La larga lucha entre España e Inglaterra seguía cada vez más pausadamente, tras la muerte de Felipe II en 1598 y los palpables cansancio de ambos contendientes unidos a los problemas internos en Inglaterra, evidenciados en el intento de golpe de estado de Essex, antiguo amante de Isabel Tudor, y su inmediata ejecución. Y en ese estado, aún pudo España intentar un nuevo golpe en el flanco más débil de sus enemigos.
 
Una durísima guerra seguía en Irlanda, encargándose al general Carew (presente en Cádiz en 1596) la pacificación de Munster, cosa que logró combinando la negociación y la fuerza. A Londres envió los dos principales cabecillas locales, encerrados en la Torre de Londres y muertos allí en circunstancias no aclaradas.
 
Mientras, el jefe supremo inglés en la isla, Mountjoy, iba reduciendo a sangre y fuego la rebelión en el Ulster, haciendo recaer buena parte de la represión sobre la población civil.
 
Y cuando ya parecía todo a punto de perderse, llegó el tan esperado socorro español, tras años de contactos, embajadas, planes y llegadas clandestinas de buques con armas, dinero y asesores.
 
 
El 3 de septiembre de 1601 zarpó de puertos gallegos la expedición, conducida por 30 buques al mando de Diego Brochero y que llevaba un cuerpo de 4.432 españoles al mando del mismo Juan del Águila que tanto se había destacado en la dura campaña de Bretaña de pocos años antes. De nuevo los temporales fueron adversos, retrasando el viaje casi cuatro semanas y dispersando la flota. Por fin, el 17 de septiembre se dio vista a las costas irlandesas, pero un nuevo temporal vino a frustrar el desembarco. Pero ni Brochero ni del Águila eran hombres que renunciaran por tal motivo a la empresa, y jugándose el todo por el todo, desembarcaron con sólo 1.700 hombres en Kinsale, en la costa sur de la isla el día 21. En los días siguientes llegaron buena parte de los dispersos buques, reuniéndose en total poco más de 3.300 hombres. Desgraciadamente, los ocho buques de la escuadra de Pedro Zubiaur, entre ellos el galeón “San Felipe” y cuatro urcas, con otros mil hombres más, intentaron reunirse a la fuerza principal, pero de nuevo los temporales y vientos adversos se lo impidieron, debiendo volver a España separadamente.
 
Lo peor para Juan del Águila era que en los buques de Zubiaur, aparte de casi un cuarto de su fuerza, iban también la mayor parte de la pólvora para mosquetes y arcabuces, así como la cuerda para sus mechas y parte de la escasa artillería.
 
Otro problema es que se había desembarcado, obligados por las circunstancias, en una parte de la isla en que apenas había rebelión, y el apoyo de los irlandeses locales fue bastante débil. Por otra parte, las requisas inglesas habían dejado la zona sin caballos, que eran muy necesarios para los expedicionarios españoles. Juan del Águila pensó que lo mejor era atrincherarse en el viejo castillo de Kinsale, una fuerte posición, enviar mensajes a O’Neill y O’ Donnell para que se le reunieran, y esperarlos allí a ellos y a nuevos refuerzos desde España, mucho más no podía hacer. Por último, Irlanda era un semillero de seculares luchas entre distintos cabecillas familiares y dentro de cada clan por títulos y propiedades, algunos dudaban si unirse a la rebelión o, por el contrario, si congraciarse con los ingleses sería el mejor método de conseguir sus fines, con lo que la traición estaba siempre presente, como veremos.
 
El virrey inglés, Mountjoy, no dudó un momento y se trasladó con su ejército rápidamente al sur, con más de 6.000 infantes y 500 de caballería, aparte de cañones y otros equipos. Una potente escuadra al mando de Richard Lavison bloqueó Kinsale por mar, habiendo zarpado ya Brochero con la suya mucho antes. Por el contrario, la prometida ayuda de los rebeldes irlandeses se retrasaba por unas causas u otras, así que los españoles se resignaron a soportar un largo asedio, mientras se enviaba a España un patache solicitando ayuda.
 
 
El 6 de diciembre, y aprovechando una momentánea bonanza invernal, zarpaba de nuevo Zubiaur de La Coruña con diez buques, transportando unos mil hombres al mando de los capitanes Alonso de Ocampo y Pedro López de Soto, con armas, víveres, municiones y artillería. Pero de nuevo los temporales se cobraron su tributo, hundiéndose un buque a la salida de La Coruña y debiendo volver atrás otros tres, desarbolados y averiados.
 
Pero Zubiaur, uno de tantos marinos españoles injustamente olvidados, siguió adelante con los seis restantes, y al ver Kinsale bloqueado por la muy superior escuadra de Levison, se dirigió a otro punto: Castlehaven, donde puso en tierra el 1 de diciembre los 621 soldados que quedaban, al mando del capitán Ocampo.
 
Aunque fue bien recibido por los naturales, no tardó un traidor en hacer llegar la noticia a Mountjoy, y éste envió a Levison a acabar con la pequeña agrupación española. La escuadra inglesa destacada del grueso principal estaba formada por tres grandes galeones reales, los “Warspite”, “Defiance” y “Switfsure”, junto con otro buque real, el “Marline”, un mercante armado cuyo nombre no se cita y una pinaza, una agrupación mucho más fuerte que la española, a la que no se dudaba en destruir totalmente.
El 6 de diciembre Levison avistó Castlehaven y a los seis buques españoles fondeados en su pequeño puerto, dando inmediatamente orden de ataque. Pero Zubiaur había defendido su fondeadero con cinco grandes piezas asentadas en tierra, que sirvieron de gran ayuda. Siguió un duro combate que se prolongó durante más de 24 horas, especialmente porque los ingleses no pudieron en ese tiempo abandonar el puerto por los vientos adversos. Los españoles perdieron la nao “María Francisca” y la propia capitana quedó muy averiada, con 350 impactos, muriendo entre otros dos sobrinos de Zubiaur. Pero en el “Warspite”, y según el propio Levison, se registraron otros trescientos impactos, dejando el buque inútil, y también fue duramente castigada la pinaza, aunque, como de costumbre, los ingleses no detallaron sus bajas, si bien reconocieron que eran muy serias. Al final, el chasqueado Levison debió remolcar sus buques averiados con los botes, aprovechando la noche, y salió de aquella verdadera trampa en que se había metido.
 
Pero además, y antes de volver a España, Zubiaur se puso de acuerdo con los líderes irlandeses locales, especialmente O’Sullivan, al que entregó 350 arcabuces y 650 picas, con lo que éste armó un cuerpo de mil hombres, y distribuyó los seiscientos de Ocampo en varias localidades costeras, aprovechando los viejos y pequeños castillos, como el de Dunboy, Donnelong en la isla de Sherkin y Donneshed, cerca de Baltimore, ampliando así considerablemente la cabeza de puente española en Irlanda. 
 
Mientras tanto, Mountjoy había recibido refuerzos de Carew, totalizando entre ambos unos 12.000 hombres, si bien las bajas en el asedio a Kinsale, con más de una afortunada salida de los españoles, las enfermedades y deserciones, le había reducido a una fuerza efectiva de unos 7.000. 
 
Pero, por fin, venciendo mil problemas y castigadas por el tiempo invernal y la falta de provisiones, las tropas de O’Neil y de O’Donnell se habían acercado a Kinsale desde el norte, reforzándose con parte de las de O’ Sullivan y doscientos de los hombres de Ocampo en Castlehaven. El plan hispano-irlandés era que tal fuerza y la del sitiado Águila atacaran a Mountjoy en direcciones opuestas, con lo que el desastre inglés era seguro.
 
De nuevo hizo aparición la traición: un tal Mac Mahon, lugarteniente de O’ Neil y un pobre alcohólico, se vendió a los ingleses, comunicándoles el plan. Mountjoy ordenó a su ejército revolverse contra los irlandeses, la parte más débil, peor armada y peor entrenada, apta en realidad para poco más que una guerra de guerrillas.
 
Los irlandeses, para empeorar las cosas, se habían distribuido en tres cuerpos diferentes, que apenas podían apoyarse mutuamente. Una carga de la muy superior caballería inglesa barrió la irlandesa y rodeó a su infantería por la espalda, mientras era atacada de frente por la infantería inglesa, lo que provocó la derrota y el pánico en una rápida dispersión. Sólo los doscientos españoles de Ocampo y algunos de los hombres de O’Sullivan, formaron un cuadro y resistieron todo lo posible. Cuando habían caído noventa de los españoles, los dos capitanes y 37 soldados restantes aceptaron la rendición, el resto se había dispersado.
 
El ejército rebelde irlandés perdió más de mil hombres por muerte y unos trescientos fueron hechos prisioneros, quedando completamente disperso y vencido, no recuperándose ya nunca del desastre.
A todo esto, Juan del Águila esperaba impaciente en Kinsale la señal para ordenar la salida, tomando la salva final inglesa en signo de victoria por dicha señal, lanzó el ataque cuando ya todo se había perdido; la vanguardia no tardó en informarle debidamente de la completa derrota irlandesa y hubo de volver tras los muros de Kinsale.
 
Para el jefe español la nueva situación se resumía en que los imprescindibles aliados irlandeses habían sido completamente derrotados y no era de esperar que pudieran reconstruir su ejército, en cualquier caso sus tropas eran bisoñas y mal armadas, y por si fuera poco y como había quedado palmariamente claro, la traición debilitaba aún más la causa irlandesa.
 
Por su parte, podía aún resistir un tiempo más o menos largo en Kinsale, contando con provisiones al menos para cuatro semanas. Pocas bajas había sufrido de los continuos bombardeos por mar y tierra de los ingleses, a los que apenas podía responder por falta de artillería adecuada, y sus salidas hasta la fecha habían sido afortunadas y muy destructoras. También podía contar con el débil apoyo de las guarniciones españolas dispersas por otros puntos y de algunos irlandeses que continuaban la lucha.
 
Pero juzgó que, en los largos meses que quedaban hasta la llegada del buen tiempo, era improbable que barcos españoles le pudieran traer provisiones, municiones y refuerzos, y sobre todo, que las enfermedades habían dejado su fuerza efectiva en 1.800 hombres, poco más de la mitad de los desembarcados, muriendo diariamente una docena de ellos.
 
 
Así que dio la partida por perdida, y sin arriesgarse a nuevos contratiempos que debilitaran su situación, negoció una capitulación con todos los honores con Mountjoy, firmada el 2 de enero de 1602, por la que las tropas españolas de Kinsale y los otros puntos fortificados saldrían con sus banderas, armas y equipos, y serían embarcados de vuelta con ellos a España, junto con los irlandeses que quisieran acompañarlos, entre ellos el mismo O’Donnell. Mountjoy aceptó encantado, libre de la preocupación de tomar aquel reducto tan bien defendido, y la capitulación se cumplió escrupulosamente y con total caballerosidad por ambas partes. Los tiempos habían cambiado en las relaciones entre españoles e ingleses, indudablemente.
 
Parecía la solución más racional a tomar, pero Juan del Águila debió estremecerse cuando, ya firmada y cumplida en parte, se divisaron los tres buques de Martín de Vallecilla que llegaban con refuerzos y provisiones dos días después de la firma de la capitulación. Al enterarse, Vallecilla tuvo que dar media vuelta y regresar a España. Otro aspecto que los españoles descubrieron para su pesar, fue que las tropas inglesas tenían aún menos víveres que ellos, y su situación sanitaria era bastante peor, por el terreno pantanoso donde acampaban.
 
Pero ya no había vuelta atrás, y Juan del Águila y sus tropas, con banderas, armas y todo lo demás, fueron embarcados en buques ingleses y repatriados a España con todo cuidado. Se criticó duramente su decisión de capitular, cuando aún no estaba todo perdido, retirándose el ya veterano soldado a su pueblo natal en Ávila, El Berrueco. 
 
Así terminó la expedición española a Irlanda, dejando allí unos seiscientos españoles enterrados, la inmensa mayoría por enfermedades. Quedaban también otros sesenta vivos, de los dispersos de Ocampo en la batalla decisiva, que engrosaron las guerrillas irlandesas que continuaron desesperadamente la lucha. 
 
La muerte de Isabel Tudor en marzo de 1603 y su sucesión por Jacobo Estuardo, junto con la derrota anterior y el tratado de paz con España en 1604, vinieron a apagar los últimos brotes de rebelión.
 
Para los irlandeses, su “Guerra de los Nueve Años” fue una durísima prueba, que les costó más de cien mil vidas, especialmente por el hambre provocada por las requisas e incendios ingleses en la población civil para impedir su apoyo a los rebeldes, y por la represión, más que por los combates. Fue entonces cuando empezó el largo, doloroso e interesantísimo capítulo de la emigración irlandesa a España, que se prolongó durante más de dos siglos.
 
Para Isabel Tudor y su gobierno fue una auténtica pesadilla, de la que se vieron libres casi por milagro. Lo cierto es que la necesidad de mantener en Irlanda constantemente un ejército de ocupación de unos 17.000 hombres, constantemente renovados lo que casi duplicó la cifra, les supuso una enorme sangría militar y económica, pues se estima que gastaron unas doscientas mil libras por año o un total de dos millones, lo que estuvo a punto por sí solo de causar la bancarrota del Exchequer, la Hacienda Real británica. 
 
Realmente los españoles habían sabido atacar en un punto verdaderamente débil de Inglaterra y causar un enorme daño a un coste muy limitado. Es cierto que la expedición resultó tardía y demasiado limitada y que un mayor y más continuado esfuerzo hubiera podido conseguir un completo triunfo. También siguió la mala suerte habitual con los temporales, como hemos visto, pero en la fría contabilidad de pérdidas y ganancias, las últimas superaban en mucho a las primeras.
Y, de nuevo, la “Royal Navy” había sido incapaz de interceptar y destruir las sucesivas expediciones de Brochero y de Zubiaur, e incluso la última y ya tardía de Vallecilla, por no hablar de los largos años de embajadas mutuas hispano-irlandesas y del envío de armas, dinero y asesores.
Compare el lector el intento español de crear un nuevo frente en Irlanda contra sus enemigos, con el anterior inglés de hacer lo mismo en Portugal en 1589. Es bien cierto que ambos fracasaron, pero con indudables ventajas para los españoles, que obtuvieron un mucho mayor desgaste de sus contrarios a un coste muy inferior.