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Para el pueblo saharaui, el rito del té forma parte de la rutina diaria desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche. En un terreno tan yermo, duro e inhóspito, la realización del té con la parsimonia exigida favorece el encuentro y la conversación, y el sabor dulce supone un breve paréntesis de placer en su por desgracia casi siempre dolorosa cotidianidad. El proceso de elaboración se repite tres veces, y a medida que éste avanza, el té va perdiendo su amargor haciéndose más suave. Los “hijos de las nubes” han creado una metáfora entre el sabor de los tres tés y la propia vida.
Lo narrado en este relato está basado en hechos reales, aunque se trate de historias por separado y por supuesto, los nombres tanto de lugares como de personas son absolutamente ficticios.


I- Amargo como la vida

El convoy del Ejército Real avanzaba, porque no había alternativa viable alguna, pegado a la ladera de la cordillera del Saulerd, tan rápido como las cadenas de los carros permitían. Circulaban en busca de su destino definitivo, el cuartel de Uad El Tarik, situado al sur del estratégico enclave de Zam, en el epicentro mismo de la candente zona de guerra contra las tropas de la RASD. Marchaban un centenar de blindados, en su mayoría carros T-54 y T-55, varias docenas de piezas de artillería autopropulsada de origen francés, escoltados por vehículos ligeros artillados y autoametralladoras, y también junto a ellos, algunos transportes de tropas. Al menos dos veces al día, el vuelo rasante de un par de cazas F-5 se encargaba de intimidar cualquier eventual fuerza enemiga que osara amenazar el polvoriento, lento y torpe avance de la columna, viajando desde el norte del país para reforzar y proteger las guarniciones que por aquel entonces comenzaban a levantar lo que pronto sería el muro defensivo con el que Marruecos pretendía reducir la costosísima sangría económica, material, moral y humana que los constantes ataques guerrilleros saharauis le venían provocando. Un problema recrudecido a partir de la iniciativa que el Frente Polisario había emprendido recientemente, la llamada Ofensiva Huari Bumedián.

Llevaban una decena de días de marcha, y el estado de alerta constante agotaba todavía más que el hambre o la falta de sueño. Durante los seis primeros, habían avanzado aprovechando el frescor nocturno, dormitando bajo la sombra de los vehículos durante el día pero ahora, adentrados ya en los territorios hostiles del sur, se marchaba día y noche para cruzar la cordillera lo más rápido posible, parando solamente para rellenar cantimploras y depósitos con el agua de los pozos -caliente y salobre como si fuera caldo-, comer algunas legumbres secas y repostar los vehículos, descansando apenas lo justo para no dormirse de pie.
El hedor dentro de cualquiera de los carros de la columna resultaría insoportable para un extraño que osara siquiera acercarse, pero los tripulantes, tras diez días de marcha, estaban tan acostumbrados a ello como un tiburón a la sal del mar.

El jefe de carro Rachid limpiaba con unas gotas de pegajosa saliva las gafas que le protegían de la arena. Procedía de un pueblecito costero cerca de Tetuán, por lo que aquel infernal horno sahariano en el que realizaba su prolongado servicio militar le resultaba extraño e inhumano. Echaba de menos la familia, la vida civil a la que en realidad pertenecía… pero al menos, gracias a Dios, el calor y el cansancio se habían convertido en una coraza que repelía eficazmente la morriña. Además, la oportunidad de poder volver a su dulce y placentero hogar mediterráneo pasaba por sobrevivir al hambre, a la sed y a las balas del Polisario pero, sobre todo, a la desesperación.
Rachid había agotado por completo ya su agua, y desde hacía unas horas pedía de beber al artillero que, resignado, le miraba de reojo esquilmar sus reservas. Rachid se dio cuenta, y se disponía a preguntar qué tal andaban las cantimploras del resto de la tripulación, cuando una tremenda explosión hizo reventar el carro que les precedía. Al temblor de la explosión siguieron otras, alguna de ellas tan cercana y poderosa que varias veces levantó en el aire las cadenas del blindado, con el consiguiente batacazo de vuelta contra el suelo. El joven conductor, desvanecido, sangraba abundantemente por la frente y la nariz, tras golpear su cara contra el cuadro de mandos, mientras el cargador y el artillero discutían desconcertados acerca de dónde procedían los disparos.
Una poderosa granizada de fuego atroz comenzó a machacar inmisericorde la columna cuyas unidades se dispersaban en todas direcciones como una fila de hormigas pisoteada por un niño. La artillería del Polisario disparaba desde demasiado lejos para poder contestar, y los obuses que no alcanzaban de lleno a los vehículos golpeaban la ladera, provocando desprendimientos de pesadas rocas afiladas que volcaban y aplastaban los blindados, barriendo a muchos de los combatientes que salían corriendo desesperados, y que no encontraban refugio alguno en medio de aquel caos.
El bombardeo duró apenas diez minutos, pero el panorama final resultó desolador: cuando el polvo y el humo empezaron a dispersarse, solamente diez –tal vez doce- de los vehículos de la columna se adivinaban intactos. Los más afortunados huían ahora en todas direcciones, pero la inmensa mayoría permanecían destripados por los proyectiles o aplastados por las rocas.
Tanto los que huían como los que se quedaban estaban ahora a merced de los enjutos guerrilleros saharauis que, como chacales hambrientos, les habían acechado sin ser vistos día y noche, esperando aquella oportunidad, y acudían ahora raudos, montando sus fusiles y ametralladoras para rematar la faena a bordo de sus ágiles Land Rover y Toyota.

Rachid salió del carro desarmado y con las manos en la nuca, y el guerrillero saharaui que le encañonaba le ordenó bruscamente que se arrodillara junto al resto de supervivientes. Observó que apenas unas decenas de los más de mil hombres de la columna marroquí le acompañaban. Le dolía horriblemente una rodilla ya que se la había golpeado contra el acero del blindaje en medio de la refriega, y las piernas le temblaban desde la primera explosión. Miró cómo algunos polisarios, recién llegados tras la caza de fugitivos, conducían ahora los vehículos propios y capturados llenos hasta arriba con el material confiscado. Como no había conductores suficientes para llevarse toda aquella amalgama de carros, armas, municiones, combustible y provisiones capturadas, el resto fue destruido para evitar su recuperación por parte de Marruecos.
Rachid, junto al resto de prisioneros, subió a uno de los camiones, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, preguntándose si volvería a ver el mar…

II- Dulce como el amor

Brahim revolvía las brasas de carbón con una vara y aquella incandescencia efervescente de las ascuas sobre la arena era lo único que iluminaba la oscuridad en aquella noche sin luna. Volvió a coger la vieja y abollada tetera de latón esmaltada en verde, colocándola de nuevo sobre las brasas, mientras recibía de vuelta, de manos de su compañero, el vasito vacío de aquel primer té degustado.
Abderrahamán apuraba los últimos restos del cuenco de gofio compartido, lo que prácticamente había sido la única frugal y austera comida decente durante todo el día. El silencio hermético y negro de la noche se rompía con el chisporrotear de las brasas, y dejaba sentir el chorrear del agua con la que Brahim llenaba y vaciaba sistemáticamente los vasos en la ceremonia del té, tratando de hacer espuma.
A lo lejos, unos diminutos ojos de luz y el creciente rugido del motor de un vehículo aproximándose interrumpió el descanso. Abderrahamán tomó rápidamente el Kalashnikov y se apostó en el montículo de arena que, a modo de pequeña trinchera, protegía con un pequeño cerco la tenue luz anaranjada de las brasas, y junto a ellas, ponía a salvo las siluetas de los guerrilleros de eventuales francotiradores enemigos.
Brahim tomó el RPG-7 y lo cargó. Entrecerrando los ojos hacia las luces, trataba de adivinar la distancia para el disparo.
Ni un vistazo a su compañero. Ni una palabra. No hacía falta mirarse para que Brahim saliera del cerco de arena y, rodeándolo, se acuclillara en posición de disparo, apuntando directamente entre aquellos ojos de luz que cada vez se hacían más y más grandes mientras Abderrahamán le cubría desde dentro en una maniobra de cobertura perfectamente orquestada y repetida.
El rugido del vehículo ya cercano empezó a resultar familiar, y mientras Brahim sacaba lentamente el dedo del guardamonte y levantaba con timidez la mano, gritó un par de palabras convenidas. Abderrahamán hizo lo propio, gritando más fuerte y más alto, a la vez que seguía apuntando a las siluetas de los tripulantes de aquella Toyota que prácticamente estaba ya a tiro de piedra del cerco de arena. La pick-up bajó de marchas y realizó intermitencias con las luces, y por fin Brahim se puso en pie relajado, respondiendo a las señales con su linterna.

-¡Salam aleikum!-, gritó Brahim.

-¡Aleikum salam!-, respondieron desde el vehículo mientras se detenía al lado de la improvisada trinchera de arena.

Mohammed bajó del coche, y se fundió en un abrazo con Brahim mientras Abderrahamán indicaba a Bachir dónde aparcar la vetusta Land Cruiser de color arena, en una pequeña depresión, junto a la suya.
Bachir traía algo más de gofio, un poco de cecina de camello, algunos caramelos y leche condensada para celebrar que, porque Dios así lo había querido, vivirían para ver nacer otro día, luchando para liberar el Sáhara.
Mientras los recién llegados tomaban la cena, Brahim soplaba las brasas para continuar con el té.

-¿Dónde han llevado a los prisioneros?-, preguntó Abderrahamán.

-A las cuevas. Mañana seguramente seamos nosotros los que los traslademos. Hay periodistas europeos en el puesto de mando, ésta tarde, cuando os habéis ido, han estado tomado fotos del convoy destruido. Se trata de mostrar al mundo que el rey Hassan II miente cuando niega las derrotas del Ejército Real-, contestó Bachir. -Por cierto, Brahim, se me olvidaba: tengo una carta para ti desde hace semanas. Viene de los campamentos… es de Fatma-.

Brahim repartió los vasos de té entre los recién llegados, cogió el suyo, y abrió el paquete envuelto cuidadosamente en papel de periódico. Un paquete de azúcar, una navaja, tabaco de pipa, un puñado de dátiles y una carta doblada cariñosamente eran el contenido. Se apartó unos metros, mientras Abderrahamán le relevaba en la ceremonia del té. Una vez alejado, alumbrando con la linterna, bebió un sorbo de dulcísimo té casi hirviendo y se dispuso a leer.

“Queridísimo esposo:

Espero que Dios te mantenga tan sano y tan fuerte como siempre. Hace días que se habla de las últimas victorias que estáis consiguiendo, de que pronto estaremos todos en casa, pero aunque me siento tremendamente orgullosa, rezo todos los días para que nunca seas uno de esos mártires que llegan aquí a diario envueltos en sábanas blancas.
Por aquí estamos muy bien. Las wilayas van creciendo, se llenan de gente poco a poco y la moral está muy alta. Hay una buena organización y nos visita mucha gente de fuera que nos trae gas, ropa, comida, medicamentos… Llegan todos los días camiones desde Libia y Argelia.
Handi está tremendo, está creciendo mucho. Es fuerte e inquieto, siempre anda por ahí, jugando a la pelota o con su rifle de madera. Pregunta mucho por su padre, casi a todas horas, y sueña con acompañarte en alguna de esas incursiones para liberar nuestra tierra. Te adora. Yo le aprieto para que estudie, le digo que seguramente pronto no hagan falta más soldados porque ya estaremos en casa y lo que hará falta serán médicos, maestros, ingenieros…
El pequeño Salem es el que me preocupa, porque ha empeorado mucho. Tiene siempre los ojillos llorosos y llenos de legañas, la naricilla taponada y la lengua parece que no le cabe en la boca. Le cuesta respirar más de lo normal, come muy mal… desde que nació siempre ha estado enfermo pero cada vez es peor. Los médicos cubanos dicen que tiene retraso mental, que no es un niño normal. Mi madre dice que por supuesto que no es un niño normal: es un Ángel del Cielo. Le cuesta mucho trabajo vivir en la Tierra pero a pesar de todo, siempre sonríe. Tiene casi tres añitos y aún sigue siendo un bebé. Simplemente está enfermo porque, por si no lo sabías, a los ángeles que bajan a la Tierra se les vuelve el corazón perezoso. Prueba de que es un Ángel es que no sabe hablar, y a pesar de no saber hacerlo, me lo cuenta todo. Me coge el dedo con esa manita tan pequeña y sonríe, y sus ojillos negros me piden que no llore, me dicen que no me preocupe, me recuerdan que pronto estarás de nuevo aquí con nosotros…
Los médicos cubanos dicen que se va a morir… pero qué sabrán ellos: desde hace tres años, están con la misma historia y siempre se equivocan. Sé que Dios le curará, Él sabe más que cualquier médico… Nuestro Ángel aprenderá a vivir en la Tierra con nosotros.
Estoy deseando que vuelvas, cariño: tus besos y abrazos nos sentarán bien a los tres, y estoy seguro de que con ellos Salem mejorará.
Te quiero mucho.
Por favor, ten mucho cuidado como siempre.
Sáhara Horra.

Fatma.”


III- Suave como la muerte

Ha pasado un tiempo, unos cuantos meses, tal vez casi un año.
Aunque seguramente nunca será información de portada, sí que encabezará la sección de “Internacional” en prestigiosos diarios españoles y franceses de tirada nacional. El artículo hablará de un alto en el camino en medio de la vorágine del fuego y de la sangre, del acercamiento de posturas entre líderes del Frente Polisario y representantes del Gobierno Alauita. Ni los más optimistas esperan una llegada a buen puerto a corto plazo, pero no deja de ser positivo. Previo a la entrevista, se está produciendo un intercambio de prisioneros, como gesto de buena voluntad entre ambas partes.
Para capturar la foto que acompañará el texto, los fotógrafos se reparten entre los grupos de prisioneros y sus custodios. Uno de los reporteros enmarca el testimonio gráfico en torno a dos esbeltas figuras cuyas miradas captan su atención. La primera, la de un delgadísimo suboficial marroquí que, producto del largo cautiverio, luce ahora luengas barbas castañas. Parecen brillarle los ojos, tal vez al pensar que por fin volverá licenciado a su casa, cerca de Tetuán, muy cerquita del mar. Ha pasado los últimos meses preso y, aparte de la cojera, es fácil intuir que la experiencia le dejará secuelas de por vida. Al expectante suboficial de la foto parece no importarle demasiado los discursos del Rey Hassan sobre el Gran Marruecos, ni tampoco aquella cruel, estúpida y carísima guerra. No parece querer saber ya nada, nunca más, del Ejército Real, ni de aquel maldito infierno abrasador de la Hamada.
Tampoco parece querer volver a saber nada de aquellos nervudos, orgullosos y testarudos guerrilleros que trataban de llenarle todos los días la cabeza con su estúpida propaganda patriotera. Ni del discurso derrotista del resto de presos marroquíes que había quedado en el interior de la Hamada esperando ser afortunados en la próxima liberación… El suboficial de la foto parece querer únicamente lo que hace mucho que no tiene: una vida normal.

La otra figura destacada en la imagen es la del guerrillero saharaui de uniforme que se dispone a liberarle. Armado, con la cabeza envuelta en un elzam, un turbante negro de beduino que sólo deja entrever sus ojos, grandes, oscuros… Al igual que la de su prisionero, su mirada permanece ausente de la guerra y la política. Lo que el fotógrafo es incapaz de adivinar es que un levísimo e involuntario fulgor en sus ojos desprende cierta alegría, porque mañana volverá a estar con Fatma y podrá abrazarla, hacerle el amor. Porque le llevará una navaja a Handi, y podrá jugar con él toda la tarde. Pero sobre todo, porque a pesar de que Dios continúa empeñado en que Salem, su diminuto y sonriente Ángel, suba muy pronto con Él a los Cielos, mañana por fin podrá volver a sentir cómo su pequeño le sujeta por el dedo y le sonríe… y solamente esa ingenua sonrisa volverá a hacer que este perro mundo envuelto en guerra y desolación tenga sentido

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