Sulio miraba indiferente el estandarte (1) clavado en la nieve: una poderosa media luna cóncava hacia arriba –ahora llena de hielo- y justo debajo aquel escudo metálico redondo, con algunos flecos de cuero oscilantes flameando debajo por la helada ventisca. Aquello que ahora parecía tan absurdo allí delante, representaba su familia, su tierra, su país. Representaba todo aquello por lo cual había sido herido en el costado y también apedreado, por lo que pasaba hambre, por lo que aguantaba aquel espeluznante frío, por lo que tosía hasta vomitar... por lo que tal vez moriría.
Hasta ahora no había dudado nunca de que delante de Aníbal estaba la gloria, y siguiéndole, la victoria… pero ahora, contemplando los acuosos y tristes ojos de color miel poblados de larguísimas pestañas de Coruba, mientras la poderosa bestia se despedía de él desde el suelo dando intermitentes coletazos, no encontraba por ningún sitio el sentido ni las fuerzas para seguir luchando. La trompa y las orejas del elefante hacía rato que apenas se movían salvo por los estertores, y la ronca y costosa respiración del paquidermo se iba apagando progresivamente, inundándolo todo poco a poco con el silencio. Viendo así a su compañero, Sulio no podía evitar llorar amargamente, abrazando y acariciando a la bestia que le había acompañado durante los últimos seis años de su vida y que inevitablemente se había convertido en algo más que un animal a su cargo: un sacrificado y abnegado compañero de armas, y seguramente el mejor de los pocos amigos que tenía.


-Maldita sea, compañero…- susurraba Sulio mientras tiritaba entre dientes -… lo que no han podido conseguir las armas enemigas lo va a conseguir el frío. Malditas sean estas montañas mil veces…

Los cadavéricos soldados y jinetes del ejército que avanzaban pesadamente entre la nieve, contemplaban la escena de reojo, sin detenerse. La muerte y la desgracia se habían convertido en habituales desde que empezara la expedición de Aníbal hacia Italia -hacía ya dos estaciones- sobre todo llegados a aquellas infernales cumbres alpinas donde se despeñaban y congelaban por igual galos y libios, baleares y celtíberos, elefantes y caballos... Sólo algunos celtas de las tribus galas recién unidas al heterogéneo ejército cartaginés se paraban, mientras reían y mascullaban en sus extrañas lenguas, sorprendidos de que un hombre pudiera llorar ante la muerte y más aún por la de aquel corpulento y extraño animal.
Sulio acariciaba con cariño el áspero cuello de la bestia, y mientras sus dedos tropezaban al hacerlo con la honda cicatriz que lo circunvalaba, la tristeza y el llanto se hacían más intensos, pues aquello le traía inevitablemente bocanadas de recuerdos, algunos incluso del primer día…


Era sólo un niño, pero desde siempre Sulio oía cómo en Cartago se hablaba por todas partes con un airado y profundo odio hacia Roma. Acabada la guerra que había terminado con la flor y nata de la marina cartaginesa y sus tripulaciones, a Roma parecía no bastarle nunca con lo pactado en el abusivo tratado de paz con el que habían terminado las hostilidades. Parecía que no era suficiente con los 3.200 talentos de plata que Cartago tendría que pagarles durante los siguientes diez años -y que tardarían toda una vida en recaudar-; tampoco con los centenarios y ricos territorios de Sicilia, ni con la atadura de pies y manos que suponía para Cartago –una nación de mercaderes- a partir de entonces la reconstrucción de la flota perdida, tan necesaria para proteger el imprescindible comercio de la ciudad ante los ataques piratas, con todas las arcas vacías y con aquella enorme deuda pendiente…
Así las cosas, los padres de Sulio, comerciantes, se vieron forzados a alistar en el ejército al que todavía no era más que un mocoso callado e inquieto ante el futuro incierto que asolaba a aquella familia, como a tantas otras por aquel entonces.
El primer destino militar del jovencito serían las cuadras, recogiendo los excrementos y más tarde cepillando, alimentando y dando cuerda a elefantes y caballos, para después hacerse un hombre convirtiéndose en cornaca, uno de los encargados de guiar los enormes paquidermos en el campo de batalla.
Mientras Sulio se formaba, los romanos empezaban a inmiscuirse en los asuntos internos de la ciudad africana invadiendo impunemente, bajo amenaza de una nueva guerra, la isla de Cerdeña primero (2), y más tarde también la de Córcega. Cartago, impotente, se había visto obligada a entregarlas apretando los dientes para evitar así una guerra que de ninguna manera podía afrontar, y contemplaba cómo le arrebataban unos históricos territorios que se encontraban de facto fuera de los tratados de paz, del mismo modo que veía aumentar en 1.200 talentos de plata su enorme deuda con la ciudad latina.

Pronto se le ordenó a Sulio empezar a colaborar en labores de captura y adiestramiento. Dado que resultaba difícil conseguir la fiereza y carácter adecuado entre los escasos elefantes nacidos en cautividad, los cornacas debían capturarlos en los bosques cercanos por todo el norte de África o bien recorrer largas marchas hacia el sudeste rumbo a Somalia con el fin de seleccionar ejemplares adecuados.
Uno de los más gratos recuerdos en la mente de Sulio era un día brillante, seco y caluroso en algún lugar muy al sudeste de su patria. Una expedición de cornacas y adiestradores cartagineses y númidas al servicio del ejército trabajaba allí bajo el ardiente sol, terminando de cavar el inmenso y profundo hoyo que serviría para dar caza a los elefantes que debían engrosar las legendarias cuadras de Cartago. Sulio sudaba, y las ampollas reventadas de sus manos tras semanas de durísimo trabajo empezaban a sangrarle otra vez y a doler en exceso, aunque aquel día se sentía contento porque ya veía cercano el final de la única parte que odiaba -la más monótona y dura- de su trabajo.
Por fin, entre todos y por turnos, finalizaron el agujero circular que les había agotado completamente durante muchos días. Con un diámetro de unos veinticinco o treinta hombres tumbados en línea y una altura superior a la de veinte hombres uno encima del otro, el hoyo tenía a ambos lados y a lo largo de todo el borde del mismo un inclinadísimo terraplén realizado con la tierra extraída del agujero. El único acceso visible era el ancho pasillo que daba entrada al recinto, cuyo suelo no era más que un puente portátil construido a base de troncos fuertemente atados unos con otros. A medida que avanzaba la construcción y dentro del terraplén que rodeaba la trampa, los cornacas habían ido excavando algunas galerías y respiraderos con unas discretamente ocultas puertas secundarias que los comunicaban al recinto, y que les permitirían ocultarse dentro para poder observar cómodamente el interior del mismo.
Terminada la obra, había llegado el momento de trasladar dentro del círculo a las dos mejores hembras del grupo, dos hermosísimas y dóciles elefantas de bosque, ambas con las patas delanteras atadas con una corta cuerda para reducir su movilidad, y un par de amplios recipientes con agua para que pudieran soportar el calor y la espera. Tras ocultar con arena y ramas el puente, los cornacas se ocultaron en las guaridas del terraplén y dejaron que el anochecer, el barritar y el olor de las hembras hicieran el resto.
A media noche del segundo día aparecieron varios gallardos y jóvenes machos, atraídos como polillas a la luz del fuego por el olor y los barritos del interior. Rodearon el cerco hasta encontrar el puente camuflado y dos de ellos, los más decididos, entraron estrepitosamente en el recinto disputándose las hembras. Dos númidas cerraron en el acto el cerco con la retirada del puente y los elefantes no se darían cuenta de que estaban atrapados hasta el amanecer del día siguiente cuando, violentos, empezaron a embestirse nerviosos y a dar vueltas y más vueltas al redil tratando de buscar una salida. Unos númidas apartaron con largas varas a las hembras que habían servido de cebo y luego esperaron durante varios días hasta que el empuje y la osadía inicial de los machos empezaron a ceder ante el hambre, el cansancio y la sed.
Fue entonces cuando tres experimentados cornacas púnicos entraron en el recinto montando sus respectivas bestias, tres enormes, poderosos y magníficos ejemplares de elefante indio perfectamente acorazados, alimentados y frescos que se enfrentaron con gran ímpetu y sin piedad a los ahora desmoralizados y débiles cautivos. Tras horas de intensa lucha, el extremo cansancio, los golpes y las heridas recibidas por sus amaestrados congéneres hicieron que los jóvenes animales se rindieran, terminando uno detrás de otro por arrodillarse en tierra de puro cansancio.
Sulio sabía exactamente lo que tenía que hacer: salió corriendo de la galería en el terraplén desde donde lo observaba todo y se acercó al más grande de los dos que, inmovilizado con cuerdas por los otros cornacas, jadeaba exhausto en el suelo. De inmediato y con destreza, le realizó cuidadosamente con una afiladísima espada que llevaba al efecto, una pequeña pero molesta incisión a lo largo de todo el cuello, tarea que le resultó muy costosa dado el extraordinario grosor y dureza de la piel que mostraba aquel ejemplar, para después colocarle a modo de collar una tensa y áspera cuerda que lo circunvalaba. Después se montó en el cuello del animal armado con su herramienta de guía, una especie de largo bastón de afilada punta metálica con un garfio y pacientemente, esperó a que el elefante recuperara el resuello. Lentamente, liberada ya de sus ataduras salvo en las patas delanteras, la bestia se levantó con Sulio firmemente agarrado a su cuello a través del áspero collar de cuerda, y aunque una vez levantado el primer impulso del elefante inevitablemente fue el de agitar furioso la cabeza para sacudirse tan molesto inquilino, el tremendo escozor provocado por el roce de la cuerda en la herida del cuello cada vez que lo intentaba le hacía mantener la cabeza firme y mirando siempre hacia adelante. Poco a poco, el animal fue tomando conciencia de su sometimiento hasta que pasado cierto tiempo, dejó de rebelarse.

Durante las siguientes semanas de camino de vuelta y llegados a Cartago, el cornaca fue acostumbrando al paquidermo a su presencia, a su nueva situación y a la que sería en adelante su nueva vida. Lentamente y con constancia, iba paso a paso el animal aprendiendo cuándo debía detenerse, cuándo girar a la derecha ante un pequeño pinchazo y cuándo hacerlo hacia la izquierda; cuándo arrodillarse ante un pequeño golpe y cuándo encabritarse; cómo y hacia dónde cabecear, coger objetos o golpearlos con la trompa, embestir con los colmillos…
A medida que la herida del cuello se había ido curando, del mismo modo el elefante se había ido convirtiendo en una extensión más de Sulio. Al igual que hacían los númidas con sus caballos, Sulio parecía haber nacido sobre la grupa de un elefante y aprendido a conducirlos antes que a andar, como la mayoría de los otros cuatrocientos cornacas de las cuadras de Cartago.
Éste iba a ser el primer elefante que verdaderamente estaría por completo a su cargo desde el principio, y tenía ante sí la tarea de buscar un nombre que identificara a su bestia. Finalmente se decidió por “Coruba”, que en la lengua del pueblo de los númidas masilios significaba “el que ladea la cabeza” (3), por la extraña manera en la que aquel elefante torcía la cabeza cuando Sulio se le quedaba mirando de frente y le hablaba… la misma reacción que recordaba en algunos de los perros que correteaban por los cuarteles.
Tras tres largos años de adiestramiento en los que el vínculo entre ambos se había ido estrechando, Coruba se había convertido en las manos de Sulio en una perfecta máquina para el combate. Acostumbrado al dolor de las heridas, a los golpes, a los estruendos y a los olores acres de perros, caballos y hombres de todas las razas, aquel elefante era ahora un verdadero guerrero equilibrado y ágil.
El tamaño de Coruba era, como el resto de sus compañeros africanos, bastante menor en comparación con los escasos y valiosos elefantes indios que también formaban parte del ejército cartaginés, y que eran de cuando en cuando traídos a cambio de grandes sumas de dinero desde las tierras vecinas del Egipto Ptolemaico. El gran tamaño de estos les permitía soportar a sus espaldas torretas sujetas con cadenas y amplias correas, desde las cuales disparaban sus venablos hasta cuatro guerreros. Sin embargo, con una constitución igual de fuerte pero mucho más reducida y una altura de dos hombres, los elefantes de bosque soportaban fácilmente la carga de otro hombre más sobre su grupa, situado detrás del cornaca y que, armado con jabalinas y venablos, protegía al conductor.
Pero había algo en Coruba que le hacía bien diferente al resto de la cuadra, incluida la excelsa élite de ejemplares indios: su resistencia al dolor. El extraordinario grosor y la rocosa dureza de la piel de Coruba hacían que el umbral de tolerancia al dolor demostrado por éste en los entrenamientos fuera muy superior al del resto de sus congéneres. Mientras tras un duro ejercicio otros acababan por desbocarse buscando el refugio de la manada, Coruba siempre mantenía la compostura hasta límites que sorprendían muy gratamente a los oficiales.

Un día llegó a Sulio la orden de trasladado a Iberia, y aquello significaba el gran honor de servir a las órdenes de los Barca, los Rayos de los dioses, los herederos del gran Amílcar, el héroe de la guerra contra Roma y aquel que sofocó la rebelión de los mercenarios (4), hechos de los cuales tantas historias terribles había escuchado contar a los veteranos.
Era en Iberia donde Cartago se reinventaba, se ampliaba con nuevos territorios, materias primas y riquezas, se fortalecía con nuevos hombres y material para sus ejércitos… recursos al fin y al cabo para el renacimiento de la metrópolis, pero sobre todo para poder hacer frente a los pagos a Roma, so pena de la destrucción total.
Hacía ya algún tiempo que el gran Amílcar había caído muerto en una emboscada (5), y que el poderoso heredero de su mando, su yerno Asdrúbal el Bello, había sido asesinado (6). Así pues, el ejército decidió que el primogénito de los Bárcidas, Aníbal, tomara el mando de las tropas púnicas en las nuevas posesiones de Cartago.
Decían los veteranos de Iberia que Aníbal era tremendamente sabio a pesar de su edad, fuerte, valiente, comedido y astuto como una comadreja: el vivo retrato de su padre, pero incluso un paso por delante de éste. Era evidente que sus hombres le adoraban... contaban a Sulio que solía dirigirse a casi todos sus soldados por sus nombres de pila, que comía el mismo rancho que ellos y dormía en una tienda muy parecida a la del resto de la tropa, situándose siempre razonablemente lejos de los lujos y privilegios que correspondían a un comandante en jefe. También, que era diestro en el manejo de las armas y un excelente jinete, que hablaba –aparte del púnico, su lengua materna- con suma corrección griego y latín, así como algunos otros dialectos iberos. Muy activo, estaba casi siempre rodeado de sus generales y consejeros, entre los que destacaba Sosilo, un lacedemonio que le asesoraba tanto en temas lingüísticos con el griego, como en asuntos militares. También tenía por costumbre no dejarse llevar jamás por la desidia o la pereza.
Los aliados de Cartago en Iberia y África recibían órdenes continuas de colaborar con la metrópoli con lo mejor que podían aportar sus pueblos: la sangre y el sudor de sus soldados, la destreza de sus jinetes… y vueltas a llenar las arcas, el Senado de Cartago podía de nuevo pagar mercenarios que engrosaran sus tropas. Sulio se encontraba pues ansioso por servir fervorosamente a su pueblo a acabar con la constante humillación romana.

El viaje hasta Quart-Hadast resultó para Coruba duro y difícil, pues no se acostumbró jamás al continuo bamboleo del barco. Hacerlo subir fue ya de por sí toda una odisea, teniendo que usar varias hembras para atraerlo, así como tapar la plataforma de acceso al barco con tierra y pequeñas plantas porque el animal se negaba a ello. Durante el viaje y tras la llegada al puerto de Quart-Hadast, Coruba apenas probó bocado, lo que llevó incluso a Sulio temer por su vida pero, finalmente, tras dos meses de calma y adaptación al nuevo entorno, Coruba había recuperado todo su esplendor físico y barritaba de nuevo con fuerza y alegría.
Fue en Iberia donde tendría ocasión Sulio de probar a Coruba en combate por primera vez. Aquello ocurrió a lo largo de diversas escaramuzas y batallas por todo el territorio contra olcades, oretanos, carpetanos y vacceos, pueblos en los que a pesar de su sometimiento y alianza con Cartago (el mismo Aníbal había contraído matrimonio con Himilce, la hija de un poderoso e influyente líder oretano), periódicamente surgían facciones que se rebelaban y a las que convenía aplastar rápido y con decisión para evitar que la rebelión se extendiera al resto del territorio.
En el adiestramiento, Coruba se había ido acostumbrando al vino de arroz (7), y a que todo su cuerpo, cabeza, parte superior de las patas y trompa estuvieran protegidas por una resistente y flexible coraza de escamas, hechas de gruesa piel de elefante curtida (8), a la vez que unos afilados refuerzos metálicos protegían las puntas de sus colmillos contra el peligro de astillamiento en el fragor del combate. Antes de la acción Sulio solía pintar las partes que la panoplia dejaba visibles del cuerpo del paquidermo con tintura vegetal roja, a la vez que añadía a ésta ruidosos cascabeles y cencerros de manera que la sola presencia y ruido que acompañaba a los elefantes solía impresionar a los enemigos y aterrorizar a sus caballos, que muchas veces evitaban desordenadamente el enfrentamiento y huían sin tan siquiera tratar de hacerles frente.
Solamente los guerreros nativos más experimentados, aquellos que ya se habían enfrentado a los colosos africanos en alguna ocasión oponían resistencia, llegando incluso en ocasiones a matar alguna de las bestias con trampas de estacas afiladas o bien a base de lanzadas y cortes dirigidos a la zona del bajo vientre o la trompa, lugares de extrema sensibilidad en la anatomía de los animales, también aquéllos donde la coraza no llegaba o donde la piel resultaba mucho más fina. Sulio recordaba cómo entonces los elefantes heridos se volvían terribles, ingobernables, y arrasaban a cualquiera que se les pusiera por delante, sin hacer distinciones entre amigos o enemigos, y en los casos en los que la pericia de los cornacas les permitía a duras penas aguantar sobre sus monturas, éstos se veían en la obligación de cumplir las órdenes de los estrategas púnicos y hacer uso de un largo y afilado cincel y un martillo que siempre llevaban consigo al efecto, como último recurso, y con los cuales descabellaban a las alocadas bestias para evitar un destrozo irreparable en las propias fuerzas.
No fue nunca éste el caso de Coruba, que siempre aguantó aquellos envites, ataques y heridas con su particular nobleza, embistiendo, golpeando y aplastando a todos los enemigos que osaban hacerle frente, aquellos que se atrevían a acercarse demasiado tratando de herirle, o de atravesar la coraza del cornaca.

A la mente de Sulio venían ahora las arengas de Aníbal a la tropa, aquellas en Quart-Hadast donde el caudillo recordaba la dificultosa y encorsetada situación de Cartago y sus aliados por la amenaza constante y la vileza de Roma. Hartos como estaban por la continua claudicación, Aníbal había osado desafiar a la Loba conquistando y sometiendo, tras un largo y penoso asedio de ocho meses, a una de sus aliadas en Iberia, la ciudad griega de Sagunto, que andaba por aquel entonces enfrentada con algunos de sus vecinos, a su vez fieles aliados de Cartago. De nuevo la maldita Roma, saltándose los tratados firmados (9) trasladaba sus amenazas y palabras de guerra al Senado Cartaginés. Aníbal recibía pues la bendición de éste para poner en marcha un plan que terminara con todo aquello, una nueva guerra -inevitable y necesaria- que cambiara de una vez por todas el rumbo de las cosas y acabara por completo con la insolencia de la ciudad latina. Sulio y Coruba veíanse inmersos en una guerra que prometía ser definitiva, y que ofrecía por fin un futuro a los hijos de Cartago.
Así que Aníbal dividió las tropas en tres grandes grupos (10): un primer ejército que mandó de vuelta a África para proteger la metrópoli; un segundo, que quedaría en Iberia a las órdenes de otro Barca -Asdrúbal-, velando por mantener y proteger lo que tan costosamente se había conseguido. El tercero, el más importante y numeroso y del cual Sulio formaba parte, comandado por el propio Aníbal, que se dirigiría sigilosa pero rápidamente hacia el norte, en lo que suponía un ataque directo al mismo corazón de Italia, atravesando para ello el único sitio por donde ningún romano cuerdo esperaría jamás que lo hiciera.
Llegada la primavera, enmarcada su figura por los estandartes de Cartago, Sulio formaba detrás de Aníbal, orgulloso e invencible sobre su bestia al lado de los otros treinta y seis elefantes (11) que acompañaban al gran ejército que se dirigía a Italia, un ejército de setenta mil hombres y once mil caballos dispuestos a seguir a Aníbal hasta el mismo infierno o a la gloria, confiando en la mirada segura y decidida de aquel Rayo decidido a acabar con el yugo romano… aquella luz que debía hacer amanecer en Cartago.

EPÍLOGO

Sulio volvió a mirar a su silencioso compañero, que acababa de cerrar los ojos. Cerró los suyos, apoyada su cabeza contra la de Coruba y rezando, trató de solicitar el permiso de los dioses para poder combatir a sus espaldas los enemigos de otras vidas cuando la muerte le llevara también a él. Le pidió a Coruba que le esperara allá donde fuera, le prometió que juntos volverían a formar para el combate en otras vidas. Y entonces dejó de escuchar el jadeo de su compañero, hasta que finalmente aquel enorme corazón dejó de latir, mientras el vientre del animal dejaba de oscilar como un fuelle, acompasando la respiración.

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NOTAS

(1) Según restos arqueológicos, éste parece ser el emblema de Cartago
(2) Tras la derrota ante Roma en la I Guerra Púnica y ante la falta de oro en las arcas para pagar a los mercenarios al servicio del mando púnico, éstos se revolvieron violentamente contra Cartago poniendo en serio peligro la integridad de la ciudad. Fue Amílcar el que finalmente sofocó con autoridad la delicada situación, recibiendo el sobrenombre de "Barca", en lengua púnica, "Rayo" o "Fulgor", que trasladaría a su familia. Roma aprovecharía aquella debilidad púnica para invadir Cerdeña, poniendo como excusa que actuaba ante la demanda de auxilio que los mercenarios cartagineses rebeldes en la isla les habían lanzado.
(3) Licencia del autor
(5) En Helike, en el sudeste peninsular
(6) Según se comentaba, posiblemente debido a cierto y peligroso asunto de faldas a los que solía ser aficionado, o tal vez en venganza por la muerte de alguno de los muchos caudillos iberos con los que brillantemente acabó durante el proceso de conquista.
(7) Está documentado que los cornacas solían embriagar ligeramente a los animales con una especie de vino de arroz antes del combate, para atenuar el dolor de las heridas y aumentar su agresividad.
(8) Licencia del autor
(9) Sagunto estaba debajo del río Ebro y por tanto, lejos de la frontera pactada por el yerno de Amílcar, Asdrúbal el Bello, con Roma
(10) A pesar de lo variado de sus tropas, Aníbal cambió el origen de los hombres que dejaba para proteger cada sitio, previendo así posibles deserciones en masa hacia sus hogares: los hispanos a Cartago, y los africanos a Hispania.
(11) Según fuentes clásicas, la cifra varía entre los 34 y los 37, en cualquier caso, siempre menos de 40 animales.
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Bibliografía consultada:

• Clásicos (Nepote, Polibio, Tito Livio, Floro, Polieno)
• La República Romana (Isaac Asimov)
• Aníbal, enemigo de Roma (Gabriel Glassman)
• La Guerra en el Mundo Antiguo (Víctor Barreiro Rubín)
• Técnicas Bélicas del Mundo Antiguo (Varios autores)
• Armas de Grecia y Roma (Fernando Quesada Sanz)
• Cartago contra Roma: soldados y batallas de las Guerras Púnicas (Rubén Sáez)
• La Caída de Cartago (Adrian Goldsworthy)
• César, Alejandro, Aníbal: genios militares de la Antigüedad (José Ignacio Lago)
• Roma, Cartago, íberos y celtíberos (Francisco Gracia Alonso)
• Hannibal (Osprey)
• Aníbal y los enemigos de Roma (Peter Connoly)
• Greece and Rome at war (Peter Connoly)
• Pasajes de la Historia LRV (J.A. Cebrián)


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