Cuando se estudia la Historia Antigua es normal empezar por las primeras civilizaciones del creciente fértil, continuar con Egipto, luego Babilonia, los hititas, Asiria... tocamos los orígenes de la cultura griega, llegamos al encontronazo de las Guerras Médicas, de ahí pasamos a Alejandro y, posteriormente, los reinos macedónicos en el Mediterráneo Oriental y el ascenso de Roma y Cartago en el Occidental. El capítulo final abarca desde la segunda guerra púnica hasta el saqueo de Roma a principios del siglo V.
Esta manera de encarar la Historia tiene tres fallos. El primero es metodológico, ya que suele estudiarse de forma progresiva, como si la aparición de uno supusiera la desaparición de los anteriores. Ésta es una grave limitación porque algunas civilizaciones van y vienen antes de desaparecer, mientras otras continúan su camino, aunque permanezcan apartadas del escenario principal. El segundo error, igualmente de método, es el de tratar las civilizaciones como si fueran salas separadas y estancas, ajenas a lo que sucede en el resto del mundo hasta el momento en que chocan y estallan los conflictos. Sin embargo la guerra no es el modo natural de contacto entre los pueblos, y lo normal es que todas las civilizaciones se relacionen con sus coetáneos mediante el comercio, y esa relación se traduce en influencias culturales. Incluso una civilización aparentemente tan inamovible como la egipcia se ve sometida a cambios al tomar contacto con lugares tan alejados como Tartessos o la India.
El tercer error es la escasa o nula atención prestada por los historiadores al pueblo que posibilitó esos cambios, al poner en contacto todas las esquinas del mundo conocido por los antiguos: los fenicios.
Aún recuerdo mis viejos libros de texto, allá por la EGB. Los fenicios apenas eran una nota a pie de página, mencionados de pasada como un pueblo de comerciantes y navegantes que fundaron Cádiz y Cartago. Nada más. Ni siquiera una localización geográfica, como si sus barcos surgieran del mar ya enjaezados y luego desaparecieran al cruzar el horizonte.
Esta falta de atención obedece a dos motivos. El primero es que, si bien los navegantes púnicos fundaron algunas importantes ciudades a lo largo de las costas mediterráneas, nunca forjaron un imperio. Eso hace que su historia no esté cuajada de poderosos reyes, imponentes conquistas o sangrientas batallas. El otro es que Occidente heredó su modo de entender la Historia de manos de Roma, y ésta tenía dos prejuicios contra los fenicios. Eran comerciantes, un modo de ganarse el sustento indigno, vil, ya que los romanos sólo consideraban nobles la agricultura, la ganadería y el saqueo. Y eran los padres de Cartago, el único enemigo al que temió la Roma repúblicana, y de todos los que tuvo, el que más odió.
A eso se sumó el origen racial de los fenicios. Eran semitas, una raza que, salvo por la exagerada importancia atribuida a Israel (debida a la autoridad de la Biblia), era considerada culturalmente inferior, incapaz de los grandes logros atribuidos a egipcios, babilonios, persas y, por supuesto, griegos. Todo ello contribuyó a esconder los logros de los fenicios, su legado cultural, todavía vivo, sus asombrosos viajes, inigualados hasta el siglo XIV, y su carácter nacional, basado en la inteligencia, el espíritu práctico, el valor, y su amor por la libertad, que remataría su Historia con un heroico y trágico broche.