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En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
María, Madre de Gracia, Madre de Misericordia. Amén


"Esta pretende ser la muy breve biografía de una vocación marinera frustrada por culpa de la deficiente salud del individuo que habiendo puesto sus juveniles ilusiones en llegar a ser, en los días de su invierno, un Brigadier de la Armada que, junto al fuego de la chimenea, contara a sus nietos sus aventuras a lo largo y ancho de la mar oceana, hubo de conformarse, por decisión inapelable del Destino, con ser “solo” Teniente de Navío, terminando su carrera militar como funcionario en el dique seco.


Lástima de capital humano, pues podía haber logrado grandes metas pateando arriba y abajo las cubiertas de las orgullosas naves españolas, surcando los océanos y contribuyendo a que el pabellón de la gloriosa nación española ondeara, orgulloso, en los altos mástiles de los barcos del Rey.

Pero como ya se sabe que “el hombre propone y Dios dispone”, pues quiso la fatalidad que Antonio honrara el siempre supremo nombre de España desde la mesa de su despacho, entre estantes repletos de legajos y libros, muchos de ellos relativos a la mar, y en los que, añorando las tempestades del mar y los combates contra los enemigos de la Patria y del Rey, le hubiera gustado sumergirse en ellos y revivir sus años en la mar, olvidando, aunque solo fuera a ratos, la mala suerte que le privó de sentir el sabor del salitre al batir las olas contra los barcos.

Me llamo Antonio de Quiroga y Salazar y vine al mundo a las once y media de la fría y nevosa noche del dieciocho de Diciembre de 1769, en Cuzcurrita de Río Tirón, provincia de La Rioja, siendo bautizado el siguiente día veinte, en la Parroquia de San Miguel de dicha localidad, por el cura beneficiado de ella Don Bonifacio de Cobos, teniendo por padrino a D. Martín de Salaya, grande amigo de mi padre.

Fueron mis padres Joaquín de Quiroga y Salamanca, Regidor perpetuo de Santo Domingo de la Calzada y Manuela Rosa de Salazar y Cobos.

Fueron mis abuelos paternos Diego José de Quiroga y Vico y Manuela Bernardina de Salamanca y Arretiaga y los abuelos maternos Pedro Antonio de Salazar y Máñez y Maria Antonia de Cobos y Turres.

Tengo cinco hermanos: Francisco -Gobernador de las Aduanas de Cantabria y Regidor de Santo Domingo de la Calzada-, Joaquín -Abogado y Oficial de la Primera Secretaría de Estado-, Tomasa, Gregoria y Maria Ramona.

De mi infancia guardo gratos recuerdos, pues fue feliz y sin contratiempos y como hijo de familia hidalga y acomodada no carecí en absoluto de las cosas que hacen feliz a un niño. Sobre todo lo que más recuerdo es el cariño de mis abuelos maternos, los cuales me llevaban frecuentemente de paseo, contándome las historias del pueblo y de la familia, así como iniciándome en los conocimientos de nuestra santa religión católica.

Íbamos los niños a estudiar a la casa parroquial, donde Doña Eulalia nos desasnó a base de gritos y reglazos.

Era Doña Eulalia mujer mayor, solterona, con cuerpo largo, delgado y seco, al igual que su cara, en la que destacaba una gran nariz bajo unos muy negros ojos de mirada desagradable. Llevaba siempre el escaso pelo recogido en un moño y su vestido era invariablemente negro, con algunos lamparones y ceñido a la cintura por un cíngulo ya secular y que de no lavarlo nunca aparecía mugriento.

Los niños decíamos de Doña Eulalia que cuando quería cruzar el río no necesitaba del puente ni de barca alguna, pues tenía unos pies tan grandes que cualquiera de sus zapatos le bastaba para vadearlo.

Los domingos, después de misa, íbamos algunos grupos de niños por el sendero que llevaba a la ermita de Santa Apolonia, para, en el descampado que detrás del edificio había, dirimir las diferencias que durante la semana habían surgido entre nosotros. Como ya se comprenderá, esto quiere decir que allí nos zurrábamos de lo lindo para dejar en buen lugar el orgullo personal herido por algún insulto o cualquier otro motivo. De todas maneras, siempre procurábamos que la ropa no resultase dañada, pues si no nos exponíamos a ser blanco de la ira de nuestras madres.

Otras veces íbamos a por el camino cabe el río, poniéndonos a pescar ranas y cangrejos, y si se ponían a tiro alguna rata de agua. Cuando nevaba solíamos ir a jugar por los alrededores del castillo, donde hacíamos figuras con la nieve o la usábamos como proyectiles en la guerra que nos declarábamos.

También teníamos por costumbre ir a una aldea que quedaba cerca del pueblo y donde vivían jornaleros del campo y carboneros, donde retábamos a los niños de allí a “combates singulares”. Esta actitud nuestra para con ellos se debía a que en nuestras casas se nos decía que éramos superiores a ellos tanto por nuestra hidalguía como por nuestra posición y, por tanto, se consideraba a estos obreros gente inferior, solo apta para trabajar y servir, y que siempre debíamos hacérselo notar, por lo cual nosotros íbamos allí a hacer valer nuestra superioridad social a base de tortas. Siempre vencíamos nosotros, …salvo cuando vencían ellos.

Todavía recuerdo cuando en un “combate a muerte” con uno de ellos, este me agarró por el cuello y me arrastró por la parte de la ribera del río donde mas fango había para, al final, estamparme la cara en unas boñigas de vaca aun calientes. Cierto es que era más grande y más fuerte que yo y que mis amigos no me pudieron socorrer porque cada uno estaba empeñado en su “combate singular”.

Lo que también fue singular fue la paliza que me dio mi madre cuando me vio llegar a casa tan sucio y oliendo a excrementos.

Tendría unos ocho años cuando empezaron a manifestarse los extraños padecimientos que me han acompañado a lo largo de toda mi vida. A esa edad de ocho años tuve una dolencia ocular y que consistía en que veía como la mitad de las cosas y con tendencia a perder el equilibrio.

Me duró el acceso tres días y ni Don Bonifacio, el cura, ni Don Segundo, el boticario, fueron capaces de determinar de que problema se trataba. Afortunadamente pasó y pude seguir mi vida normalmente.

A la edad de once años determinó mi padre que debía ir a continuar mis estudios en el Real Seminario de Nobles de Vergara, en Guipúzcoa. Allí estuve durante tres años, aprendiendo de todo: matemáticas, geografía, religión, lengua española, latín y otras materias, pudiendo entonces apreciar lo afortunado de las enseñanzas que a golpe de regleta nos metía Doña Eulalia en la cabeza.

Debo decir que entre los ocho y los once años volví a padecer dolencias, siempre en diferentes partes de mi organismo y, así, recuerdo que padecí durante unos días fortísimos dolores de cabeza una vez, dolores en las muñecas otra vez y descomposición de vientre otra más, todas las ocasiones sin motivo aparente, durándome pocos días pero repitiéndose durante algún tiempo. Tal y como venían se iban. Tampoco en estas ocasiones ni el cura ni el boticario del pueblo ni los facultativos de Vitoria a donde me llevaron unos primos de mi madre que allí vivían, fueran capaces de determinar que tenía yo.

Debo decir que mi paso por el Seminario fue una de las etapas más felices de mi vida, haciendo allí grandes amigos, algunos de los cuales aun conservo.

También fueron los años en los cuales se desarrolló en mí la vocación marinera, pues los primos de mi madre, aunque avecindados en Vitoria, tierra adentro, eran en su mayoría Marinos, que servían en la Real Armada, aunque alguno había que era Oficial de la Marina Mercante, en barcos de Cantabria o de las provincias vascongadas.

Con ellos, en los días que el calendario escolar lo permitía, iba a pasar algunas jornadas y en sus casas, junto al fuego del hogar, los más mayores me relataban sus aventuras en la mar, cuando hacían frente a las pavorosas tormentas que se desataban en el océano o cuando, firmes sobre las cubiertas de sus barcos hacían frente, junto a sus hombres, a los ataques que los pérfidos ingleses realizaban a nuestras colonias americanas o cuando tenían que combatir bravamente a los moros que campaban por el Mediterráneo haciendo daño en nuestras posesiones o capturaban cristianos a los que esclavizaban.

Alguno había, de los más mayores que me contaba, entristecido, como fuimos malamente rechazados cuando nuestro intento de invasión en las costas de Argelia y donde cayeron algunos buenos militares, como aquel Comandante del Regimiento de Suizos, Karl Abiach, que con solo ver un barco ya se mareaba. El pobre no volvió a la Península, me decía tristemente mi pariente.

Otras veces me contaban como eran las tierras que componían nuestras provincias de Ultramar, de sus puertos, vegetación, del clima tan violento del trópico, de las montañas y las gentes que lo habitaban, los indios, los negros y mulatos e incluso los orientales filipinos, que según mis parientes tenían los ojos mas bien oblicuos, tratando yo de imaginar como serían esos ojos y como serían las caras de los que los portaban.

Pero el día más feliz de mi vida fue aquel en el cual mi padre me dijo que para cuando acabase mis estudios en el Seminario iríamos al puerto de Santoña acompañados por el primo de mi madre, Luis Salazar, Alférez de Fragata. Por fin iba a ver el mar y los barcos en vivo y en directo, de los que tanto me habían hablado mi familia de Vitoria. Esta visita a Santoña fue el aldabonazo que determinó mi decisión de ser Marino y servir al Rey en sus barcos.

Antes de continuar, debo decir que durante el tiempo que estuve en Vergara no me libré de los ataques de mi extraño mal, pues así hay que denominarlo, y a lo largo de esos tres años sufrí cuatro de importancia, a saber: el primero fue una fuerte afección bucal que tenía como efecto que me sangraran las encías, con la curiosidad de que cuando parecía que ya dejaba de sangrar volvía a hacerlo; luego tuve unos problemas en los dedos de la mano izquierda, problema que me impedía mover los dedos correctamente; el tercero de los ataques fue que me costó durante unos días respirar bien, padeciendo de muchas ganas de bostezar y cada vez que iba a hacerlo, el bostezo se quedaba a mitad de camino, no pudiendo hacerlo por entero, con el consiguiente problema respiratorio, llegando a crearme ansiedad y el último que me dio fue como el que me dio por primera vez siendo niño: veía la mitad de las cosas, pero esta vez sin venir acompañado de pérdida del equilibrio, ocurriendo en su lugar que veía como partículas en suspensión, interponiéndose en mi ya de por si escasa visión.

Afortunadamente todo pasó, pero decir que los médicos del Seminario que me trataron no supieron decir que me pasaba, no hallaban razón para ese desajuste de mi organismo y de las diferentes formas como se manifestaba, máxime cuando yo era un mocetón bien constituido, recio y bastante fuerte, con muy buen apetito y que practicaba actividades tan sanas como la carrera, levantamiento de pesos, la esgrima, la equitación y la pelea, esto último a escondidas de los maestros, pues estaba prohibido.

Tras la visita a Santoña, le dije a mi padre que tenía determinado ser Marino del Rey y que le solicitaba su permiso para entrar en la Compañía Academia de Guardias Marinas. Supongo que esa era la decisión que mi padre ya había tomado respecto de mi futuro, pues me llevó a su despacho y me enseñó un correo que "casualmente" le había enviado desde Cádiz su primo Luis Salazar con la carta de recomendación para entrar en la Academia de dicha ciudad, a la cual marché un mes después, el 3 de Agosto de 1783, después de conseguir desprenderme del "abrazo del oso" al que me tenía sometido mi madre, el cual me estaba inundando con un torrente de lágrimas con el que me estaba despidiendo.

Mi padre fue más parco en expresiones y tras sus consejos acerca de mi buena conducta y buen nombre, me dio su bendición. Así, ese día tres de Agosto monté en el coche que me había de llevar a Cádiz.

En Cádiz, tras ver al primo de mi madre y en cuya casa estuve dos días, fui a residir a un pabellón de la Escuela Naval, junto a otros muchachos procedentes de toda España y de nuestras provincias americanas y que como yo soñaban con convertir la mar en su hogar y en su destino.

Cádiz fue una ciudad que desde el primer momento me sedujo. No solo por el carácter franco, alegre y abierto de sus gentes, si no también por el aire de cosmopolitismo y de modernidad que se respiraba. Cada vez que podía me iba junto con otros muchachos a la zona del puerto, donde siempre había un tráfago incesante de mercancías y personas.

Allí se veían no solo barcos españoles, si no que también de muchas partes de la Europa: ingleses, franceses, holandeses, italianos, de las tierras de los moros e incluso de los lejanos reinos de Suecia, Polonia y Rusia. Hombres rubios y morenos, tostados o de piel negra se cruzaban por los muelles, convirtiendo al puerto en una especie de torre de babel por las distintas lenguas que allí se escuchaban.

Aun recuerdo la primera vez que ví a un hombre negro. Siempre que mi familia de Vitoria me hablaba de los hombres de piel negra me los imaginaba como del color del betún y con una forma…no sé…poco parecidos al tipo español, resultando que de la sorpresa de verlos por vez primera pasé a la desilusión, pues resultó que solo eran hombres, negros, pero solo hombres.

Además, en Cádiz conocí a la que andando el tiempo sería mi mujer y madre de mis hijos.

Tras dos años de estudios intensos y de prácticas, bien por las aguas cercanas a Cádiz, bien en travesías a la costa mediterránea o a Canarias, obtuve, tras superar con éxito los exámenes mi primer embarque, el cual se ocurrió en la ciudad de Cádiz, el 26 de Abril de 1785, verificando a partir de entonces diversos embarques, en los que ejecuté navegaciones, cruceros y comisiones, tanto en los mares de América como en los de Europa, bien en buques individuales, bien en las Escuadras mandadas por los Generales D. Félix de Tejada -conde de Morales-, D. Francisco de Borja y D. Juan de Lángara.
Tras mucho trabajar, estudiar y aplicarme con tesón en la profesión, pude enviar, por fin, carta a mis padres comunicándoles, con orgullo, que había sido acreedor al ascenso al empleo de Alférez de Fragata, que ocurrió el seis de Marzo de 1787.

Ante mi se abría un futuro lleno de ilusiones y esperanzas.

En 1789 estuve embarcado primero en el bergantín “Flecha” y después en el navío “Paula”, ascendiendo el 12 de Julio de 1790 al empleo de Alférez de Navío y pasando a desempeñar mi nuevo empleo embarcado en la fragata “Rosario”, con la cual pasé a América del Norte y donde estuve ejerciendo labores de vigilancia de aquellas aguas, previniendo las fechorías que los piratas ingleses tenían por costumbre cometer, disuadiéndolos, bien por la fuerza de las armas, bien por la mera presencia de las naves, de cometerlas, y tras pasar en aquellos mares el tiempo que la superioridad había determinado regresé a la Península en la fragata “Rosa” al año siguiente, pasando entonces a ejecutar algunas comisiones por el Mediterráneo, hasta Octubre de 1792, mes en que debí ser baja debido a una afección bucal severa, que me obligó a dejar toda actividad.

Una vez repuesto y retornado al servicio activo estuve entre Febrero de 1793 hasta junio en los navíos “Pelayo” y “San José”, pues a partir de ese mes pasé a la Escuadra de Don Juan de Lángara, trasbordando al “San Fernando”, navío de 94 cañones y muy marinero al mando del Brigadier Don Diego de Quiroga y Ulloa, y en este barco me hallaba cuando España le declara la guerra a la República Francesa y por orden del Exmo. Sr. Don Juan de Lángara, Comandante General, pusimos rumbo al puerto de Tolón, con la orden la toma del puerto y de la plaza, con el objeto de crear allí un enclave monárquico para restaurar los derechos de los reyes franceses.

En esta expedición coincidí con el primo de mi madre Luis Salazar, a la sazón Teniente de Fragata y que se hallaba embarcado en la “Triunfante”, pero no pasó demasiado tiempo en las operaciones pues fue llamado a prestar sus servicios en Madrid.

Las operaciones las hicimos en combinación con una flota inglesa, pero el mando de la fuerza naval lo tenía el Sr. D. Federico Gravina y Nápoli, cuyo buque insignia era el “San Hermenegildo”, de 112 cañones. En general este Gravina mantuvo buenas relaciones con los ingleses, aunque estos pusieron muchos inconvenientes para poder llevar a cabo las operaciones militares con éxito.

Al poco, pasé al navío “San Fermín”, de 74 cañones y al mando del Capitán de Navío Don Javier de Ezquerro y en el cual participé en el acoso a los barcos republicanos y en el bombardeo a los fuertes del puerto de Tolón y en uno de los combates que mantuvimos hicimos prisionero al Contraalmirante Sr. Saint Julien, al cual lo llevamos a la ciudad de Barcelona donde quedó vigilado, habiendo sido yo encargado de su custodia desde Tolón a Barcelona.

Era este Oficial francés un hombre amable y muy culto, aunque manifestaba un descarado desprecio por los españoles. Llegamos a Barcelona el cinco de Septiembre, entregándolo al Gobernador Militar de la plaza, junto con unos pliegos que portaba.

Tras eso retorné al teatro de operaciones, donde estuvimos hasta Diciembre, en que hubimos de abandonar Tolón de mala manera, en parte debido al permanente torpedeo a las decisiones de nuestro Comandante por parte de los ingleses.

La verdad es que ese intento de tomar el puerto y plaza de Tolón, así como toda esa guerra fue un perfecto desastre para España, que no solo no ganó nada si no que encima perdimos el Rosellón.
Tras estos acontecimientos, disfruté de un permiso de diez días, que pasé en Barcelona y cuando llegó la hora de embarcarme para ejecutar labores de vigilancia en las aguas de nuestra jurisdicción entre Cataluña y Valencia, me dio uno de mis ataques, el cual consistió esta vez en unos espasmos persistentes en todo mi cuerpo, durándome estos más de una semana, quedando tan maltrecho que debí guardar reposo durante un mes, pasado el cual me incorporé a la Escuadra del Mediterráneo, estando durante ese tiempo embarcado en los navíos “Concepción”, “San Nicolás” y “Real Carlos”.

Sin novedad en las aguas dignas de mención y con mi salud en condiciones por el momento, fui destinado a la Escuadra del Atlántico, mandada por el Ilmo. Sr. D. Francisco de Borja, embarcado en los navíos “Serio”, “Santa Ana” y “Atlante”, y en los intermedios de mis desembarcos ejercí en tierra el servicio de Ayudante de la Mayoría General del Ferrol, en arsenales y buques desarmados, pasando desde el 26 de Abril de 1796 y hasta Julio de 1798 a ejercer mis funciones como Ayudante de la Compañía de Guarda Mar.

Como hombre joven que era y deseoso de fundar un hogar, frecuentaba en Cádiz cada vez que podía los lugares donde se reunían los jóvenes en aquella ciudad, bien en paseos bien en las fiestas y reuniones que se hacían en la Comandancia o en casa de algún gaditano ilustre, ya fuera de la Armada ya del Ejército o en casa de algún rico hombre de la ciudad.

Precisamente en un baile al que asistí en la Comandancia tuve la inmensa fortuna de conocer a una señorita, de la cual quedé prendado en seguida, no solo por su belleza si no que también por sus maneras y gracia. Ya únicamente tenía como objetivo cortejarla y solicitar su amistad, lo cual logré, pasando a formalizar nuestro noviazgo con la aprobación de su familia.

Se llamaba la señorita en cuestión Maria Luisa González y Sarraoa y tras unos años de noviazgo, decidimos pedir permiso a su padre para contraer matrimonio, a la vez que solicitamos para ello la preceptiva Real Licencia, la cual nos fue concedida el tres de Mayo de 1796

Casamos, pues, en ese mismo mes de Mayo, el 12, en la Parroquia castrense de San Francisco, sita en la ciudad de San Fernando, Cádiz. Ella era hija del célebre marino Felipe González de Haedo, Jefe de Escuadra de la Real Armada.

Tuvimos cinco hijos: Ramón, Antonio, Desiderio, Luisa y Joaquina, por la que más debilidad tenía, un ángel de dulzura que cuando llegó la hora de contraer matrimonio lo hizo con Serafín de Sotto y Abach, conde de Clonard y Oficial de Infantería del Ejército.

El 27 de Agosto de ese año ascendí a Teniente de Fragata, y en la intimidad de nuestro hogar Maria Luisa y yo decíamos que ese era el Regalo de la Armada a nuestro matrimonio.

En Julio de 1798 me tuve que dar de baja, nuevamente, del servicio, debido a unos problemas en los tarsos de la mano, según parte facultativo. Era algo parecido a lo que ya tuve una vez pero con la particularidad de que en esta ocasión no podía coger nada, estando en estas condiciones mes y medio y como en todos los demás casos, tal como venía se iba y como en todos los demás casos los médicos eran incapaces de determinar los motivos. Ya había quien murmuraba y propagaba bulos acerca de que sobre mi había caído alguna maldición.

El 16 de Mayo de 1800 se me concede la Subdelegación Militar de la Isla de León y el cinco de Octubre de 1802 soy ascendido a Teniente de Navío. Mi carrera marchaba viento en popa.
El 8 de Julio de 1803 y por R. O. fui nombrado Ayudante de Matrículas del mismo destino, cargo en el que estuve hasta el 25 de Marzo del año siguiente, cuando gracias a los buenos informes acerca de mi excelente conducta, aplicación constante y conocimientos capaces, se me confió el empleo de Segundo Ayudante Secretario de la Capitanía General del Departamento de Cádiz, cargo que estuve ejerciendo hasta el 24 de Febrero del año siguiente en que nuevamente debí solicitar la baja, pues padecí una afección estomacal muy severa, yéndome a pasarla a mi pueblo y aunque me recuperé a los veinte días, ya estando nuevamente en el servicio activo, en Febrero de 1805 volví a causar baja, durante los meses de Julio a Noviembre, que los pasé nuevamente en mi pueblo, y tras los cuales volví ocupar mi destino hasta mediados de 1807, que por nueva enfermedad se me concedió prórroga de licencia por la misma y para pasarla en Madrid, advirtiéndoseme el 29 de Septiembre, y en la séptima prórroga ya, que sería la última y con la condición de que si no me curaba debía pedir el retiro.

Esta noticia me supuso un mazazo, pues se añadía al hecho de que los ataques de enfermedad que padecía se tornaron más violentos y tardaban más en desaparecer. No obstante lo asumí con resignación cristiana y entereza militar, procurando a partir de entonces intentar esconder mis padecimientos, algo difícil si iban a ser tan violentos como estaban siéndolo.

Tras mi recuperación, el 7 de Enero de 1808 fui nombrado Ayudante de Guardias Marinas, pasando a continuar mi mérito en las Brigadas de Artillería, hasta el 21 de Enero de 1809, día en que soy nombrado Ayudante del Jefe de Escuadra y Mayor General de la Armada D. Francisco Javier Uriarte y aunque el 26 del mismo mes se me destinó a los Batallones de Campaña, no pude hacerlo, pues mi mal estado de salud no me permitía soportar aquellas fatigas, obligándome a solicitar nuevamente la baja el 8 de Febrero siguiente y pasando a restablecerme nuevamente a mi pueblo, volviendo posteriormente a desempeñar mi cargo en la Ayudantía y destino pasivo como Teniente de Navío y aunque tuve la dicha de embarcarme en el bergantín “Infante” con el que se realizaron tareas de guarda costas en la zona del Estrecho de Gibraltar y adyacentes, mi suerte ya estaba echada, pues no volví a embarcar ni a ascender en el escalafón.

En 1812 fui nombrado Oficial en la Secretaría del Despacho de Marina, y donde pasé los siguientes diecisiete años, siendo por el camino nombrado Oficial Archivero de la Secretaría de Estado y del Despacho Universal de Marina el 5 de Junio de 1813.

A tenor de lo dispuesto por un R. D. de 1815, se me concede de abono de tiempo por la Guerra de la Independencia, que pasé en el Departamento y sitio de Cádiz, cuatro años, cinco meses y diecisiete días. Así mismo, fui agraciado con mi nombramiento como Caballero de la Orden de San Hermenegildo.

Debo decir que también fui recibido como Caballero de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III el 25 de Junio de 1824, con Cruz pensionada.

En Mayo de 1830 y debido a mis trastornos de salud, decidí pedir el retiro definitivo, pasando ya desde entonces hasta hoy mis días en Cádiz, solo saliendo de allí para ir a Madrid y a Cartagena a ver a mis hijos y nietos o a Cuzcurrita a cazar, ver a familiares y antiguos amigos o pasar mis convalecencias.

A lo largo de todo este relato ha habido una circunstancia que he evitado mencionar, más por el que dirán que por cualquier otra cosa, pero ahora, al final de el y casi de mis días, considero irrelevante lo que la gente pueda pensar de mí. He sido un buen cristiano, temeroso de Dios, un hombre honrado, trabajador y honesto, prudente, fiel a mi Patria, al Rey y a la Armada en la que he servido, amigo de mis amigos y, creo, que un buen esposo y padre y, por lo tanto nada debo temer de las habladurías de los demás.
Lo que he ocultado y ahora digo es que debido a que ningún médico cristiano era capaz de dar con el motivo de mis extraños males, a lo largo de mi vida como marino activo, cuando tocábamos puerto en Ultramar, solía tener por costumbre informarme de quienes eran los curanderos más reputados para ver si eran capaces de dar con la causa última de mis dolencias y en vista de que tampoco estos lo conseguían recurrí, incluso, a brujas y hechiceros, aunque sin resultado.

Por alguna extraña causa he sido marcado por la naturaleza y a lo mejor tendrían razón aquellos bulos que decían que había sufrido una maldición.

No obstante, soy cristiano y a Dios encomiendo mis últimos días y mi alma inmortal, dedicándome en el invierno de mi vida a echar la vista atrás, hacer examen de conciencia y a reconciliarme con el Altísimo, esperando de su infinita misericordia me considere digno de contemplar su rostro.

Amén.


En la Isla de León y Noviembre, 18 de 1836"

NOTAS:

1- El individuo que escribe su autobiografía es real y para desarrollarla he usado su hoja de servicios militares y su expediente militar, el cual se halla en el Archivo General de la Armada “Álvaro de Bazán”, con las signaturas:

- Sección: Cuerpo General, Legajo: 620/211, Asuntos Personales, Nombre o Tema: Antonio Campuzano,
- Sección: Cuerpo General, Legajo: 620/857, Asuntos Personales, Nombre o Tema: Antonio Campuzano.

Es ficticia su participación en la guerra contra la República Francesa, así como también es ficción que trasladara desde Tolón a Barcelona al Contraalmirante francés Saint Julien, que si existió y le sucedió ese hecho.

2- Para su lugar y fecha de nacimiento y de bautismo:

- Parroquia de San Miguel, Cuzcurrita del Río Tirón, La Rioja. Libro de Bautizados de 1755 a
19/2/1787, folio 110 vº - 111.

Todo lo relativo a su infancia es ficticio, así como todo lo relativo a su juventud hasta que llegó a Cádiz, donde es ficticia toda la vida social y familiar. También es ficticia su continua y “extraña” enfermedad y su visita a curanderos, brujas y hechiceros.

3- Para su nombramiento como Caballero de la Orden de Carlos III, ver Archivo Histórico Nacional, con las signaturas: ESTADO - CARLOS_III, EXP. 1851.

4- Para ratificar sus destinos he usado:

- Hemeroteca Nacional de España. Revista Estado Militar de España, para los años de 1816, 1818, 1822, 1823, 1825, 1827 al 1831 ambos inclusive

5- Para la guerra contra la República Francesa, he usado la Gran Enciclopedia Ilustrada. Espasa - Calpe 2004. Tomo VII

6- Los nombres de los Jefes de Escuadra, Capitanes y cualquier otro Oficial son todos reales y de ese momento y situaciones, así como los nombres de los barcos y sus características. He usado a Luis Salazar como primo de su madre, lo cual puede ser bastante probable, aunque no tengo pruebas.

7- Algunos datos relativos a procedimientos de ingreso y protocolos de la Armada han sido extraídos del trabajo titulado “Luis María de Salazar, Capitán de Navío y Ministro de Marina”, escrito por el Comandante de Infantería de Marina retirado y Académico de la Real de la Historia, Exmo. Sr. D. Hugo O´Donnell y Duque de Estrada.

8- El nombre que pongo de su mujer y fecha y lugar de boda es real, así como el nombre y graduación y título de su suegro y de su yerno. He cambiado el segundo apellido de nuestro personaje, así como algunos apellidos de sus padres y abuelos.
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