ahora conocido como “Hardee’s Tactics”. Y creó el sombrero que en 1860-61 era el favorito del Ejército Federal, también llamado “Hardee” o a veces “Jeff Davis”.

Se trataba de un sombrero de copa muy alta y casi completamente cilíndrica, superficie charolada y ala bastante ancha, cuya parte izquierda debía reglamentariamente alzarse, y prenderse al costado de la copa con un prendedor que presentaba el escudo federal, y servía además para sujetar tres plumas negras. (Siendo la copa tan alta, el ala doblada llegaba poco más allá de la mitad de su lado). En 1861, todo el mundo en Estados Unidos lo consideraba el no va más de la elegancia marcial.

La milicia reorganizada por Hardee tenía un vivo espíritu combativo, y ya el 8 de Febrero logró un señalado éxito, al apoderarse con una astucia y sin derramar sangre del Arsenal Federal de Little Rock. El autor del plan empleado era un soldado raso de la milicia, un emigrante irlandés llamado Patrick Romayne Cleburne, que ejercía como farmacéutico en Helena. En el acto se le ascendió a Capitán, y en pocas semanas se le daría el mando de un regimiento, inagurándose así la carrera que le llevaría a ser apodado “El Stonewall Jackson del Oeste”.

Hardee estaba sin embargo muy enfadado con la conducta obstruccionista para con su milicia de los “Demócratas de Johnson”. Y, reuniendo una brigada de hechura propia, abandonó Arkansas, dirigiéndose al Deep South, donde a finales de mes guarnecería Mobile, asombrado e indignado de que las autoridades de Alabama sólo estuvieran dedicando 200 milicianos para guarnecer Fort Morgan y este puerto, de enorme importancia estratégica. Comenzada a organizar antes de la Convención de Montgomery, la unidad, llamada “Brigada de Arkansas”, enarbolaba banderas azul oscuro, en honor a la de South Carolina. Y como Hardee era un hombre cabezota y poco tratable, sus banderas azules iban a menudear por todos los frentes de la zona central hasta el mismo fin de la guerra.

En la propia Arkansas, uno de los comandantes de Brigada de la 1ª División o del Oeste, Napoleón Bonaparte Burrow, de la 3ª Brigada, marchó con su fuerza a la región de Van Buren, intimidando a la guarnición del puesto federal de Fort Smith a entregarlo. El comandante de dicha guarnición, Capitán  Samuel Davis Sturgis, se negó a ello y Burrow puso asedio a Fort Smith.

Poco más puede decirse que sucediera hasta la investidura de Abraham Lincoln, salvo que a fin de Febrero llegó a puerto unionista, de regreso de los mares de China, la fragata “Niágara”, que era el buque más potente de la flota en activo. Y de otro lado que, al amparo de la extraña tregua reinante, Fort Sumter perdió a uno de sus defensores y adquirió otro en su lugar.

Durante la tregua, los familiares de defensores del fuerte que vivían anteriormente en Charleston evacuaron hacia el Norte. Y, tras una breve consulta entre Anderson y el Gobernador Pickens, éste permitió que el Segundo Teniente T. Talbot, (equivalente al Alférez español), el más joven de los hombres del Mayor, cruzara las líneas confederadas para llevar correo de su superior a Washington. En cambio, cuando volvió con la respuesta no se le permitió pasar, siendo enviada aquella a Fort Sumter en un bote confederado bajo bandera de tregua. (Así es como el Fuerte perdió un defensor, pues Talbot hubo de regresar al Norte). Y tampoco al Mayor Don Carlos Buell, enviado por Buchanan con despachos para el Gobernador Pickens, se le permitió el acceso.

La adquisición del último defensor fue más rocambolesca. Sucedió que la esposa de Anderson, enferma crónica que vivía en New York, decidió que su marido debía tener en aquel trance la compañía de la que había sido su mano derecha cuando era más joven: el Sargento Peter Hart, antes del Ejército y ahora de la policía neoyorquina. Y, tras consultarlo con Hart y su esposa, emprendió el viaje a Charleston, con el Sargento fingiendo ser su ayuda de cámara y enfermero. Naturalmente, ante un caso como el de esta esposa enferma, Frederick Pickens no tuvo más remedio que darle un salvoconducto para que visitara a su esposo en el fuerte. Y cuando la señora Anderson dejó Fort Sumter y regresó al Norte iba sola. El Sargento Hart se había unido a los hombres de su marido.

Mientras, Abraham Lincoln había debido permanecer semana tras semana, desde la elección, en su casa de Springfield (Illinois), mordiéndose los puños de impotencia ante unos acontecimientos en los que aún no podía intervenir, aunque por fortuna el General Winfield Scott le mantenía al corriente, por carta, de todos sus detalles.

 “Sólo espero, (escribió en aquellos días) llegar a Washington a tiempo de cerrar la puerta del establo antes de que roben el caballo. Pero temo no encontrar más que las huellas de sus herraduras”

Para colmo, su popularidad estaba empeorando aún antes de que él hiciese nada por ganarla o perderla. Esto se debía en parte a que los industriales, que le habían apoyado esperando obtener un Gobierno republicano sin Secesión, estaban más bien arrepentidos de haberlo hecho y, en forma incongruente pero muy humana, tendían a echarle la culpa a él. Y de otra a que los rebeldes y sus títeres en el Norte, para enturbiar las aguas, estaban haciendo una fuerte campaña de desprestigio contra él.

Les ayudaban dos factores. De un lado que, como muchos de ellos pertenecían a la llamada “buena sociedad”, podían emplear los reflejos de solidaridad y el “telégrafo interno” de ésta, que es a menudo particularmente vil en sus métodos cuando trata de hundir a un ser humano. De otro que en especial en el Este, una buena parte de las bases republicanas, aún enfadadas por el escamoteo de su candidato favorito, Seward, eran mucho más receptivas de lo que hubiese sido lógico a aquella basura. Por que la campaña era pura basura, una mezcla de lugares comunes y simples mentiras, sin pies ni cabeza.

Así se decía que Lincoln tenía aspecto de mono, que no sabía hablar en público, o que su incultura era un insulto a la Nación. Y de hecho, pertenecía exactamente al tipo humano más diferente del mono, y está hoy considerado como quizá el mejor orador de la Historia de Estados Unidos. En cuanto a su cultura, era muy amplia, aún con algún “lunar” de autodidacta, y en todo caso era ridículo que pretendieran utilizar tal argumento los secesionistas y sus amigos, todos ellos adoradores del Presidente Andrew Jackson, que era lo que hoy se llama un analfabeto de segundo grado (Se atribuye la fórmula de aceptación estadounidense “OK” a la costumbre de Jackson de aprobar documentos cruzándolos con estas letras, iniciales fonéticas de las palabras inglesas “All Correct”).

Lincoln había partido ya de Springfield el 11 de Febrero, realizando al estilo de la época un lento viaje en tren, de ciudad en ciudad, camino de Washington. Era muy consciente de los problemas que aguardaban a la Nación y a él mismo como Presidente, con siete Estados sureños en rebeldía, y otros siete en la tentación de seguirlos, mientras el Norte cruzaba un invierno de confusión y desánimo.

Esta confusión abonaba proyectos peregrinos, y ya había quienes hacían planes para secesionar California y Oregón bajo la Presidencia de John Charles Fremont. A la vez, el oportunista y desvergonzado alcalde de New York City, Fernando Wood, trataba de secesionar la ciudad y su entorno “por la duración de la crisis”. (El proyecto, ya avanzado, fracasó finalmente porque los otros alcaldes implicados desconfiaban de Wood, que era demasiado ostensiblemente “una buena pieza”).

Para colmo, durante el viaje corrieron rumores de una acción de los secesionistas que impediría la investidura. En el Norte no se les dio mucho crédito pero, dado cómo pintaba la Prensa secesionista a Lincoln es muy fácil que a menos un grupúsculo secesionista hubiese hecho planes para atentar contra él, y otros varios (a estilo fire-eater), se jactaran de lo mismo sin que fuera cierto. Además es indudable que una gran concentración de secesionistas se había acumulado en Baltimore, aunque lo más seguro es que la intención de éstos fuera más bien hacer regresar su tren a Philadelphia, o todo lo más arrebatarlo y retenerlo como rehén de Dios sabe qué atrabiliarias reivindicaciones.

Incluso el escocés Allan Pinkerton, fundador en 1850 de la primera Agencia de Detectives Privados americana, le hizo advertir de que tenía pruebas de que se preparaba un atentado contra él. (Hoy sabemos que Pinkerton era bastante embustero, pero entonces gozaba de gran prestigio). Finalmente el propio General Winfield Scott, que había dado crédito a ciertas confidencias recibidas apuntando a lo mismo, le envió aviso a Philadelphia de que no pasara con su séquito por Baltimore.

A regañadientes, Lincoln aceptó a adelantarse al séquito, y pasar por Baltimore de incógnito, llegando a Washington con sólo un secretario y un guardaespaldas, (proporcionado por Pinkerton). Pero el Norte se mostró incrédulo, (aún no había habido nunca un atentado contra un Presidente de los Estados Unidos), y consideró tal proceder cobarde, y el prestigio del nuevo Presidente sufrió un nuevo bajón. La Unión, desesperanzada, buscaba un chivo expiatorio en el que desahogar su frustración, y creyó encontrarlo en aquel Presidente provinciano y desgarbado, todos cuyos actos eran pasados por un estrecho tamiz, a la busca de con qué crucificarlo.

El resultado fue visible ya en la misma ceremonia de Investidura, celebrada el 4 de Marzo, dos días después de que la secesión de Texas fuese confirmada por el referéndum que Sam Houston había exigido. Era entonces costumbre que el Presidente entrante, que llegaba cubierto, se quitara el sombrero ante el honor recibido, y permaneciese descubierto mientras pronunciaba el Discurso de Investidura. Pues bien, la condición de apestado político del desgraciado Lincoln llegaba ya a tal punto, que nadie de entre las filas de su propio Partido se ofreció a tenerle la chistera, (como era el procedimiento habitual), y a punto estuvo de haber tenido que pronunciar todo el discurso embarazado por ella.

En mudo reproche a los republicanos, fue su antiguo conocido y rival Stephen Arnold Douglas quien se levantó de las finas demócratas y recogió la chistera de Lincoln, sentándose de nuevo, con ella en la mano, en primera fila. Douglas conocía  a su enemigo favorito, y sabía que Lincoln tenía más riñones que toda aquella banda de engreídos, por lo que estaba muy interesado en verle actuar. Y desde luego el Presidente no le decepcionó, anunciando una Gobierno que era lo más próximo a un Comité de Salvación Pública que pudo pergueñar. Esta era su composición:

Cameron y Welles eran cazadores de cargos impuestos por los capitalistas que habían financiado a Lincoln; aceptándolos sin rechistar, ofrecía solapadamente el mantenimiento de la alianza. Los famosos Seward y Chase suponían una mano abierta hacia las grandes tendencias del Partido, y Bates y Blair otra parecida a ciertos sectores extremos. Así Bates, de origen virginiano, representaba las opciones mas conservadoras, y Blair, experimentado funcionario y hermano del activista abolicionista de Missouri, Francis Preston Blair, hacía el papel opuesto.

Pero era el Gobierno más conveniente para la Nación, no para Lincoln que no teniendo en él ningún elemento que le fuera próximo, sólo recibió en principio algún apoyo del Vicepresidente Hamlin, inoperante en el sistema estadounidense, y luego de Gideon Welles. Este, con ser una ayuda impuesta, un empresario de escaso prestigio y un ignorante en temas navales, cuajó inesperadamente en un colaborador fiel y eficaz y un excelente Secretario de Marina. (Aunque un poco ridículo, porque usaba un bisoñé “no domesticado”, que tenía el vicio de inclinarse provocativamente sobre su cabeza en las posiciones más inesperadas y los momentos más inoportunos).

En los primeros días, el más problemático miembro del Gobierno iba a ser Seward, un hombre delgado, saltarín y narigudo con algo pajaril en su persona que, quién sabe porqué, había creído que iba a ser él, y no un Lincoln de menor experiencia, quien detentara el poder real. Así, intentaba imponer aún por encima del Presidente sus propios planes, a menudo bastante insensatos y, en su entusiasmo y su febril actividad, era tan delicado de manejar como una bomba con la mecha encendida. (Su proyecto favorito era reunificar el país buscándole un peligroso enemigo exterior, y su principal duda era, si bastase con entrar en guerra con Francia y España a la vez o sería necesario añadir al “paquete” Inglaterra)

El Discurso de Investidura de Lincoln el 4 de Marzo fue muy apaciguador, pues esperando una guerra larga y dura no quería que se le pudiera presentar como el hombre que la provocó. Ofreció incluso, si no las bicocas de Crittenden, Adams y Tyler, la vuelta al Status Quo anterior, manteniendo la Fugitive Slave Law sobre la interpretación de que las “personas” de que hablaba la Constitución incluían los esclavos. (Y sí el de Justicia Taney quedaba en mal lugar, el sucio viejo se lo había buscado). Más tarde, los abolicionistas le reprocharían mucho este ofrecimiento. Pero, como sin duda Lincoln ya sospechaba, no había peligro de que los confederados corrieran a aceptarlo.

En efecto, el mismo 4 de Marzo Jefferson Davis anunció por el contrario la creación de un Ejército Provisional de la Confederación, y a los pocos días hizo un llamamiento pidiendo para formarlo 100.000 voluntarios de los siete Estados sublevados, para servir por un periodo de un año, a lo que siguieron los primeros nombramientos de Brigadier General de este nuevo Ejército. Fueron los siguientes:

Cada Estado tenía su propia Milicia, con varios Brigadieres y sólo un Mayor General. Este último era un cargo principalmente político y aunque algunos de estos Mayores Generales se tomaban en serio las obligaciones militares de su puesto, como Lowell en Louisiana, o Jefferson Davis cuando lo ejerció en Mississippi, otros no lo hacían en absoluto. Y ese era por ejemplo el caso de Howell Cobb Mayor General de Georgia.

En el acto, Pierre Beauregard fue enviado a Charleston, y Braxton Bragg a Pensacola, para hacerse cargo respectivamente de los asedios de Fort Sumter y Fort Pickens. Aún, de momento, sin acompañamiento de tropas, el envío de ambos generales perfilaba el deseo del Gobierno Confederado de ir tomando protagonismo, intentando demostrar su operatividad para contener las tendencias centrífugas propias de una Confederación compuesta por Estados Soberanos.

 En Pensacola, Bragg encontró un desierto. Las fuerzas eran pequeñas y mal preparadas, los preparativos escasos, y ni siquiera pudo integrar en su fuerza a la Brigada de Arkansas, situada en el no tan lejano Mobile. El estatuto de esta fuerza, que ni pertenecía al Ejército Provisional ni a la milicia de ninguno de los siete estados sublevados, era un misterio, Así que se vio obligado a empezar por el principio.

En cambio, Beauregard, al llegar a Charleston con su Jefe de Estado Mayor, el Mayor David Rumph Jones, encontró un  ejército bastante adecuadamente organizado. Y es que Sumter no era Fort Pickens; estaba demasiado a la vista, en el centro de la Bahía de Charleston, la ciudad más activa de South Carolina, el Estado más simbólico para los secesionistas. Era a la vez un enclave estratégico, un símbolo y una posible arma política en manos de los siempre extremistas surcarolinos, que podían presionar sobre él  para enfurecer a los unionistas, si creían que alguien estaba intentando pactar con ellos, adoptando posturas “heréticamente” conciliadoras a espaldas de South Carolina.

Así, Beauregard contó con los servicios del Coronel y ex-Senador James Chesnut, de quien hizo su segundo, de los Coroneles de los Regimientos 1º y 2º de la Palmetto Guard, Richard H. Anderson y Joseph Brevard Kershaw, y de otros futuros generales de la Confederación como William H. C. Whiting y Johnson Hagood. La Artillería estaba mandada por los Tenientes Coroneles Roswell S. Ripley y William G. De Saussure y el Capitán Stephen Dill Lee, pariente lejano de los Lee de Virginia al que ascendió a Mayor y convirtió en su edecán. Y el pequeño despliegue naval, bajo el Comandante Hartstein, (equivalente al Capitán de Fragata español), comprendía los vapores artillados “Gordon”, “Lady Davis” y “General Clinch”, de 518, 250 y 256 Tn respectivamente, y el último de ellos de ruedas, y el vaporcito “Catawba” y el velero “Governor Altken”, (secuestrado en Diciembre, y antes del Lighthouse Board), desarmados y empleados como buques bandera de tregua.

Las tropas de la “Palmetto Guard” lucían sus típicos uniformes de levita y pantalón azul oscuro, con quepis tipo “chasseur” y el palmito totémico repetido por doquiera en metal blanco. Y otras tropas imitaban este estilo, aunque el Regimiento de Cadetes Zuavos de Charleston prefería un uniforme gris, con chaqueta corta y quepis y muchos detalles en rojo, y los palmitos en latón amarillo. Pero aún buena parte de las milicias eran “minutemen” locales, que llevaban simplemente armas y correajes sobre su ropa de civil más sólida.

Y Beauregard, previendo el posible futuro, comenzó a trazar planes de fuego y a buscar nuevos emplazamientos de baterías para un eventual bombardeo del fuerte.

En Washington, el Presidente Lincoln no ignoraba tales preparativos, pero necesitaba unas semanas para que su Administración comenzara a moverse con fluidez, así como para dejar pasar un tiempo prudencial tras sus ofrecimientos del Discurso de Investidura. Para fin de Marzo, ese periodo ya había transcurrido, y el Presidente estaba seguro de que lo más conveniente era mantener a toda costa los fuertes, y no sólo por evitar al Gobierno Federal nuevos desprestigios.

En efecto, los fuertes representaban una zona de contacto y posible fricción con el Sur, y Lincoln estaba seguro de que, si la mantenía lo suficiente, los impacientes secesionistas cometerían en ella un grave error, dándole la palanca con que mover al Norte contra ellos. Por tanto preparó, con Gideon Welles y el General Scott, un plan para llevar alivio simultáneamente a Fort Sumter y Fort Pickens en la segunda semana de Abril; Pickens resultó la parte fácil del proyecto, pues allí un desembarco no suponía atravesar las defensas enemigas. Se decidió que la compañía de Israel Vodges fuese desembarcada allá bajo la protección de una fuerza naval reunida al efecto. La “Macedonian” ya no estaba, pero al “Brooklyn” se unirían los cañoneros “Wyandotte” y “Crusader”, y en buques de vela la gran fragata “Sabine”, el sloop “Saint Louis” y el buque de apoyo “Supply”. Que permanecerían un tiempo en aquellas aguas para disuadir al enemigo de una reacción rápida y violenta.

Fort Sumter era otra cuestión, pues para acceder a él había en cualquier caso que combatir a las baterías de los surcarolinos si éstos no daban su permiso, (que no darían), realizando una acción de aspecto más agresivo, y por tanto más peligrosa políticamente. Y el hecho es que su guarnición asediada estaba acabando sus últimos suministros, con lo que tendría que rendirse pronto si no recibía al menos éstos.

De manera que lo que Lincoln hizo fue escribir oficialmente al Gobernador Pickens, anunciando que iba a enviar suministros a Fort Sumter en un barco civil y desarmado, que no transportaría tropas, armas ni municiones, y que ofrecía que fuese revisado. Así, si los confederados le permitían seguir hasta Fort Sumter, la situación se prolongaba mucho más de lo que ellos habían esperado. Y si no se lo permitían habrían de capturarlo o hundirlo, convirtiéndose claramente en agresores. (Desde luego, ese buque sería seguido de una flotilla de buques de guerra y transportes de tropa, que se pondrían en acción en el acto si era agredido).

Se contrató al efecto por chart los servicios de dos grandes remolcadores, “Yankee” y “Uncle Ben”, que podían ser muy útiles para una acción dentro de una bahía, y de tres transportes de vapor. El primero, “Baltic”, era el que tenía asignada la delicada tarea de entrar en la bahía con los suministros, y sin armas ni tropas. Los otros dos, “Atlantic” e “Illinois”, transportarían un batallón mixto, de 800 hombres, bajo el mando del Coronel  Harvey Brown. Y para escoltarlos se utilizaría el pesado “Powhatan”, los sloops de hélice “Pawnee” y “Pocahontas”, y el recién recibido de la Revenue Marine de New York cutter de vapor “Harriet Lane”, de 600 Tn.

(El “Harriet Lane”, con base en New York City, era el único vapor de la Revenue Marine y el mayor de sus buques por un muy amplio margen y, pese a haber sido botado tan tarde como en 1857, había ya hecho funciones de cañonero en el incidente del Paraguay de 1858; con su propulsión por ruedas laterales era especialmente indicado para aguas poco profundas) 

Se designó para el mando de la expedición a un marino de confianza, el Capitán Gustavus Vaasa Fox. Pero la flota hubo de zarpar incompleta, pues el “Powhatan” había sido enviado por el entrometido Seward y sin pedir autorización o notificarlo a cualquier otro miembro del Gobierno, a reforzar Fort Pickens con una compañía mandada por el Capitán Montgomery Meigs.

El resto de la fuerza se hizo a la mar, pero la mala suerte la perseguía y, ante las costas de North Carolina hubo de soportar una tormenta que retrasó mucho su avance y causó serios daños en el remolcador “Uncle Ben”. Este recaló para reparaciones en el puerto norcarolinos de Wilmington, y allí se convertiría en la primera pérdida naval unionista de la guerra, al ser secuestrado por orden del Gobernador Ellis, el fire-eater al frente de North Carolina.

Mientras, la nota de Lincoln había llegado hasta el Gobierno confederado de Montgomery, obligándole a una decisión rápida, mientras se recibían en él varias peticiones de notables secesionistas sugiriendo que se hiciera “correr la sangre”, tanto para lograr la adhesión de nuevos Estados, como para acallar ciertas dudas sobre el movimiento secesionista que al parecer crecían en zonas ya secesionadas, como Alabama.

Y casi por unanimidad se escogió bombardear Fort Sumter antes incluso de que el buque de provisiones lo alcanzara. La excepción era curiosamente el fire-eater Robert Toombs, que señalaba que tal decisión podía suponer la guerra. Siendo casi un puro separatista, ya había alcanzado sus objetivos básicos, y podía permitirse ser más realista. En cambio, para el resto del Gabinete, atraerse a Virginia y el evitar dar un paso atrás tras haberse involucrado en el bloqueo de Sumter, era tan importante que no pudieron o no quisieron ver el peligro de guerra. O al menos de una guerra a gran escala

“Sr. Presidente, la decisión actual se trata de un suicidio y un asesinato, además de que perderemos a todos nuestros colegas del Norte. Por capricho, van a golpear un nido de avispones que se extenderán desde los océanos hasta las montañas, y sus legionarios, actualmente tranquilos, van a invadirnos lentamente y matarnos a todos con sus picaduras. No es necesario poner la culpabilidad en nuestro bando y esto resultará siendo fatal”

Declaración de Toombs[]

Así que Beauregard recibió orden de tomar el fuerte a toda costa, mientras numerosos prohombres secesionistas acudían a Charleston para no perderse el momento histórico. Así los periodistas virginianos Roger Atkinsons Pryor y Edmund Ruffin, (el último de ellos casi de la generación de Calhoun, y en su día su publicista favorito) o el texano Louis T. Wighfall, que llegó a tiempo de aceptar una coronelía.

Beauregard tenía ahora instaladas en la bahía 14 baterías con 42 piezas pesadas. Pero una emplazada en Castle Pinckney, (en el islote llamado Shuttes Folly, junto a la ciudad), estaba demasiado lejano, y seis “sand batteries” instaladas en las islas Sullivan y Morris, demasiado orientadas hacia mar abierto para ser empleadas contra Fort Sumter.

Eso dejaba a Beauregard con cuatro “sand batteries”, dos en la Isla James, entre la Isla Morris y la confluencia de los ríos Cooper y Ashley donde se levantaba Charleston, (y una de ellas parcialmente acogida a las ruinas del antiguo Fort Johnson, situado allí), una junto a la localidad de Mount Pleasant, en la orilla septentrional, y otra en la Isla Sullivan, junto a Fort Moultrie, y además sus tres bazas claves en el plan de bombardeo.

Estas eran la misma batería de Fort Moultrie, puesta de nuevo en acción, una batería flotante situada no lejos de la misma Isla Sullivan, y una potente batería blindada, con tres Columbian de 10 pulgadas, situada justamente en Cummings Point, el extremo de la Isla Morris y el trozo de tierra más próximo al fuerte Sumter.

Armado con tales argumentos, Beauregard envió el 11 de Abril un ultimátum al Mayor Anderson, y durante 24 horas, aunque sin resultado, el Coronel Chesnut y el Mayor Lee fueron y vinieron en las embarcaciones de tregua entre el mando de Beauregard y el fuerte. Pero aquel intercambio de notas de cortesía no produjo ningún efecto, y el bombardeo se hubo de emprender el día 12, a las 4:30 de la madrugada.

En teoría, el fuerte era capaz de presentar una considerable resistencia. Se había ponderado mucho sus posiciones de tiro cubiertas, y la solidez de sus bóvedas, (de ladrillo, pero de 4 y 5 metros de espesor). Y su artillería sumaba unos sesenta cañones, incluyendo algún Columbiad de 10 pulgadas. Sólo que el Mayor Robert Anderson sólo disponía de 110 hombres, que aún en condiciones ideales no hubiesen podido manejar más allá de una docena de piezas.

Y las condiciones distaban de ser ideales. Faltaban angarillas para el transporte de los proyectiles pesados, escaleras de mano para desplazamientos rápidos y otro material auxiliar. Y para colmo el fuerte, de planta de pentágono, había sido ideado para defender Charleston de un peligro que llegara de fuera de su bahía, no para defenderse a sí mismo de Charleston y su bahía. Así, toda su parte trasera, desde la que la fusilaban cuatro baterías, carecía de emplazamientos y aspilleras. Algo había hecho Anderson para tratar de subsanar esta deficiencia, haciendo subir con poleas algunos de los cañones más manejables a lo alto del fuerte. Pero como Beauregard logró crear una gran densidad de fuego secundario, que hacia llover continuamente metralla sobre estos emplazamientos al descubierto, tales cañones no fueron prácticamente usados.

El primer disparo se hizo desde un mortero de 10 pulgadas de la batería de las ruinas de Fort Johnson, y aunque Edmund Ruffin aseguraría a menudo más tarde haberlo hecho él, (cosa que se creyó a pies juntillas por largo tiempo), lo hizo un anónimo “Teniente Henry Farley”, de la milicia surcarolina. (En realidad, Farley ofreció el honor de dispararlo no al “imaginativo” Ruffin, sino a su compañero Pryor, pero éste lo declinó a última hora, quizás algo agobiado por la responsabilidad).

La densidad de fuego resultó tat:36.0pt"> Esta obra, llamada por los rebeldes “Iron Battery”, presentaba la forma de un tejado de dos aguas muy inclinado, en el que se abrían tres portas blindadas que sólo permanecían abiertas para que sus Columbiad hiciesen puntería. La batería flotante, al otro lado de la bahía, era una estructura muy similar, aunque con menos plancha de hierro de recubrimiento, y naturalmente situada sobre una gran balsa.

Los Columbiad de la “Iron Battery”, tirando de cerca, tenían unos efectos pavorosos sobre los muros de ladrillo, en los que iban marcando feroces dentelladas. En cambio los cañones de Fort Sumter, no pudiendo afectarla ni alcanzar a las baterías que lo fusilaban por su parte trasera ciega, acabaron debiendo limitarse a disparar sobre las sand batteries de la Isla James, bastante lejanas y no demasiado importantes en el bombardeo. Y el martilleo artillero continuaba casi sin pausas.

Pronto, los proyectiles rebeldes comenzaron a agrietar los depósitos de agua potable, a la vez que se iban declarando impresionantes incendios. Uno consumió el pabellón de los alojamientos, junto con las despensas y las pertenencias personales de los defensores. Otro que se inició más tarde, amenazó pronto los polvorines, obligando a la mayoría de los hombres a trabajar hora tras hora no solo para combatirlo, sino aún más para trasladar, municiones y pólvora a lugar seguro, o anegar ésta con bombas para evitar una explosión que daría al traste con todo.

Ya casi no quedaban brazos para los cañones, y el fuego de contrabatería se había reducido a un nivel ridículo. Pero el martilleo enemigo no cesaba, durando todo el día 12 y prolongándose durante la noche del 12 al 13, que los defensores pasaron combatiendo nuevos incendios y trasladando una vez más la pólvora. En la mañana del 13, cuando la flotilla del Capitán Fox llegó al fin a lo largo de la bahía, aún luchando con la tormenta que había causado la baja del “Uncle Ben”, el fuerte era ya una construcción en ruinas, coronada por una gran columna de humo y llamas y sobre la que seguían cayendo los proyectiles de los rebeldes.

Y lo peor era que Fox no pudo hacer nada pues, con aquella mar tan movida, sus buques corrían peligro de ser arrojados a la costa si se aproximaban a ella para emprender combate, y su puntería se vería enormemente afectada por el oleaje (y eso sin hablar de que, por la intromisión de Seward, le faltaba su buque más potente, el “Powhatan”).

En el fuerte incluso habían fallado algunos cañones (varios se salieron de sus rieles, y en uno el cañón saltó fuera de su cureña al ser disparado). Todo el mundo estaba agotado tras más de 24 horas de acción continua, y muchos hombres estaban fuera de combate por los gases sofocantes y el humo producido por los incendios. En conjunto, la situación se hacía rápidamente insostenible.

Aprovechando una reducción del volumen de fuego, a primera hora de la tarde del día 13, el texano Louis T. Wighfall se presentó a parlamentar en un bote, demostrando indudable valor al desafiar el fuego de los suyos, y una sincera preocupación por las vidas de los defensores. Fue gracias a ese interés como persuadió a Anderson, que tras recibir la promesa de que su fuerza recibiría las mismas honrosas condiciones que se le habían ofrecido antes del bombardeo, mandó izar bandera de tregua. En el acto cesó el cañoneo, que había durado casi 36 horas y arrojado sobre Fort Sumter 2.360 proyectiles sólidos y 908 granadas.

Todo el mundo quería participar en las negociaciones de rendición, y los buques banderas de tregua y botes iban y venían por la bahía, llevando a la fortificación militares y civiles secesionistas. Este extraño turismo tuvo hasta su componente cómico a cargo de Roger Atkinson Pryor  que, nervioso, bebió un vaso de algo que parecía agua y resultó no serlo y, so capa de un alegado envenenamiento, fue sometido por el Ayudante Cirujano Crawford a un terrorífico tratamiento de vomitivos, enemas y purgantes, que sospechamos innecesario y vengativo.

Milagrosamente, no había habido ningún muerto ni entre los sitiadores, ni entre los sitiados. Sólo había, entre éstos últimos, un buen número de pequeñas heridas y excoriaciones causadas por la metralla de ladrillo, quemaduras y semisofocaciones causadas por la lucha contra los incendios. Y eso es bien notable contando con que en ésta se habían realizado algunos actos bastante arriesgados, y que en dos momentos diferentes del bombardeo, dos temerarios habían salido al techo, bajo la lluvia de metralla. Uno fue el Sargento de Artillería John Carmody, que lo hizo para disparar algunos de los cañones situados en él, que estaban cargados. El otro nuestro ya conocido Peter Hart, que salió a clavar la bandera, caída al partir su mástil un proyectil, al muñón de mástil restante.

 Sin embargo, el Hado había dispuesto que la jornada no se cerrara sin sangre, y después de la rendición, cuando la derrotada guarnición arriaba solemnemente aquella bandera entre salvas de saludo, uno de los cañones empleados explotó, matando instantáneamente a un artillero e hiriendo a otros tres, de los que uno moriría enseguida.

 Y en la mañana del 14 de Abril, con la desgarrada bandera que tenían autorizado llevarse cuidadosamente plegada, y la banda tocando “Yankee Doodie”, los hombres de Robert Anderson dejaron definitivamente el fuerte, pasando al vapor “Catawba” y de éste al pequeño “Isabella”, en el que los secesionistas les autorizaron a unirse a la flotilla de Fox, que los esperaba frente a la bahía. (Allí parece que se les trasbordó definitivamente al “Baltic”, en el que se les trasladaría al Norte).

La noticia del bombardeo había volado en alas del telégrafo, poniendo en vilo ambas partes de la nación. Para el 13, el asombro se iba transformando en regocijo en el Sur e ira en el Norte, y para cuando el 14 la rendición del fuerte fue confirmada, grandes manifestaciones recorrían las calles de muchas ciudades norteñas, pidiendo la guerra con la Confederación, y las milicias de muchos Estados del Norte comenzaron a concentrarse espontáneamente.

 Aquella misma tarde, Stephen Arnold Douglas corrió a la Casa Blanca a ofrecer su apoyo a Lincoln, y desde la mañana siguiente, comenzó a propagar la doctrina de que, fueran las que fuesen las diferencias entre demócratas y republicanos, el Gobierno debía ser considerado ante todo el de la Nación, y apoyado incondicionalmente ante un estado de guerra “de facto”. (Pronto se le uniría la voz del ex-Presidente John Tyler, y Lincoln iba a vivir cierta luna de miel, aun poco duradera, con el Partido Demócrata, que le facilitó mucho estos primeros meses).

 Ahora la Confederación, como se había acusado a Mexico de hacer en 1846, había “invadido territorio de los Estados Unidos y atacado a sus fuerzas armadas". Abraham Lincoln tenía ya su palanca, y Fort Sumter sería el “casus belli” de la Guerra Civil. El 15 de Abril anunció que la flota bloquearía las costas rebeldes e hizo el primer llamamiento de tropas.

 Previendo una guerra larga y dura, y no queriendo sin embargo ser tachado de belicista, fue un llamamiento modesto: mientras Jefferson Davis había pedido el mes anterior 100.000 hombres durante un año a siete Estados, él dirigiéndose a 27, pidió sólo 75.000 hombres durante tres meses, que era el tiempo clásico de servicio de las milicias.

 Entretanto y según el plan original, la flotilla federal de Pensacola había desembarcado en la noche del 12 al 13 de Abril en Santa Rosa Island los 90 hombres de Israel Vodges, reforzados por escuadras de marines de los buques hasta sumar cerca de 150, relevando a Slemmer y sus fatigados seguidores. Pero ahora, con una guerra ya inmediatamente en puertas, incluso 150 hombres resultaba poco, y con Welles y Scott, Lincoln decidió emplear allí la fuerza del Coronel Brown, cuyo destino original en Fort Sumter se había evaporado.

 Así, los transportes “Atlantic” e “Illinois” siguieron viaje hacia el Sur, reuniéndose con el “Powhatan”, al fin “encontrado” a su paso por Key West, y los cañoneros “Mohawk” y “Water Witch”. En Key West, esta fuerza se vio incrementada por la ya empleada en Pensacola, (“Brooklyn”, “Sabine”, “Saint Louis”, “Crusader”, “Wyandotte” y el buque de apoyo “Supply”) y reemprendieron la singladura hacia Pensacola, donde desde luego nadie iba a intentar detener un desembarco en Santa Rosa apoyado por una fuerza tan seria. Esta operación se realizó el 20 de Abril y, aunque Brown había dejado parte de su tropa, y de la aportada por el Capitán Meigs, como refuerzo de las guarniciones de Fort Taylor y Fort Jefferson, aún sirvió para elevar el número de defensores de Fort Pickens bien por encima de los 800 hombres, diez veces más de los que había tenido Slemmer. Pero para cuando se produjo este refuerzo, la caja de los truenos se había puesto en marcha y los acontecimientos se precipitaban.

El primer indicio claro fueron las respuestas que Lincoln recibió a su petición de voluntarios por parte de los gobernadores de los siete Estados de legislación esclavista que aún no se habían decantado por la Unión o la Confederación, (Letcher de Virginia, Magoffin de Kentucky, Harris de Tennessee, Rector de Arkansas, Ellis de North Carolina, Jackson de Missouri, e incluso Hicks de Maryland, que había hecho innumerables promesas de fidelidad a la Unión, pero era un hombre de edad y poco decidido, definitivamente asustado de sus fire-eaters).

Fueron siete “no” en diversos tonos. Así, Hicks se mostraba dolido, Magoffin cortante, Letcher y Ellis establecían tajante, (y mendazmente), la inconstitucionalidad de la petición, y los otros alcanzaban altas cotas de fantasía: Harris acusaba al Gobierno de tratar a los rebeldes “como a esclavos”. Rector aseguraba que las tropas de Arkansas lucharían en todo caso a favor de la Confederación, y Jackson se perdía en adjetivos, acabando por calificar la petición de “diabólica”.

Tras tal introducción, el día 17 iban a desatarse los demonios, de manera que puede decirse que, si Fort Sumter fue la primera batalla de la guerra, y el discurso de Lincoln del 15 de Abril, en cierto modo el cartel de desafío de las hostilidades, iba ser el 17, y a partir de cual, cuando el conflicto comenzó a definirse como tal, a la vez que se comenzaba a desencadenar una segunda y definitiva ronda de secesiones.


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