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La ilustración procede de "Especial Los Tercios (III). Norte de África de Desperta Ferro Ediciones", y el autor es Pablo Outeiral.

Especial Tercios de DF: https://www.despertaferro-ediciones.com/revistas/numero/desperta-ferro-especial-v-los-tercios-en-el-siglo-xvi/

Blog del Ilustrador: http://pabloouteiralilustrador.blogspot.com.es/

 

 Martín de la Vega, al igual que el capitán Alonso de Contreras, Bernardino de Mendoza, Alonso Vázquez, o el más famoso Miguel de Cervantes, fue un soldado que, tras licenciarse del ejército, supo dedicarle tiempo a la pluma.


Sus escritos nunca fueron publicados. Tampoco su obra es extensa: tan sólo existen algunos versos dedicados a las mujeres que pasaron por su vida y alguna breve relación autobiográfica.


Por suerte, aquí se conserva este texto en el que narra su participación en la aciaga jornada de los Gelves, y cómo sobrevivió a aquel infierno gracias a la ayuda de un soldado de origen portugués llamado Afonso Duarte.


Éste es el momento que da comienzo a la sólida amistad que posteriormente ambos mantienen en la trilogía del Siglo de Acero.

* * *

«DISCURSO BREVE SOBRE LA BATALLA DE LOS GELVES»
Por el soldado Martín de la Vega.

 

 

"En el año 59 del siglo, cuando ocurren los hechos que narro, yo apenas contaba dieciocho años, y, tras cuatro al servicio de las tropas de Su Majestad el rey Felipe II, al fin había conseguido mi tan deseada plaza de soldado.


Cuando se firmó la paz con los franceses volví a Nápoles. En aquellos días, el Gran Maestre de la orden de Malta estaba tratando de convencer al rey D. Felipe de que era buen momento para retomar Trípoli, región costera que había caído en manos del corsario Dragut.


El Duque de Medinaceli, virrey de Sicilia y Grande de España por linaje, pero hombre poco ducho en el arte de la guerra, secundó la idea y se propuso a sí mismo para dirigir la campaña, con lo que el rey finalmente accedió, bendecido también por el papa, pues todo aquello interesaba a la cristiandad.


En septiembre de ese año comenzó el alistamiento y la juntanza de navíos, lo que duró hasta noviembre. Yo partí de Nápoles con mi compañía, que era la capitaneada por Ricardo Villalobos, al bordo de la galera de don Stefano de Mari, y nos detuvimos siete días en Siracusa. Al octavo día, los capitanes nos reunieron en torno a las banderas.


Muchas hogueras ardían al amanecer en el arenal. Hacía bastante frío en la playa donde se pasó la última revista. El paisaje resultaba muy colorido: los papales y los florentinos enarbolaban sus propios estandartes. Llevaban sobrevestas en las que se veían blasones bordados con las llaves cruzadas de San Pedro, borgoñotas ricamente cinceladas, arneses damasquinados, muchas plumas y acuchillados, gran variedad de alabardas, arcabuces, morriones… Yo no había visto aparato tan grande desde el día de San Quintín.


Finalmente salimos de Siracusa a finales de noviembre, con mal tiempo para navegar. Los soldados viejos se persignaban y clamaban mal augurio para la empresa, pues se preparó con tal lentitud que no quedaba mahometano en el mundo que no estuviera ya sobre aviso del ataque.


Íbamos 9 galeras de la escuadra de Nápoles, más 10 galeras de Sicilia, 4 de Florencia, 4 del Papa y otras 4 de la Orden de Malta, cuajadas las cubiertas con los mantos rojos en los que revoloteaban las cruces blancas de los caballeros de San Juan de Jerusalén.


Pusimos pie a tierra en el fondeadero del Palo, situado entre Trípoli y los Gelves, que era el punto de reunión. Mi compañía bajó de las primeras, con todos los capitanes y sargentos, y una docena de arcabuceros y otra de piqueros. Luego los esquifes fueron trayendo al resto de la gente. Al llegar a la arena las banderas y los víveres, formamos escuadrón para protegerlos. Aún no habíamos empezado la jornada y mi calabaza de agua ya estaba mediada. La comida era mala y escasa, el descanso más escaso aún, y la tensión mucha pues teníamos el mar a la espalda y enfrente miles de enemigos.


Próximas al Seco del Palo estaban acampadas las tribus Mahamidas, enemigas de los turcos. Muchos vinieron a recibirnos con regalos y nos pusieron en conocimiento de que Dragut estaba en Trípoli con sus huestes. Decían que no contaba Trípoli con más de 500 turcos de guarnición, y que los alarbes nativos de allí estaban tan descontentos y oprimidos por aquéllos, que se pondrían de parte de los cristianos.


Se estableció entonces la isla de Gelves como base para afianzar la conquista, y allí nos instalamos el 14 de febrero. Comenzamos al punto con la construcción de un fuerte, utilizando para ello las ruinas de un antiguo torreón levantado por los catalanes. Consistía el trazado que se hizo de las obras en cuatro grandes baluartes que, con fosos, bastiones y cortinas, serviría de buena defensa en el caso de recibir el ataque de una fuerza numerosa.


La mayor dificultad que teníamos era que mucha gente se hallaba enferma por culpa de la mala comida, lo que cada día provocaba numerosas muertes; en suma estábase agotando la reserva de agua dulce, por lo que fue forzoso meternos tierra adentro.


El 8 de Marzo, formado el ejército en tres cuerpos, llevando la vanguardia el Comendador de Malta con sus caballeros, las compañías alemanas y francesas; el centro, Andrea Gonzaga con las italianas, y, la retaguardia, D. Luis Osorio con las españolas, emprendió la marcha hacia los pozos, distantes ocho nueve millas de camino llano espacioso.


Los moros Mahamidas nos traicionaron. Habían cegado los pozos, a excepción de uno, para obligar al ejército cristiano a ir hasta él. Este pozo estaba en un lugar apto para realizar una emboscada, pues el camino discurría entre varios riscos, los cuales ocultaban grutas en las que se podía apostar tropa disimuladamente.


En efecto, allí se descubrieron mil turcos y moros montaraces, más de la mitad de ellos de a caballo, luciendo turbantes, cotas de malla y adargas blancas. 


Los mahometanos de a caballo son en extremo diestros, ya sea peleando a la jineta como arrojando venablos. Su orden es, precisamente, acometer desordenados, por lo que no se les puede romper. Atacan por todas partes y siempre diversas veces. Aquella tarde cargó la caballería enemiga tres veces, hasta el crepúsculo, dejando por su parte trescientos muertos, y unos cien por la nuestra, contando también los estropeados.


Los sargentos nos ordenaron mantenernos siempre en formación de corona, es decir, en círculo, para evitar ser flanqueados. Teníamos que procurar alternarnos al disparar, no dejando nunca de hacerlo, pues si disparábamos todos a la vez, en el tiempo de la recarga los mahometanos se nos echarían encima y estaríamos perdidos.


No mostraban piedad alguna con nosotros. Cortaban la cabeza de cuanto cristiano caía en sus manos y la agitaban en el aire mientras voceaban extraños cánticos, mostrándonoslas para hundir nuestro ánimo.


Hambrientos y agotados, nos alojamos en campo atrincherado, aprovechando las ruinas de un viejo castillejo árabe. Durante la segunda noche, en la cual ninguno dormimos, llegó un mensajero con malas noticias: una gran armada turca de 80 velas, al mando de Pialé Bajá, estaba de camino con el objetivo de destruir la armada cristiana. Los miembros de la plana mayor realizaron consejo y, temerosos de que los otomanos destruyesen los barcos y todos quedásemos allí perdidos sin remedio, se optó por volver al fuerte de Gelves para organizar una defensa.


Durante un día entero marchamos sin descanso y en buen orden, acosados siempre por la caballería enemiga que nos daba cabalgadas en busca de rezagados. Muchos cristianos murieron por el camino o fueron apresados; nuestro ejercito avanzaba penosamente, dejando un rastro de sangre cristiana en la arena.


Hacia la tarde del segundo día, terminadas prácticamente las raciones, el agua y la munición, llegamos al fuerte que estaba al cargo de Don Álvaro de Sande.


Allí descansamos unas horas y se volvió a hacer consejo. 


El bravo Sancho de Leyva decía de luchar todo lo necesario hasta la muerte; que un español antes pierde la vida que la honra. Por otra parte, el temeroso Andrea Doria opinaba que era mejor salir cuanto antes de los bajos, ahora que había viento sur, e iniciar la evacuación antes de que la escuadra otomana cayese sobre los cristianos. 


—No tendremos posibilidad si se entablaba combate —decía—: los nuestros están fatigados y enfermos, mientras que los turcos vienen frescos y fuertes, además de ser más numerosos.


El Duque caviló durante dos horas y finalmente decidió:
—Vale más una buena escapada, que un combate en que evidentemente se perdería todo.


Así accedió a la evacuación; pero ordenó, ignorando las quejas de Doria, que no se abandonase a los soldados, y se asegurara salvar a los máximos posibles.


Don Álvaro de Sande decidió quedarse a defender el fuerte con 2000 hombres, mientras que el resto avanzaría en orden de batalla hacia las embarcaciones, para asegurar que los generales y la gente principal pudiesen huir a Malta si fuese menester.
Empezaba a clarear el cuarto día cuando, a unas tres millas a sotavento, mostró la luz primera las galeras turcas muy unidas. Venían numerosos navíos, cargados con miles de hombres sedientos de sangre cristiana. Por tierra también apareció Dragut con otros miles de turcos y moros montaraces, dispuesto a cogernos entre dos frentes mientras la tropa aún estaba subiendo a los esquifes para ser evacuada.


La playa se convirtió entonces en un enorme campo de batalla. Llegaron las galeras turcas tocando canciones de guerra. Entre horribles clamores, los jenízaros del Gran Turco se lanzaron al asalto, y las aguas de la orilla comenzaron a teñirse de rojo. La evacuación se convirtió entonces en un caos y un sálvese quien pueda.


Mi capitán Ricardo Villalobos conservó la cabeza fría y nos hizo formar en cuadro en la playa, para así avanzar lentos pero seguros y no acabar descompuestos y corriendo como conejos.


Nos venía encima una avalancha inagotable de enemigos. Parecía que el sultán nos había echado encima a la morería entera. Yo todavía no era experto con mi arma, por lo que mi arcabuz se calentó tanto de usarlo sin pausa que el caño se resquebrajó. Saqué la espada, con la que puedo asegurar que siempre fui diestro, y me defendí lo mejor que pude contra las cimitarras sarracenas.


Entre carga y carga, los turcos nos arrojaban encima una lluvia de flechas. Sentí en el muslo el mordisco de una de esas saetas afiladas, y musité un paternóster pidiéndole a Dios que no estuviera emponzoñada, o aquél sería mi fin.


Ya estábamos cerca de los barcos. El agua de la orilla, que traía espuma roja tinta en sangre, nos bañaba las botas.


Vi caer a muchos camaradas a mi alrededor. Había tanto rebumbio de gritos, tiros y cañonazos que aquello parecía el fin del mundo. Entonces un turco negro y feo como un demonio se me echó encima. Me tiró al suelo como si yo fuese un muñeco en sus manos, y realmente lo era, pues él debía de pesar el doble que yo. Me agarró del cuello y me intentó ahogar. Yo palpé mis ropas en busca de mi estilete, conseguí agarrarlo y se lo clavé al turco en la ingle. Dio el verraco un alarido monstruoso, y, antes de vaciarse desangrado, me largó un tajo de un palmo en la espalda con su cimitarra.


Me derrumbé casi sin sentido, doliéndome todo el cuerpo. El sonido de las olas me batía en los tímpanos y la cabeza me daba vueltas. A punto estaba de dejarme ir, cuando escuché una voz con un extraño acento, como el de los gallegos y portugueses de por ahí arriba, que decía: «¡Éste está vivo! ¡Éste está vivo!».


Una mano fuerte me sujetó del talabarte y me levantó. Abrí los ojos, entonces pude ver a un soldado corpulento, al cual reconocí como uno de los que habían estado luchando junto a mí en el arenal, que me llevaba hasta la galera más cercana. No pude articular palabra; pero reuní todas las pocas fuerzas que me quedaban para dar unos cuantos pasos. Un par de turcos trataron de detenernos, pero el soldado portugués repartió dos mandoblazos, uno para cada turco, que los dejó muertos, flotando en el agua con las ropas hinchadas.


Milagrosamente conseguimos alcanzar la galera; allí otros soldados nos ayudaron a subir. La cubierta estaba encharcada con toda la sangre de los heridos que había amontonados. Por suerte, aquella galera contaba con cirujanos, pues era una de las que habían aparejado como hospital de campaña.


A nuestro alrededor, las naves otomanas seguían con su pertinaz ataque. Nos pusimos en marcha, y Flaminio Orsini, general del papa, combatió muy bizarramente contra tres naves enemigas, abriéndonos el paso. A partir de aquí una nube negra ocupó mi mente, y ya no recuerdo nada hasta la mañana siguiente, cuando me desperté en estado febril.


Sé que me desperté exclamando:
—¡Agua! ¡Me muero! ¡Dadme agua!


Notaba que me abrasaba por dentro. Me habían limpiado las heridas con vinagre y cosido la cuchillada, que era superficial pero aparatosa. El soldado portugués estaba a mi lado, rascándose la barba mientras me miraba con unos ojos bondadosos que poco coincidían con lo bravo de su aspecto. Me dio agua y yo le agradecí el haberme salvado. Le pregunté su nombre, y él me dijo que se llamaba Afonso Duarte de Amorín, y que era natural de Mourenzo. Me explicó entonces que la batalla había sido un desastre; que más de 8000 cristianos quedaron para siempre en la isla de Gelves, y que Pialé Bajá consiguió capturar muchas naves; incluso hundiendo la nao capitana llamada la Imperial. Pero gracias al Cielo, muchos conseguimos salvar la vida; y pese a que la noticia de la derrota resonó desde Constantinopla hasta las columnas de Hércules, los españoles no cesamos de luchar contra los enemigos de la cristiandad en el Mediterráneo, empeñando hasta la última gota de nuestra sangre, sin temer el enorme trabajo que suponía guerrear en aquellas costas ardientes."

 

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