El peligro turco

Hacía más de un siglo que Constantinopla, la gran capital del Imperio Bizantino, había sucumbido ante el envite turco. El Imperio Otomano avanzaba lenta pero inexorablemente por Europa y el Mediterráneo, gracias a su abrumador potencial humano. Tras Constantinopla les tocó el turno a los Balcanes, a Grecia y a Hungría. Las huestes del sultán de Istanbul llegaron hasta las mismas puertas de Viena, asediándola dos veces (la última en 1529). Sólo los oportunos refuerzos de Fernando, hermano de Carlos V y futuro emperador, lograron ponerles en fuga.

En el mar Mediterráneo, la situación era incluso más desesperada. La gigantesca flota turca tenía, desde hace mucho tiempo, en jaque al comercio naval de las naciones cristianas. Flotillas otomanas y berberiscas (aliados norteafricanos) se aventuraban, incluso, a hacer pequeñas "raids" en costas cristianas tan occidentales como las del levante español, quemando pueblos y capturando a cientos de hombres, mujeres y niños, que pasaban a engrosar el mercado de esclavos y concubinas de la capital del Imperio. El poder naval turco era patente. A pesar del revés sufrido en Malta (1565) frente a los caballeros de la orden del mismo nombre y los refuerzos españoles enviados por el virrey de Sicilia, Chipre cayó (1571).

La cristiandad estaba dividida. Protestantes y católicos luchaban con ahínco por la pervivencia y expansión de sus cultos, mientras el resto de las naciones católicas atendían a sus intereses particulares. Así, las dos potencias navales de la época, España y Venecia, mantenían agrias discusiones e, incluso, cierto grado de hostilidad. Felipe II, rey de un imperio "donde no se ponía el sol", tenía a sus temibles tercios luchando en Flandes contra los rebeldes protestantes y el frente interior, la rebelión de los moriscos en la Alpujarra granadina, financiada y apoyada por los propios otomanos. Debía desembarazarse primero de estos problemas antes de acometer la empresa marítima contra el poder turco. Venecia, con su dux a la cabeza, había mantenido hasta el momento excelentes relaciones comerciales con los otomanos, que les servían de nexo con los productos exóticos del Lejano Oriente, tan demandados en Europa.

Pero el sultán, a la sazón Selim II (apodado "el borracho") y su gran visir Mehmed Sököli tenían otros planes. Paulatinamente, fueron subiendo los impuestos a los venecianos por sus transacciones marítimas, mientras que, "de facto", comenzaban a apropiarse de sus posesiones insulares y de parte de sus plazas en la costa occidental de Hungría. Ante estos sucesos, y a pesar de que mantuvieron mientras pudieron una posición neutral que favorecía a sus intereses comerciales, los venecianos fueron, poco a poco, ampliando y reparando su carcomida flota guerrera en vista a un más que posible enfrentamiento con la media luna.

Preocupado por la amenaza turca, insistente y mediador, el papa de Roma, Pio V, hacía lo imposible por conciliar a las dos partes, Monarquía Hispana y República de Venecia y conseguir, así, su tan ansiada Santa Liga. Finalmente, a finales de 1570, los acuerdos se firmaron, comenzando a su vez la selección del almirante de tan gran flota. Candidatos no faltaban. Venecia tenía a Sebastían Veniero, un anciano y agrio almirante, aunque experto en su oficio, así como Agostino Barbariego, otro viejo y astuto lobo de mar. La monarquía de Felipe II tenía dos candidatos principales: el primero de ellos era el italiano Juan Andrea Doria, hijo del célebre marino que sirvió a la causa de Carlos V en la batalla de Prevesa (1538), con una buena reputación, aunque mala fama, ya que se le achacaba cierta propensión a la temeridad y la falta de iniciativa. El otro era, ni más ni menos, el hermanastro del rey, don Juan de Austria, el joven capitán general que había vencido a los moriscos en la Alpujarra. Por último, los Estados Pontificios promovieron la figura de Marco Antonio Colonna, que había servido como condottiero y almirante para la monarquía hispana.

Esta disputa finalizó cuando, preguntado por quien había de comandar la flota, el papa leyó o recitó un versículo de la sagradas escrituras: "Y hubo un enviado de Dios, y su nombre era Juan". Las presiones del más poderoso monarca de la cristiandad y posiblemente del mundo, Felipe II, influyeron quizá en aquella decisión.

La Santa Liga

La armada de la Santa Liga iba tomando cuerpo. Felipe II hizo traer del ya apaciguado (teóricamente) frente flamenco a gran número de sus veteranos soldados de los tercios (8.160). Asimismo, reclutó gran cantidad de tropas entre sus reinos y posesiones. 90 galeras, 20 naos y 50 fragatas y bergantines fueron enviadas por el rey de España. El papa aportó 12 galeras y 6 fragatas, mientras que Venecia fue la que se jugó más: 106 galeras, 6 galeazas, 2 naos y 20 fragatas.

El total de los embarcados sumaban 28.000 soldados, 19.920 marineros, 43.500 remeros. 20.000 de esos soldados pertenecían a la monarquía hispana. Reunida la flota en el estrecho de Messina (Sicilia), el joven don Juan (que tenía
24 años y un porte atlético y bello), asesorado por expertos marinos españoles, como don Álvaro de Bazán, vió pronto las deficiencias de las naves venecianas. Aparte de que había un gran número de naves viejas, las chilleras estaban prácticamente vacías. El escaso potencial humano de la Serenísima les pasó factura. Además de venecianos, los pocos soldados embarcados en naves de la República eran reclutas temporales de la costa occidental de Hungría y Dalmacia. Así pues, y a pesar los recelos de Veniero, se embarcaron unos 4.000 soldados de la monarquía hispana en las naves venecianas. Veniero protestó, y don Juan quiso enviar a Colonna para apaciguarle, pero el agrio almirante se juramentó en ahorcarle si pisaba su barco. Finalmente, la tensión remitió gracias al talento político del joven capitán general de la armada.

La armada se puso en movimiento. La línea se extendía en un frente de 16 km.
Estaba organizada en cuatro partes, siguiente el esquema clásico

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Mediterráneo:

-Vanguardia. 7 galeras al mando de Juan de Cardona.
-Ala derecha. 53 galeras, 26 de España (España, Nápoles, Génova, Malta y Saboya), 25 de Venecia y 2 del Papa, al mando de Juan Andrea Doria.
-Cuerpo de batalla o centro. 64 galeras, 30 de España, 27 de Venecia y 7 del papa, , entre las cuales figuraban la capitana del comendador mayor, la capitana del Papa a la diestra y la de Venecia a la siniestra del generalísimo, don Juan, que comandaba personalmente esta partición.
-Ala izquierda. 53 galeras, 41 de Venecia, 11 de España y 1 del Papa, al mando de Barbariego, segundo de Veniero.
-Retaguardia. 30 galeras, 15 de España, 12 de Venecia y 3 del papa, a las órdenes de don Álvaro de Bazán.

A golpe de vela y remo, los encadenados galeotes aproximaban día a día la flota cristiana a la costa turca, rumbo al golfo de Patrás. Aguardando, la escuadra turca se guarecía en la ciudad costera de Lepanto. Las fuerzas otomanas estaban al mando de Alí Pachá, almirante supremo, bajo cuyas órdenes se encontraban expertos marinos como Amurat Dragut Rais (veterano de Malta), Mehmet Pachá y Euljd Alí Pachá, antiguo italiano convertido al islam y pirata berberisco, terror del Mediterráneo, apodado por los cristianos "Uchalí o Uluch Alí".

La flota turca estaba compuesta por 208 galeras, 66 galeotas o fustas y 25.000 soldados; de éstos, 2.500 jenízaros. Los jenízaros era la élite del ejército turco. Habían sido creados hacía siglos pero gozaban de buena salud. Se trataba de una fuerza compuesta por niños cristianos (en su mayoría balcánicos) dados obligatoriamente por sus padres al servicio del sultán desde su más tierna edad. Los jenízaros se entrenaban duramente en sus cuarteles y aprendían a ser verdaderas máquinas de combatir al servicio de Sultán. Morir, para ellos, era alcanzar el Paraíso. La disciplina era férrea y su modo de vida, espartano. Manejando sus arcos curvados, arcabuces o cimitarras, los jenízaros eran la fuerza más temible del Imperio Otomano.

El resto de los soldados eran, mayoritariamente, de leva, aunque existía otro núcleo profesional: los spahíes, soldados de la guardia de caballería del Sultán, protegidos por un casco y cota de malla (frente al resto, que casi no llevaba protección alguna), manejando hachas multiuso, mazas, cimitarras o alfanjes.

Los almirantes turcos debatieron en el castillo de Lepanto la estrategia a seguir. Aunque Uluch Alí era partidario de resguardarse en el puerto y desgastar a la flota cristiana en un prolongado sitio, se impuso el temperamento visceral de Alí Pachá, que quería enfrentarse y aplastar a la armada cristiana en el mar.

El 7 de octubre, con viento favorable, la armada otomana se desplegó en el golfo de Patrás. Comenzaba la mayor batalla naval de la historia del Mediterráneo.

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La más alta ocasión que vieron los siglos

La armada cristiana tuvo una grata recompensa al salir tan temprano, pues divisó a la flota turca cuando estaba a más de 15 millas. El avance se realizó en perfecto silencio, estando penado usar un arma o tocar algún instrumento (se referían a los pífanos y tambores que transmitían las órdenes a la infantería). La Real, buque insignia de la flota, construido en las atarazanas de Barcelona y donde iba el propio don Juan, izó una bandera blanca a la par que tiraba un cañonazo de advertencia. Era la señal convenida.

El ritmo en las naves se aceleraba. Al rápido toque de los tambores se despejaron cubiertas, prepararon las baterías de cañones, se vertió arena sobre la madera para evitar resbalar en la sangre, se colocaron barriles de agua junto a las zonas más vulnerables al fuego, se cortaron los espolones (morro puntiagudo con el que se embestía a otra galera. El cortarlos era una maniobra inteligente experimentada por los cristianos, pues la artillería, situada a proa, podía apurar sus disparos hasta el último momento e infligir mayor daño al enemigo) y las naves se colocaban, lentamente, en sus posiciones de combate. Los turcos respondieron caballerosamente desde La Sultana, buque insignia de la armada otomana. Alí Pachá ordenó responder a la caballerosa invitación, disparando otro cañonazo de advertencia.

Mientras se iba completando el despliegue, don Juan embarcó en una nao desde la que dio consejos y arengó a sus tropas. A los italianos, les recordó que era la hora de vengar la caída de Chipre: “Hoy es día de vengar afrentas; en las manos tenéis el remedio de vuestros males; menead con brío y cólera las espadas”. A los españoles, sus queridos hermanos e "hijos", les habló con más llaneza: "Hijos, a morir hemos venido, a vencer si el cielo lo dispone.

No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía ¿Donde está vuestro dios? Pelead en su santo nombre, porque muertos o victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad". La gallarda imagen de don Juan llenó de ardor a sus tropas. Se olvidaron las pasadas rencillas y desavenencias entre aliados, e incluso Veniero "con lágrimas en los ojos, le pidió que olvidara acciones anteriores, asegurándole que hundiría tantas galeras enemigas como pudiera alcanzar".

Aprovechando buen viento, los cristianos pudieron remolcar las pesadas galeazas unas millas más adelante. Las galeazas habían sido inventadas por Francesco Duodo, que ahora las comandaba. Se trataba de unas galeras más grandes de lo normal que, además de las cinco piezas de artillería de proa, tenían una fila de cañones a cada banda, bajo la cubierta, a modo de galeón.
Su potencia de fuego era increible.

La armada otomana desplegó velas y, a golpe de remo, se acercaba a la cristiana en medio de los gritos, disparos, rezos e imprecaciones que lanzaban desde las cubiertas para darse ánimos y asustar a los cristianos.

Apenas pasado mediodía, los turcos hicieron su primera descarga de artillería, demasiado lejana, que sólo consiguió rendir un palo a la galera de Cardona. En ese momento, Duodo dispara el primer cañonazo de su galeaza, que arranca el fanal de la galera Sultana, posición que hacía bien poco había ocupado el propio almirante turco. Ante esta señal, el resto de las galeazas vomitó un fuego certero sobre la escuadra enemiga, merced a sus cañones de largo alcance. Hundieron dos galeras y causaron desperfectos a varias de ellas. Asustados por tan mortíferos artefactos y soportando una segunda descarga, los turcos procuraron dejarlas atrás pues, no en vano, eran demasiado pesadas como para moverse sin ser remolcadas.

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Que cada uno haga otro tanto

En el ala izquierda, Mehmed Pachá intentaba aprovechar el hueco que las galeras venecianas habían dejado entre ellas y la costa para iniciar una maniobra de flanqueo. El punto flaco de toda galera era su espalda, cosa que todos sabían, de ahí la importancia de que la línea cristiana cubriera todo el golfo. Con gran habilidad, consiguieron pasar doce galeras, casi rozando la arena. Trece galeras turcas atacaban la de Barbariego, que se batió con ardor. No obstante, y a pesar de que las flechas otomanas rara vez atravesaban las corazas cristianas, una le alcanzó en el ojo y hubo de ser atendido a resguardo. Los venecianos se batieron con ardor. Giovanni Contarini, sobrino de Barbariego, rechazó un asalto jenízaro por la proa de su nave, aunque pereció en el intento.

Finalmente y tras una dura lucha, los turcos agotaron sus flechas, con lo que perdieron parte de su potencial ofensivo. La galera capitana de Barbariego fue socorrida, al fin, mientras que dos más daban cuenta de la del almirante turco Mehmed Pachá, que fue encontrado flotando en el agua agarrado a unos restos. Se le remató para evitarle sufrimientos. La victoria en el ala izquierda fue completa. Todas las galeras turcas fueron quemadas, hundidas o apresadas.

En el centro la lucha era más encarnizada, si cabe. Congregábanse allí el grueso de las galeras españolas, muchas capitanas de otras naciones y La Real, el buque insignia. Alí Pachá prometió a sus jenízaros el paraíso mientras ordenaba a los esclavos cristianos que remaban apresurar la marcha.

Su objetivo era La Real. La galera insignia turca, La Sultana, descargó su artillería de proa sobre La Real, causando algunas bajas. Aguardando hasta el último momento, la artillería cristiana disparó a bocajarro sobre la proa turca, llevándose por delante a muchos combatientes musulmanes. Finalmente, La Sultana embistió a La Real, penetrando con su espolón hasta la altura de la tercera bancada de remeros. La Real no se hundió, ya que el novedoso sistema de mamparos con el que fue construido su armazón interno lo impidió.

Inmediatamente, los jenízaros turcos se lanzaron al abordaje. Los soldados embarcados, escogidos veteranos de los Tercios de Flandes, encendieron las mechas de sus arcabuces y mosquetes. La primera descarga de los 400 soldados españoles se llevó por delante al grueso del ataque turco. Sin pensárselo dos veces, los soldados echaron mano a sus espadas y abordaron la galera rival. Fueron, no obstante, detenidos a la altura del palo mayor, ya que galeras auxiliares turcas comenzaron a insuflar tropas de refresco dentro de su buque insignia. Rechazados tras un cruento combate, los soldados españoles volvieron a La Real, efectuando otra descarga.

Mientras el combate entre los buques insignia tenía lugar, el resto de la línea se enzarzó en una cruenta lucha. La batalla se volvió un caos: galeras turcas capturadas y manejadas por españoles o italianos, galeras cristianas capturadas por los turcos que seguían combatiendo, galeras incendiadas o hundidas, restos flotando por doquier, así como los cadáveres que caían al agua. Enmedio de aquel infierno, los casos de heroísmo individual se sucedían. El sargento Martín Muñoz, que se hallaba enfermo de calentura en la enfermería de su galera, oyó el combate y tomó su espada. Pasó a la galera turca matando a siete de sus enemigos, no sin ser alcanzado de cuatro flechazos y con la pierna partida por una bala de arcabuz. Sentándose a morir dijo a sus camaradas: "Señores, que cada uno haga otro tanto".

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Lucha de titanes

En La Real se desarrollaba un potente ataque turco. Con ayuda de los jenízaros, spahíes y milicianos que diez galeras turcas vomitaban sobre la cubierta de La Sultana, conseguían hacer retroceder a los españoles, palmo a palmo. Los galeotes de La Real, que habían sido liberados de sus cadenas y provistos de armas (al igual que los de toda la escuadra cristiana) lucharon junto a los soldados por su libertad prometida. Don Juan de Austria, junto a los capitanes y nobles que le acompañaban, desenvainó la espada, dispuesto a vender cara su vida.

Ali Pachá, acompañado por sus mejores jenízaros, saltó a La Real, arco en mano, sumándose a la pelea como un turco más. Era su triunfo, y no se lo iba a perder por nada del mundo. A base de sudor, flechas y tajos de cimitarra, los turcos comprimieron a los españoles en un estrecho espacio desde popa al palo mayor. Solo un milagro podía salvar a la real. Y el milagró llegó. Don Álvaro de Bazán, el viejo marino, llegó con 30 galeras de refresco en apoyo de don Juan. Dos de ellas comenzaron a insuflarle a la necesitada capitana más arcabuceros y mosqueteros de los tercios. Se produjo una descarga de los recién llegados, desde los barcos y desde la borda, que aclaró lo suficiente las filas turcas. En ese momento y con una agilidad simiesca, don Juan corrió hacia delante, sumándose al combate como un soldado más, gritando a sus soldados que avanzaran.

Escoltado por lo más granado de la nobleza española (que en cuestión de lucha se batía como el que más), consiguió empujar a los turcos hacia su propio buque. Algunos soldados cortaron las cadenas de los galeotes cristianos esclavos, que se sumaron a la pelea, encantados de vengarse de sus antiguos opresores. En lo más cruento del combate, Alí Pachá fue alcanzado por una disparo de arcabuz. Uno de los galeotes le cortó la cabeza con un hacha y, ensartándola en una pica, se la ofreció a don Juan. Asqueado por la naturaleza de ese presente, el joven almirante mandó que la arrojaran al agua. El estandarte cristiano ahora hondeaba en el buque insignia turco, donde el combate había terminado.

En torno a La Real, el combate había sido fiero. La galera de Veniero había sido asaltado y el almirante veneciano herido en una pierna. Después, persiguió infatigablemente a la galera de Pertau Pachá, que quiere escabullirse. Asaltada su nave, el capitán turco huye saltando a una fragata cercana con la espalda incendiada por una piñata de fuego. En la cercana capitana de Génova, el príncipe de Parma, Alejandro Farnesio (compañero de juventud de don Juan de Austria, que iba a convertirse en Flandes en uno de los más temidos generales del siglo XVI) y un soldado español, Alfonso Dávalos, saltan a una galera enemiga en solitario y, palmo a palmo, la hacen suya.

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Uchalí

La victoria se había alcanzado en el flanco izquierdo y en el centro, donde las naves turcas que no podían huir eran tomadas o apresadas, pero el flanco derecho apenas había registrado movimientos de importancia. Doria aguardaba que Uluch Alí moviera ficha, y la supo mover bien. El apóstata lobo de mar turco viró hacia el norte, ganando el espacio que, por la desorganización del combate, había quedado entre las galeras de Doria y el resto de la escuadra cristiana.

Su primer trofeo fue la capitana de Malta, que atacó con seis galeras argelinas, que se hallaban frescas, mientras que la galera de la Orden de Malta llevaba varias horas de combate. Asediado por todas partes, Guistiniani, el capitán maltés, no pudo evitar que su galera fuera apresada.
Mientras tanto, el grueso de las galeras de Uluch Alí se enzarzaban en un cruento combate con las naves de Doria. Viendo que los argelinos del flanco derecho habían hundido ya a seis galeras cristianas, don Juan de Austria y don Álvaro de Bazán ordenaron bogar en su ayuda.

Uluch Alí, que estaba remolcando a la capitana de Malta, tuvo que dejar su presa ante la proximidad de los refuerzos cristianos y consiguió huir en solitario con su galera. El estandarte de la capitana maltesa capturada fue el único trofeo que pudo entregar al sultán Selim. Liberada la galera de Malta, se encontró a un malherido, pero no muerto, Guistiniani, único superviviente del combate en la misma.

Las galeras de socorro dieron sobre las argelinas, experimentándose un cruento combate. En una de aquellas galeras, de nombre "Marquesa" (de bandera veneciana) iba embarcado un contingente de soldados españoles entre los que se contaba el inmortal y futuro escritor del Quijote, don Miguel de Cervantes. Convalenciente en la enfermería de mareo y malaria, rogó a su capitán que le dejara participar en la batalla: "Que más quería morir peleando por Dios é por su rey que no meterse so cubierta". Se le puso al mando de 15 soldados en el esquife, una pequeña embarcación auxiliar a modo de diminuta galera que, cuando no se usaban, colgaba de uno de los costados de popa, era el lugar más susceptible de ser abordado por el enemigo.
Combatiendo valientemente a espada y arcabuz, fue herido dos veces, una en el pecho y otra en el hombro, que le dejó manco de la mano izquierda (conservó el brazo, pero inmóvil).

Al anochecer, la victoria cristiana era total. La mayor parte de la escuadra turca había sido hundida o apresada, muy pocas naves consiguieron escapar.

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Conclusiones

Lepanto fue el triunfo más sonado de Felipe II, y aún el triunfo más grande del ejército español en su historia. Si bien es cierto que el avance turco por tierra se había estancado, no resultaba así con su flota. Tras Lepanto, y aunque los turcos reconstruyeron su potencial naval rápidamente, el Imperio Otomano comenzaría un lento declive que culminaría en el siglo XX.
Nunca más volvió a amenazar seriamente al occidente cristiano.

Así pues, y a pesar de los fallos estratégicos cometidos durante las incesantes guerras del reinado de Felipe II (batallas ganadas pero guerras que, a la larga, iban a perderse), Lepanto fue un triunfo sin paliativos.
Sólo por esta providencial victoria, su reinado adquiere una importancia de primer plano en la historia mundial