Image result for El fuego llueve desde el cielo: los bombardeos sobre Japón

Los bombarderos enemigos siempre pueden penetrar las defensas propias, por lo tanto la mejor defensa es atacar antes y en forma masiva, “lo que significa matar más, y más rápidamente a mujeres y niños del enemigo, si uno quiere salvar a los propios”. Estas fueron las palabras del primer ministro británico Stanley Baldwin en 1932, ésta teoría fue puesta a prueba con el lanzamiento de toneladas de combas sobre Alemania y Japón. Pero fue en esta última nación donde por las características urbanas se alcanzó una efectividad escalofriante a la hora de causar daños en cortos períodos de tiempo, dando como producto inseparable la muerte de cientos de miles de civiles.


Desde el 22 hasta el 26 de noviembre de 1943, se llevó a cabo la conferencia de El Cairo, con la presencia del presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt; el primer ministro británico Winston Churchill, y el jefe del gobierno de la República China, general Chiang Kai- Check. En esta conferencia se aprobó el plan de bombardeo estratégico sobre Japón. El objetivo era acabar con su capacidad industrial, y derribar la moral de la población.

El paso siguiente fue escoger la herramienta para realizar la campaña. Sobre Europa se habían utilizado bombarderos B-17 y B-24, pero en el frente del Pacífico las distancias eran mucho mayores, se precisaba de un bombardero con mayor autonomía. El arma escogida fue el Boeing B-29 Superfortress (superfortaleza). Su desarrollo había alcanzado el costo de 3.000 millones de dólares. Cada aparato costaba medio millón de dólares, utilizaba 13 toneladas de aluminio, 600.000 remaches y 3,5 kilómetros de cables. Sin embargo, los primeros modelos presentaron numerosos defectos. En los primeros 175 aviones se detectaron más de 9.000 malfunciones, y la tendencia de los motores a incendiarse por sobrecalentamiento nunca fue adecuadamente solventada.


Boeing B-29 Superfortress.

En enero de 1944 existía un centenar de aviones en servicio, una cifra que ascendería a un millar a finales de año. El 4 de abril del año mencionado, fue activada la 20° Fuerza Aérea, bajo el mando directo del comandante de la Fuerza Aérea estadounidense (USAF), el general Henry H. Arnold.

La 20° Fuerza Aérea operaría desde China, ya que en ese momento era el único lugar desde donde se podía alcanzar Japón. Los aeródromos para los nuevos bombarderos debían ser más grandes que los habituales. Las velocidades de despegue y aterrizaje de estos aviones eran muy superiores a las de otros modelos de la época. Las pistas dobles de aterrizaje debían tener 60 metros de ancho y 2590 metros de longitud, además de 4.500 metros de pistas auxiliares, con sus correspondientes hangares y pistas de parqueo.

En abril de 1944, el comandante de la 14° Fuerza Aérea en China, general Chenault, reclutó a 75.000 campesinos chinos, para la construcción de las pistas para los B-29 en los alrededores de Chengtu.

En ese mismo mes, el día 26, pilotos de caza nipones se encontraron por primera vez ante la impresionante vista de un B-29. Se produjo una pequeña escaramuza, sin derribos, y el gran bombardero pudo regresar a su base, aunque con graves daños. Por el momento, el nuevo bombardero sólo produjo en los japoneses una gran impresión.

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Ataque de un Ki-45 Toryu a un B-29.

El 15 de junio se recibían las primeras órdenes de ataque, las bases de partida en China estaban listas, la 20 Fuerza Aérea daría su primer golpe, al menos eso se esperaba. Despegaron 68 superfortalezas de las bases de Chengtu hacia su blanco: los altos hornos de Yawata, al norte de Osaka. Se lanzaron 220 toneladas de bombas, sin dar en el objetivo, y perdiendo siete aviones: seis por fallas técnicas y uno derribado.

A comienzos de agosto, 60 bombarderos se dirigieron nuevamente a Yawata. El objetivo era atacar las instalaciones de una siderúrgica. Como se comenzaba a volver habitual, las gran mayoría de las bombas no dieron en el blanco, tanto es así que sólo el 2% de la planta resultó dañada en el ataque. Se perdieron 14 B-29: cuatro derribados y 10 por fallas técnicas, ocho más fueron seriamente dañados. Los artilleros de las superfortalezas, por su parte, reclamaron el derribo de 17 cazas japoneses y 12 probables. El día 20 de agosto se lanzó un nuevo ataque, contra el mismo objetivo, esta vez 70 aparatos se dirigieron al blanco. El bombardeo nuevamente resultó en un sonoro fracaso, los daños sobre la siderúrgica fueron del 25%. Se perdieron 18 B-29 y al menos tres realizaron aterrizajes forzosos en la Unión Soviética, donde fueron confiscados y estudiados. Más tarde los soviéticos desarrollaron su propia versión de la superfortaleza, el Tupolev Tu-4.

La operatividad desde las bases chinas resultaba antieconómico. Para transportar 4,5 toneladas de suministros, cada bombardero consumía 20 toneladas de combustible, por lo que las últimas misiones desde China se realizaron en octubre de 1944. Se habían realizado casi 50 misiones sobre Hankow, Mukdew y Anshan en China; Shinchiku, Kagu, Teinan, Okayama y Takao en la isla de Formosa; Palembang en Sumatra; Singapur; Camrahm Bay en la Indochina Francesa; Bangkok en Tailandia; y las ciudades de Omura, Sasebo y Yawata al sur de Japón. Se arrojaron 11.250 toneladas de bombas y se perdieron 80 superfortalezas.

En junio de 1944, las fuerzas estadounidenses invaden las islas Marianas, rápidamente se comienza la construcción de cinco grandes aeródromos en Guam, Tinian y Saipán. Lugares desde donde se volvía más factible lanzar las ofensivas aéreas al estilo “europeo”. El primer B-29 aterrizó en Saipán el 12 de octubre de 1944, pertenecía al nuevo 21° Mando de bombardeo, suyo comandante era el general Haywood Shepherd Hansell.

La isla de Saipán aún no estaba asegurada cuando se desplegó la 1er Ala de bombarderos (con 180 B-29 y 12.000 hombres), a causa de ello se produjeron algunos ataques de soldados japoneses a las instalaciones aéreas.

Con la finalidad de evaluar los aparatos y adquirir cierta experiencia antes de lanzarse sobre Japón, se ordenó la realización de incursiones sobre objetivos cercanos, de poca importancia y por lo tanto casi desprotegidos.

Para el 24 de noviembre de 1944, las dotaciones se encontraban listas, o al menos eso parecía, y 111 superfortalezas se lanzaron sobre Tokio, en el primer ataque sobre la capital imperial. El blanco escogido fue la fábrica de motores Musashima. El bombardeo se realizó a 30.000 pies de altura, sin obtener resultados apreciables, con tal elevación, los B-29 se encontraron con un fenómeno desconocido para ellos, el “jet stream”, se trataba de nubosidad y fuertes vientos procedentes de Siberia, esta corriente de aire alcanzaba los 400 kilómetros por hora y dificultaba tanto la navegación como el bombardeo.

Todos los ataques se producían fundamentalmente sobre fábricas de aviones, desde unos 9.000 o 10.000 metros. Los resultados eran frustrantes, la fábrica Musachino de Tokio, sufrió cinco ataques, en el curso de los cuales menos del 10% de las bombas cayeron dentro de las más de 50 hectáreas que ocupaba la fábrica.

En febrero de 1945, se encontraban ya más de 350 B-29 operando desde las islas Marianas, y el general Hansell había sido reemplazado por Curtis LeMay, quien ya tenía experiencia con los bombardeos sobre Europa.

El 25 de febrero, LeMay ordena el primer bombardeo incendiario, 172 aviones lanzaron 450 toneladas de bombas sobre Tokio. Se destruyeron 27.970 edificaciones aproximadamente, al costo de perder seis bombarderos. El primer ministro Tojo, con aire tranquilizador, aseguró al emperador que los ataques no podían ser incrementados, ya que sobre las ciudades alemanas se lanzaban numerosos bombardeos diarios. Sólo habría que preocuparse si bombardeasen Tokio con miles de aviones, y diariamente. Todavía no estaban convencidos del poder industrial de Estados Unidos.

Una semana después, se volvía a la vieja táctica. El objetivo era borrar del mapa la fábrica Mitsubishi (Tokio), el ataque fue ejecutado por 150 B-29, de día y con bombas convencionales. Debido a la gran cantidad de nubes, los aviones tuvieron que lanzar sus bombas utilizando como guía el radar. Luego del ataque, la fábrica continuaba indemne. En los días siguientes, hasta el 4 de mayo, se siguió hostigando a la fábrica. En total 875 aviones lanzaron su carga sobre ella, causando daños sobre tan sólo el 4% de las instalaciones.

Con los pobres resultados obtenidos, LeMay comprendió que era necesario un cambio de táctica. Las fábricas comenzaban a ser dispersadas en forma de módulos por toda la campiña japonesa, los bombardeos resultaban impotentes para detener la industria nipona, y fábricas artesanales operaban en numerosos hogares civiles.

El nuevo método disponía que los bombardeos fueran sobre las ciudades teniendo como blanco a la población, se realizarían durante la noche, a baja altura (entre 2.000 y 3.000 metros), y se utilizarían bombas incendiarias. Para evaluar los posibles resultados, se construyó un pequeño Tokio en Utah, con las características tradicionales de los hogares nipones, es decir, casas de madera y tela. El Napalm y las bombas incendiarias M-69, que contenían paquetes de magnesio, demostraron una alta eficacia y los militares estadounidenses quedaron totalmente satisfechos. Además, volando a baja altura el consumo de los aviones era menor, se podía incrementar la carga de bombas, y se evitaba el “jet stream”. Ante las dificultades para destruir las fábricas, se eliminaría a sus obreros, se mermaría la moral civil, las fábricas artesanales desaparecerían, el terror caería sobre las ciudades japonesas.

En marzo de 1945, la conquista de la isla de Iwo Jima supuso un respiro para las tripulaciones de los B-29, ya que los aparatos averiados podían aterrizar en la isla, a medio camino de sus bases originales en las Marianas. Lo harían más de 2.200 bombarderos en lo que quedaba de guerra.

En la noche del 9 de marzo, se llevó a cabo la misión número 40 de la 21a Fuerza Aérea, y significó el ataque más devastador de toda la guerra. El nombre de la misión era Meetinhouse, nombre que recibían las casas de oración en algunas confesiones protestantes y de los cuáqueros.

A las 22:30 hs, dos B-29 hacían su aparición sobre los cielos de Tokio, eran aviones marcadores, y con su carga de bombas incendiarias delimitaron el área de bombardeo. Momentos después, dos aviones más lanzaban tiras de aluminio para inutilizar los radares y dificultar la tarea de los reflectores de la AA.

Luego de la demarcación, la capital imperial tembló bajo el sonido de la flota de 325 B-29, que volando a una altura de entre 2.000 y 3.000 metros, dejaban caer su letal cargamento, más de 1.600 toneladas de bombas incendiarias M-69.

El bombardeo se concentró sobre la zona este de la ciudad. Los canales que alimentan el río Sumida y Arakawa no impidieron la tormenta de fuego, ya que eran controlados por compuertas, y servían como depósitos de troncos de árboles. Siendo el blanco bastante extenso, y sin oposición de cazas, los bombarderos volaron muy separados entre sí, casi de forma independiente.

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Bombardeo de Tokio en marzo de 1945

Al iniciarse el ataque, un fuerte viento de 45 km/h comenzó a soplar en la ciudad, enviando llamas por encima de los cortafuegos y canales. Debido al fuerte calor, rápidamente el viento cobró más fuerza, corriendo a 30 metros por segundo.

La incursión duró unas dos horas, fue uno de los mayores desastres sufridos hasta entonces por una nación beligerante en la guerra. Miles de personas murieron asfixiadas y quemadas. La tormenta de fuego desató vientos que corrían a 200 km/h, con temperaturas de 1.000° C, y que consumían todo el oxígeno, creando una tromba de aire que subió a unos 10 kilómetros de altura aproximadamente. Algunos aviones fueron lanzados centenares de metros hacia arriba por las corrientes. Un B-29 reportó que una bomba de 250 kg fue devuelta al depósito de bombas por una repentina corriente de aire.

Los que intentaban salvarse tirándose a los canales morían hervidos. Los llamados turbantes antibombardeos, que fueron entregados a miles de mujeres para protegerse de las esquirlas durante los bombardeos, resultaron ser altamente inflamables, y eran lo primero que se encendía aún cuando no las alcanzaba el fuego, muchas veces cuando las mujeres corrían por las calles con sus hijos en los brazos.

Horas más tarde, radio Tokio emitió un informe: “…ésta noche de brillante luz de las estrellas permanecerá en la memoria de todos los que la presenciaron. Después de la caída de las primeras bombas, se formaron nubes de humo que se iluminaron desde abajo con una luz rojiza. De ellas emergían los aviones, volando pavorosamente a baja altura sobre los centenares de incendios, que se esparcían gradualmente. Un bombardero explotó ante nuestros ojos como un proyectil trazador de magnesio, casi sobre el centro de la ciudad. Las nubes de fuego se dirigían serpenteando hacia lo alto y la torre del edificio de la Dieta se erguía negra contra el rojo del cielo. La ciudad estaba tan resplandeciente como una salida de sol; nubes de humo, hollín, incluso chispas arrastradas por el vendaval, volaban por encima. Pensamos que esta noche todo Tokio sería reducido a cenizas…”

El teniente Raymond Halloran, navegante de un B-29, se encontraba prisionero en la capital imperial desde enero de 1945 cuando su avión fue derribado sobre Tokio. Se encontraba junto a otros muchachos que habían corrido la misma suerte, encerrado en una jaula de madera en un cuartel del Kempei Tai, al norte del palacio imperial. Halloran recuerda que despertó a media noche, debido al ruido de aviones volando a muy baja altura, lo primero que se le vino a la cabeza es que se trataba de aparatos japoneses. Un momento después se comenzaron a escuchar las bombas haciendo explosión, y las baterías antiaéreas que comenzaban a abrir fuego. El teniente se percató de que se trataba de bombarderos B-29, pero no se explicaba porqué volaban tan bajo. Los guardias entraron a su “celda” y lo ataron de pies y manos, igual que a los demás prisioneros, luego cerraron la puerta y salieron. En media hora el desastre se volvió evidente, el calor se sentía en el aire, un vendaval de aire hirviendo comenzó a golpear contra las paredes. Se escuchaba gente corriendo y saltando al agua del foso que rodea al palacio imperial, también se escuchaba el llanto de los niños, mientras el techo de su prisión comenzó a arder, pero alguien lo apagó con arena. En la mañana del 10 de marzo Tokio despertaba de la pesadilla, una pesadilla real. Ante Halloran se presentó un intérprete, que le narró las nefastas consecuencias del ataque. Parecía que la ciudad se había convertido por una noche en un inmenso horno, por las calles se encontraban cientos de cuerpos calcinados. Además le informó de una tragedia en particular: uno de los puentes se había puesto al rojo vivo, y la gente desesperada que corría hacia un extremo, se encontró con otro puñado de personas que lo hacía en sentido contrario, de forma que quedaron inmovilizados en el centro. Todos murieron quemados, y se podían ver sus esqueletos apilados en el centro del puente. El intérprete se despidió diciendo que todos los prisioneros pilotos de B-29 serían ajusticiados. Finalmente no se produjeron fusilamientos en Tokio, pero en otras ciudades se acusó a los pilotos de asesinato y fueron ejecutados.

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Las calles de Tokio luego del bombardeo.

En sus memorias, el general Curtis LeMay escribió sobre este bombardeo a Tokio: “…1665 toneladas de bombas incendiarias cayeron silbando sobre la ciudad, y olas calientes del horno resultante zarandeó y lanzó a algunos de nuestros aviones hasta 2.000 pies sobre su altura original… Fue el más grande desastre infligido a cualquier enemigo en la historia militar. Fue más grande que el fuego combinado de Hiroshima y Nagasaki. En sólo dos horas hubo muchas más bajas que en cualquier otra acción militar en la historia del mundo… La gente fue tostada, hervida, y horneada hasta morir”.

El resultado de esa noche de horror superó todas las expectativas. Más de 40 km² de la ciudad de Tokio fueron arrasados, los muertos superaban las 100.000 personas, se contabilizaban alrededor de 400.000 heridos, un millón de personas perdieron sus hogares, y cerca de 276.800 casas fueron reducidas a cenizas. Los estadounidenses por su parte sufrieron la pérdida de sólo 14 aviones, algunos derribados por la artillería antiaérea, pero la mayoría perdidos por fallas mecánicas.

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Las defensas antiaéreas japonesas poco pudieron hacer, sus equipos de radar eran primitivos y poco eficaces. Durante la noche debían basarse en los proyectores para localizar a los aviones. Los cazas nocturnos resultaban igual de incapaces.

Chester Marshall, piloto de un B-29, fue el encargado de realizar el reconocimiento fotográfico de la ciudad al día siguiente del bombardeo. Se vio obligado a abortar la misión, según sus propias palabras, a 5.000 pies de altura se podía oler la carne quemada, y los tripulantes no lo pudieron resistir. Un tiempo después confesó a un reportero de ABC de Australia, que no pudo comer en dos o tres días, ya que el olor nauseabundo había sido tan fuerte, que lo seguía sintiendo.

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Luego de recibir las felicitaciones por los bombardeos de Tokio, LeMay escogió los siguientes blancos, sería el turno de las ciudades de Nagoya, Osaka y Kobe. Se emplearía la misma táctica, que tan buenos resultados produjo, bombardeo a baja altura.

La noche del 11 de marzo de 1945, 285 bombarderos se dirigieron a Nagoya. No se produjo un holocausto general, pero si centenares de incendios, producto de las 1.700 toneladas de bombas lanzadas. Alrededor de 4 km² de la ciudad fueron arrasados. En el ataque se perdió un B-29 derribado sobre la ciudad.

Osaka recibió el siniestro saludo de las buenas noches por parte de 300 B-29 el día 13 de marzo. Esta ciudad era la segunda de Japón en población y producción industrial.

Cuando las 1.700 toneladas de bombas cayeron sobre la ciudad, se creó una tormenta de fuego. Las columnas de aire ascendentes fueron muy intensas, tanto que uno de los bombarderos fue lanzado hacia arriba, y dio media vuelta, quedando con el vientre hacia arriba. A pesar de todo, el piloto pudo enderezar el avión y regresar a su base en Tinián, aunque con las alas casi destrozadas.

Doce km² de la ciudad fueron reducidas a cenizas. A esa altura la población civil era conciente del peligro de los bombardeos, y se había vuelto más prudente, por lo que las bajas entre los ciudadanos japoneses fueron sólo de 13.135 muertos. Se destruyeron 134.800 edificaciones aproximadamente, y se dañaron otras 1.300. Más de 500.000 japoneses perdieron sus hogares. Las pérdidas estadounidenses fueron de dos bombarderos, derribados sobre la ciudad.

El 16 de mayo, LeMay enviaba a sus águilas del fuego sobre Kobe. La ciudad observó con pavor a los 307 B-29 mientras realizaban su letal descarga de 2.300 toneladas de bombas. Alrededor de 68.000 estructuras fueron reducidas cenizas, unos 5 km² de la ciudad. Entre muertos y heridos las contabilizaciones llegaron a 15.000 bajas. Más de 250.000 personas perdieron sus casas. El precio pagado por la USAF fue de 3 aviones perdidos.


Kobe después del bombardeo.

La noche del 18 de mayo, el blanco escogido fue nuevamente Nagoya. El número de bombarderos encargados del ataque ascendió a 290 B-29. Unas 1.800 toneladas de bombas fueron descargadas sobre la parte norte de la ciudad, y arrasaron unos 5 km² de ella.

En cinco noches, los ataques habían acabado con la vida de 150.000 personas aproximadamente, y se habían arrasado unos 68 km² de zonas urbanas, al costo de perder 21 aparatos. Citando las palabras del general Norstad: “el daño causado a los japoneses durante las cinco incursiones, fue el mayor que jamás se hubiese inferido a ningún pueblo en tan corto período”.

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Los B-29 no sólo se encargaron del bombardeo de las ciudades, también cumplieron con la tarea de minar las aguas territoriales japonesas. Lanzaron minas Mk 26 de 500 kg y Mk 25 de una tonelada. Durante dos noches del mes de mayo, llegaron a fondear más de 1.500 minas. Esto distorsionaba tanto el cabotaje como la navegación de las unidades de guerra niponas.

A finales de junio, las minas lanzadas ascendían 12.000, y serían la causa del hundimiento de más del 60% del total de naves japonesas perdidas en ese período. En las semanas siguientes se sembraron más de 4.000 minas adicionales, causando el hundimiento de 670 barcos, y el colapso del tráfico de cabotaje entre las islas del territorio imperial.

Anteriormente, a finales de marzo y comienzos de abril, se había comenzado a atacar las principales fábricas de aviación. El objetivo era detener a los kamikazes en su mismo origen. Tras varias semanas de bombardeo sobre las factorías, se logró destruir el 70% de la capacidad productiva japonesa de aviones.

En la noche del 13 de abril se reanudaron las hostigaciones sobre Tokio, y 320 bombarderos lanzaron más de 2.100 toneladas de bombas incendiarias sobre la ciudad. El 23 de mayo la capital imperial fue nuevamente atacada, esta vez por 558 B-29. Más de 3.600 toneladas de bombas dieron una nueva noche de terror a los habitantes de Tokio. Fueron arrasados 13 km² adicionales de la ciudad. Dos días después, un nuevo ataque, a cargo de 500 aviones, destruyó otros 43 km², pero esta vez 26 bombarderos fueron derribados.

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Desde Iwo Jima se unieron a la ofensiva los cazas Mustang P-51. Aunque el vuelo se reveló agotador para los pilotos, que llegaban exhaustos a su destino. En el mes de mayo, los cazas reclamaron el derribo de más de 220 aviones japoneses, pero al precio de perder 114 mustangs en combate, y 43 por averías, junto a 107 pilotos muertos.

A pesar de su eficacia, los bombardeos masivos no conseguían la rendición de Japón, una nueva arma iba a ser utilizada para demostrar a los japoneses que toda resistencia sería inútil, se lanzarían las bombas atómicas.

Inicialmente se eligieron cinco ciudades como posibles blancos de la superarma: Hiroshima, Yokohama, Kokura, Niigata y Kyoto. De éstas quedaron tres: Hiroshima, Niigata y Kyoto. La ciudad de Kyoto fue finalmente descartada por su riqueza cultural, y sustituida por Nagasaki.

El 26 de julio, los aliados lanzaron un ultimátum a Japón, debía rendirse incondicionalmente, aunque no se exigió la abdicación del emperador. Alexander Werth, en su libro “De Stalingrado a Berlín” tomo II, señala que en la respuesta enviada por el gobierno japonés a la Unión Soviética (que en ese momento actuaba como mediadora) se expresaba el consentimiento de los japoneses para iniciar las conversaciones de paz y rendirse, sin embargo, un error en la traducción del mensaje dio a entender la respuesta como negativa a iniciar todo acto para que termine la guerra. Otras fuentes señalan que simplemente el gobierno japonés se encontraba dominado por la rama más extremista y belicista, y por esto el ultimátum fue rechazado.

De cualquier forma, el 1 de agosto de 1945, el presidente Truman dio la orden de lanzamiento, el imperio del sol naciente sufriría bajo el poder del átomo.

El primer objetivo sería Hiroshima, por concejo del general LeMay. A las 02:45 hs del 6 de agosto, un B-29 llamado “Enola Gay”, y pilotado por el coronel Tibbets, despegó de la isla de Tinian. Cuando el bombardero se encontró en los cielos de la ciudad, la visibilidad era buena, y el destino de Hiroshima quedó sellado.

Little Boy, nombre de la bomba atómica, detonó a una altura de 550 metros. La explosión tuvo una potencia de 15 kilotones, equivalentes a 15.000 toneladas de TNT. Unas 80.000 personas perecieron por efecto de la explosión, y otras 80.000 resultaron heridas. Muchos de los afectados morirían meses, o años después a causa de leucemias y cánceres. El 60% de la ciudad, alrededor de 12 km², desaparecieron.

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Explosión atómica sobre Hiroshima.

El presidente Truman, que se encontraba a bordo del crucero USS Augusta, esperaba que Japón se rindiera. El gobierno nipón se fragmentó, algunos querían la paz inmediata, mientras los integrantes del ala más dura estaban convencidos de que la guerra debía continuar. Las noticias sobre Hiroshima eran confusas, no se sabía que clase de arma se había utilizado, sólo que era poderosa. Algunos militares japoneses pensaban que como ellos no pudieron desarrollar la bomba atómica, los estadounidenses tampoco podrían hacerlo. El emperador se encontraba abatido, y deseaba entablar conversaciones de paz.

El día 8 de agosto, los japoneses tenían claro que se había utilizado un arma nuclear. Al mismo tiempo tenía lugar un ataque convencional, a cargo de 400 B-29, sobre la factoría de Nakajima en Musashino.

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Hiroshima arrasada.

Ese mismo día, los soviéticos comenzaban a invadir Manchuria, el presidente Truman, considerando que era imperioso obtener la rendición de Japón cuanto antes, autorizó el uso de la segunda bomba atómica: Fat Man.

El objetivo era Kokura, con Nagasaki como alternativa. El B-29 “Bockscar”, pilotado por Charles Sweeney, sería el encargado de ejecutar la misión. El bombardero despegó a las 03:49 hs del 9 de agosto. Una vez sobre Kokura, el apuntador no fue capaz de identificar la ciudad debido a las nubes. Luego de tres intentos, con la artillería antiaérea disparando, varios cazas dirigiéndose hacía ellos, y un problema mecánico que reducía drásticamente su autonomía, Sweeney decidió dirigirse hacia el blanco alternativo.

A las 11:50 hs, el Bockscar llegó a Nagasaki, pero ésta se encontraba también bajo una espesa capa de nubes. Estuvieron a punto de lanzar la bomba por radar, a pesar de las estrictas órdenes de hacerlo bajo control visual, cuando de repente se abrió un hueco entre las nubes, y se identificó con claridad el punto designado como objetivo, la acería Mitsubishi en el río Urakami.

A las 11:58 hs se lanzó la bomba, detonó a una altura de 535 metros, y a unos 450 metros de su objetivo. La detonación tuvo una potencia de 22 kilotones, equivalentes a 22.000 toneladas de TNT. Unas 30.000 personas fallecieron, y unas 25.000 resultaron heridas. El área que resultó totalmente destruida era de unos 3,5 km de longitud, y unos 3 km de anchura. El 68% de las instalaciones industriales resultaron arrasadas.

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Nagasaki, antes y después del ataque.

Ante la nueva mala noticia, el gobierno japonés continuaba dividido, pero no había opciones. El 10 de agosto, a las 07:00 hs, comunicaban a los aliados a través de intermediarios suecos y suizos, que aceptarían la rendición con la única condición de mantener al emperador a la cabeza del país. La demanda era esperada, y fue aceptada por los aliados.

El presidente Truman quería evitar a toda costa bajas norteamericanas innecesarias, y sabía que el mantenimiento del sistema imperial sería la vía más rápida para transformar a Japón política, económica, militar y socialmente. Un Japón unido sería la mejor forma de combatir la expansión del comunismo en el Pacífico, a la vista de la experiencia en Europa.

El 14 de agosto se lanzó un ataque aéreo masivo, con 1.000 B-29, demostrando la férrea determinación de aniquilar el país si fuese necesario. Ese día, el emperador Hirohito grabó un mensaje para la nación, en el que se anunciaba el fin de la guerra y se pedía la obediencia del pueblo.

El 15 de agosto se retransmitió el mensaje a todo el país. Esa noche tuvo lugar un intento de golpe de estado, un grupo de oficiales trató de apoderarse de la grabación y asesinó al comandante de la guardia imperial, pero fueron reducidos y su comandante se suicidó.

Las pérdidas japonesas durante la campaña de bombardeo se estiman en 560.000 muertos; 15.000.000 de personas quedaron sin hogar; 65 ciudades niponas fueron arrasadas; el 35% de las máquinas- herramientas fueron destruidas; 13.500.000 personas perdieron sus empleos; 3.200.000 casas fueron destruidas. Las bombas atómicas causaron la muerte de alrededor de 110.000 japoneses.

Estados Unidos por su parte sufrió la pérdida de 3.041 tripulantes de B-29 que resultaron muertos; 485 bombarderos resultaron derribados.

Lo cierto es que de haberse continuado con la ofensiva de bombardeo, y de haberse optado por un asalto convencional, la destrucción de Japón habría sido mucho mayor, y la reconstrucción más lenta. Liberado del imperialismo militar, Japón consiguió en pocos años lo que no pudo lograr por medios militares. Derrumbados los imperios británicos, francés y holandés, la potencia hegemónica económica en Asia fue Japón. Igual que Alemania en Europa, Japón se transformó en Asia en el principal bastión frente a la Unión Soviética.

Tiempo más tarde, LeMay, refiriéndose a la campaña de bombardeo dijo: “Si nosotros hubiéramos perdido la guerra, habríamos sido juzgados como criminales de guerra. Afortunadamente, nosotros estamos en el lado de los vencedores.”

La actuación de los bombarderos convenció al mando estadounidense que era indispensable mantener una fuerza de bombardeo poderosa, pensando en la posguerra.

En Japón se trató de olvidar el holocausto sufrido. Sólo en estos últimos tiempos se comenzaron a documentar testimonios, y a construir museos conmemorativos.

La crudeza de los ataques contrasta con las palabras de Robert McNamara, asistente en las planificaciones de los bombardeos, quien dijo: “¿Acaso había una regla que dijera que no podías bombardear, no podías matar, no podías quemar vivos a 100.000 civiles en una sola noche?”.

Fuentes:
http://www.exordio.com
Segunda Guerra mundial. Tomo XII. Capítulo 5: “El poder aéreo como arma estratégica”
Segunda guerra mundial. Tomo XX. “De Iwo Jima a la rendición de Japón”.
http://historiaguerrasyarmas.blogspot.com


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