Esta triste página de la historia Latinoamericana tiene lugar en Argentina, en la ciudad de San Luis de La Punta. Es una historia escondida por la vergüenza de sus protagonistas, y olvidada por el espíritu de los historiadores, especialmente argentinos, quienes trataron de justificar lo injustificable.

Nuestra historia comienza con la derrota de los soldados realistas en Chile. Después de las batallas de Chacabuco y Maipú, los prisioneros españoles fueron repartidos en diferentes puntos del país. La mayoría quedó en Santiago, realizando trabajos forzados, otro fueron remitidos a los castillos de Valparaíso, otros hasta Coquimbo e inclusive algunos fueron trasladados hasta la prisión de Las Bruscas, cerca de Buenos Aires.

Pero los más connotados fueron enviados hasta la ciudad de San Luis, provincia de Cuyo, Argentina. El historiador chileno de mediados del siglo XIX, Benjamín Vicuña Mackenna nos deja la siguiente descripción de este inhóspito lugar: “Era una especie de Santa Elena mediterránea, situada en el centro de ese océano petrificado llamado vulgarmente Las Pampas Argentinas” . Desde hacía un año estaban confinados en esa ciudad los jefes españoles cogidos en Chacabuco, Marcó del Pont y el mayor general Gonzalez Bermejo junto a otros oficiales. Los prisioneros de Maipo, que llegaron después, formaron un grupo aparte, que miraba con desdén a Marcó y a los vencidos de Chacabuco, a quienes, injustamente, trataban de cobardes “Los más notables entre ellos, por su talento, graduación u osadía fueron el general Ordóñez, segundo en el mando después de Osorio, el joven y brillante primo de rivera, su jefe de estado mayor, los coroneles Morla y Morgado, y muchos otros de los mas conspicuos subalternos de los cuerpos peninsulares que habían hecho la última campaña.” (V. Mackenna) La guarnición de la ciudad estaba compuesta por un pequeño piquete de soldados comandados por el entonces teniente chileno José María Becerra, quien estaba encargado de la custodia de la cárcel del pueblo y de sus distinguidos prisioneros.

Como en toda tragedia, nos falta presentar a los personajes siniestros, y estos están interpretados por el entonces gobernador Vicente Dupuy y el político Argentino Bernardo Monteagudo. Sobre Dupuy, Vicuña Mackenna nos deja el siguiente legado: “Uno de esos seres que la providencia parece echar de cuando en cuando sobre el mundo para perpetuar la memoria de Caín. Incapaz de una sola virtud, anidaban se en su alma todos los vicios que degradan nuestra naturaleza y la condenan. Era servil y cruel, falso, hipócrita, lujurioso, venal, cínico, tenía todas las condiciones para ser verdugo y en su vida no fue otra cosa…”. (V. Mackenna).
Sin embargo, Dupuy no trató mal los prisioneros. Cumpliendo las recomendaciones de San Martín, les concedió cierta libertad dentro de la ciudad y los trataba bien, como lo atestiguan las cartas de Morla y de Ordóñez a este general. Además del alimento, recibían un pequeño auxilio del gobierno de Chile y socorros más liberales que los españoles de Santiago hacían llegar clandestinamente a su poder. Su guardián era, en realidad, el desierto que en esos años aislaba a San Luis, convirtiendo a la ciudad en una verdadera cárcel. Considerando esto, Dupuy consintió en que los prisioneros vivieran con desahogo, en casas particulares o en el cuartel.

“Así Marcó habitaba el mismo techo con González de Bermejo y Ordóñez vivía con Primo de Rivera y su sobrino Juan Ruiz de Ordóñez, un joven de diecisiete años a quien había traído de España haciéndole ayudante del batallón Concepción. En otra casa, propiedad de una familia llamada Poblete, vivía el capitán Gregorio Carretero, llamado a ser actor principal en la tragedia, el coronel Morla, el coronel Arias y el famoso Morgado, salvado con dificultad después de Maipú de la suerte que le había cabido a San Bruno un año atrás". (F. Campos). "Ordóñez y Primo de Rivera, que vivían juntos, se entretenían en cultivar un huerto, y, lo mismo que sus compañeros de desgracia, mantenían relaciones sociales con las familias de la población, en cuyo seno eran acogidos con simpatía, endulzando su cautiverio las hijas de San Luis, renombradas por su belleza." "Los prisioneros vivían resignados, y aun felices, según confesión propia, en medio de suculentos banquetes, bailes, amoríos y tertulias de juego." (Encina) En resumen, los prisioneros no lo pasaban tan mal, si hasta Dupuy recibía en su casa al coronel Morla de vez en cuando.

Pero un acontecimiento imprevisto iba a interrumpir esta vida no sólo llevadera, sino también amable. San Martín y O’higgins, para librarse de las peligrosas intrigas del Dr. Bernardo Monteagudo, lo confinaron a Mendoza y luego a San Luis. “Por desgracia para estos hombres, llegó a San Luis, proscrito como ellos, un personaje que no había sido vencido, que nunca llevó espada al cinto, pero que hizo derramar mas sangre y mas lagrimas en el curso de la revolución americana que los más feroces de sus caudillos.”(V. Mackenna) Pueyrredón tampoco tenía una buena opinión de Monteagudo, quien junto con reprocharles a O’higgins y a San Martín la confianza que le hablan dispensado, les escribió: "Sé que se encuentra en san Luis, pero ni aun allí me acomoda que esté". "Su corazón le anunciaba que el intrigante y sádico mulato iba a cometer una fechoría mayúscula” (Encina).En efecto, Monteagudo venía precedido de una oscura fama de sádico producto de las crueldades y atrocidades que había llevado a cabo en Potosí, Buenos Aires y Mendoza, creando “una barrera de odio que le separaba inevitablemente de los demás confinados, pero que por lo mismo le acercaba al dócil y brutal Dupuy. El tigre y la hiena se había juntado en aquella jaula del desierto.” (V. Mackenna). Mientras tanto, la vida en la ciudad-cárcel continuaba con normalidad. Pero el destino tenía preparado un triste final para los prisioneros. Una tragedia desencadenada por la más antigua de las pasiones, una pasión que ha desencadenado mentiras, venganzas, guerras y asesinatos: una mujer.
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Bernardo Monteagudo

Resultó que Primo de Rivera, Monteagudo, Ordóñez y su sobrino comenzaron a frecuentar la casa de Pedro Pascual Pringles, a la sazón alférez de milicia de San Luis, atraídos por la belleza de sus tres hermanas. “Una de estas jóvenes, Margarita, encendió la concupiscencia de sátiro que había en Monteagudo” (Encina). La joven estaba enamorada del joven Ordóñez, y se mostró esquiva a las solicitaciones del Dr., quien además le llevaba una buena cantidad de años de diferencia, aunque parece ser que en esa época estas diferencias de edad no eran tan mal vistas como lo es hoy en día. Estalló entonces una rivalidad amorosa que se resolvió pronto en mezquinas venganzas, propias del carácter de Monteagudo.
Decidido a separar a su rival de la mujer que pretendida, comenzó a aconsejar y finalmente adueñarse de la voluntad del gobernador Dupuy, “hombre de escasa sagacidad e inclinado a acoger los temores, verdaderos o imaginarios que se le sugerían” (Encina). Lo convenció de la imprudencia que entrañaba la reunión de tantos prisioneros españoles en una ciudad que apenas contaba con un corto piquete de tropas, y pronto le sugirió el peligro que había al fugarse y posteriormente unirse a los montoneros que recorrían las provincias vecinas.
De esa forma, hizo dictar a Dupuy el 1 ° de febrero de 1819 un bando, en que prohibía a los prisioneros realistas salir de noche y visitar a las familias del pueblo, con el pretexto de que “con su palabra extraviaban a la opinión pública”. (Encina). Se anunció, además, que los prisioneros iban a ser distribuidos en pequeños grupos en lugares distantes de San Luis. Esta decisión produjo una completa indignación en el espíritu de los prisioneros, quienes inmediatamente señalaron como autor intelectual de ésta a Monteagudo. Y no se equivocaron. “Aquel bando produjo una indignación profunda en el espíritu altivo délos prisioneros; pero no los abatió. Ordóñez fue el más violento en sus quejas vertidas en el seno de sUS compañeros, y no se equivocó al señalar como su autor al perverso Monteagudo. Ordóñez era audaz e irascible por carácter, pero su compañero de domicilio Primo de Rivera, aunque mas joven, lo templaba recomendándole guardase sus brios para mejor tiempo” (V. Mackenna).
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Pascual Pringles

Los historiadores argentinos del siglo XIX, seguramente intentando justificar la matanza, han dicho que los prisioneros españoles tenían meditado desde cuatro meses atrás un plan de evasión. Si este hecho, que no confirma ninguno de los sobrevivientes fuera efectivo, la irritación producida por el bando y por la amenaza de traslado, unida a la llegada de veinte prisioneros más con quienes podían reforzarse, precipitaron un plan que estaba a la espera del momento oportuno para ser ejecutado. Encabezó el complot el capitán del batallón Burgos, Gregorio Carretero, “hombre de gran coraje y de cabeza inflamable que ya en España había fantaseado una empresa revolucionaria de vastas proyecciones” (Encina). El objetivo de la revuelta era apoderarse de las personas de Dupuy y de Monteagudo, soltar a los guerrilleros prisioneros en la cárcel y, una vez libres, reunirse a las montoneras de Córdoba o a los realistas del sur de Chile. Expuso su plan a Primo de rivera y a Ordóñez, ambos reconocidamente impetuosos, los cuales estuvieron de acuerdo en llevarlo a cabo.

En la mañana del 8 de febrero Carretero invitó a su casa a unos veinte compañeros, hasta entonces en su mayoría extraños al proyecto, y allí les expuso el plan “con una energía que no dejaba lugar a la vacilación ni a la réplica: Pues señores, resulta que en dos horas más estaremos libres. Ya tengo asegurados los puntos y el que se vaya o no siga, lo asesino” (V. Mackenna) Enseguida repartió las tareas a cada grupo y el armamento, consistente en un hacha y diez cuchillos de gaucho, los cuales habían adquirido a un almacenero italiano de apellido Rivelledo. Los demás se armaron con garrotes, palas, azadones y cualquier artículo que sirviera al efecto. El detalle del plan era el siguiente: El capitán Dámaso Salvador, con seis hombres, debía posesionarse de la cárcel y poner en libertad a los 53 presos que estaban en ella. “Acompañado de los capitanes Fontealba, Sierra y Butron y algunos otros. De los dos últimos nombrados el primero era un joven arequipeño capitán del batallón realista que llevaba el nombre de su ciudad natal, y el segundo se había distinguido como oficial de marina en el último asedio de Talcahuano” (V. Mackenna).
Al capitán Felipe La Madrid, con diez hombres, le correspondió el asalto al cuartel; y el capitán Ramón Coba, el teniente Burguillos y el alférez Peinado, capturaría a Monteagudo.
Carretero, con el brigadier Ordóñez, el coronel Morgado, Primo de Rivera y el teniente coronel Morla, debían apoderarse del gobernador, Vicente Dupuy.

Este plan estaba destinado al fracaso casi desde el inicio. Al intentar asegurar el secreto, se sacrificó el éxito porque, sin preparación previa de ninguna especie, la sorpresa que debía paralizar al mandatario y sus tropas, también paralizó por la misma sorpresa y por la falta de armas, a los demás prisioneros. Además, el plan tampoco consideraba alternativas ante una eventualidad, ni consideraba la reacción de la población ni la del resto de los guerrilleros prisioneros, quienes si bien eran enemigos del gobierno, también lo eran de la causa del Rey.

Aún así, decididos a llevar adelante el plan, los conjurados se desayunaron con un pedazo de queso y otro de pan y un vaso de aguardiente. A las 8 A. M. las partidas salieron a su destino. La que se dirigió al cuartel derribó a los centinelas y se apoderó de la puerta del cuartel. Algunos soldados, sin embargo, lograron reaccionar y se entabló una lucha cuerpo a cuerpo con los asaltantes. A pesar de la bravura mostrada por La Madrid y sus hombres, llevaban las de perder, pues el número de estos aumentaba por momentos porque acudían de los otros patios del cuartel o saltando por las ventanas. El teniente de batallón de Arequipa, José María Riesco (chileno), se encaminó a la cuadra donde estaban los montoneros presos, llevando en una mano un puñal ensangrentado y en la otra un hacha. Pero le salió al encuentro uno de los montoneros, un hombre joven, de "mirada torva, melena poblada y larga barba renegrida" (V. Mackenna), armado de un cabo de lanza. Era Juan Facundo Quiroga, cuyo nombre debían inmortalizar más tarde su actuación en la anarquía argentina y la pluma de Sarmiento. Los demás, siguiendo su ejemplo, en vez de unirse a sus oficiosos libertadores, acometieron contra ellos; y desde afuera llegaron vecinos en auxilio de los soldados. Entre todos dieron cuenta en un momento de los agresores, salvo Riesco, que quedó mal herido. El asalto al cuartel quedó entonces frustrado, “pereciendo lastimosamente el capitán La-Madrid, el teniente coronel Aras y el capitán don Jacinto Fontealba. Los demás fueron desarmados cuando se hallaban cubiertos de heridas, mientras que solo tres de los defensores del puesto habían quedado levemente heridos” V. Mackenna). El teniente Riesco escapó herido y se ocultó en un solar vecino hasta el otro día en que fue descubierto junto a otros dos oficiales, que corrieron la misma suerte.
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El guerrillero Facundo Quiroga

El grupo que acudió a capturar a Monteagudo también fracasó en su misión. “Al llegar a la plaza, los asaltantes vieron pasar al comandante Becerra a caballo, sable en mano, gritando; "¡A las armas!". Como evocados por un conjuro, salieron de las casas y de los ranchos vecinos armados, que los mataron antes de intentar formalmente el asalto".(Encina) El capitán Coba, fue muerto por los gauchos y su cuerpo arrastrado por las calles del pueblo, mientras que el teniente Burguillos escapó hacia la casa del gobernador, en donde se encontró con Ordóñez.
Mientras tanto, Carretero, Morgado y Morla se presentaron a solicitar audiencia de Dupuy, que se la concedió sin la menor desconfianza. Estaba en compañía de su secretario, el capitán de milicias Manuel Rivera y un médico español cuando Carretero lo amenazó con el puñal que llevaba oculto, pero Dupuy se lo hizo saltar de la mano de un puñetazo. Se siguió una breve lucha, en la cual Morgado derribó al gobernador sin herirlo. Ordóñez y Primo de Rivera y sus dos ordenanzas, que venían atrás, capturaron al soldado que estaba en la puerta y la cerraron. El teniente Burguillos, que se les había unido, asestó una puñalada al capitán Rivera en los momentos en que huía pidiendo auxilio. “Pero cuando creían asegurado el éxito y se disponían a imponer condiciones a Dupuy, se oyeron empellones en la puerta y gritos de "¡Mueran los godos!". Era un grupo del pueblo encabezado por el alférez Pascual Pringles, que acudía en auxilio del gobernador”. (Mitre), quienes habían seguido al teniente Burguillos a ese punto.
Parece que Dupuy, temiendo ser asesinado, ofreció a sus captores la vida; mas, apenas recibió socorros, los entregó al furor popular, y “se dio el placer de matar él mismo a Morgado” (B. Arana). Quedaron tendidos Ordóñez, Morla, Carretero y Morgado, masacrados por la turba que entró a sangre y fuego en la casa del gobernador. “Primo de Rivera, al verse acorralado, se suicidó con una carabina (?) antes de que la turba lo despedazara” (Parte de Dupuy). Después de que los vecinos libertaron al gobernador, se esparcieron por la ciudad y mataron a cuanto prisionero encontraron en la calle o en sus casas, todos enteramente ajenos al complot. La guarnición de San Luis sólo tuvo un herido grave y tres leves.

Concluida la primera fase de la matanza, Monteagudo, erigido en mentor de Dupuy, dio rienda suelta a su sed de venganza, e instruyó un sumario análogo al que condujo al cadalso a los hermanos Carrera en Mendoza. Este tipo de trabajo era su especialidad, “El arte de matar había sido una de las ocupaciones predilectas de su vida” (V. Mackenna). En un tiempo record formó un procesó que llegó a tener 151 fojas, compuestas de 81 diligencias, confesiones, careos y declaraciones. Nunca en la historia un juez fue tan eficiente.
Los conjurados habían muerto todos en la acción, incluyendo un número apreciable de inocentes. Más Monteagudo le añadió otros ocho fusilamientos de oficiales, al parecer también extraños al complot. Y como Dupuy no hacía más que firmar los decretos, estos tenían la calidad de inapelables. “No perdonó ni a los moribundos” (V. Mackenna). Por si fuera poco, Monteagudo ordenó la venta en subasta de sus equipajes, con el fin de “pagar los costos de la causa”. Obviamente, el principal beneficiado de estos dineros fue él mismo.

El día 15 de febrero de 1819, amanecieron los banquillos en la plaza de armas del pueblo. Monteagudo hizo asistir a la totalidad de los españoles residentes y a los americanos simpatizantes del Rey. “A las 9 de la mañana perecieron con entereza todos los que sobrevivieron a aquella matanza a destajo” (V Mackenna).
El número total de muertos y asesinados fue de 33, de ellos 23 oficiales y 10 clases y soldados. Entre los primeros se contó a Don Jose Berganza, el ex intendente de Concepción. Sin embargo, Marcó del Pont y González Bermejo fueron absueltos, para morir el primero en Lujan, cerca de Buenos Aires y el segundo loco en España, como consecuencia de la impresión. En vista de la corta edad de Juan Ruiz Ordóñez se le indultó de la pena de muerte. Pero la historia popular, a veces más sabia que la oficial, relata que Monteagudo había exigido a Margarita Pringles el sacrificio de su honor como precio de la vida de Juan Ruiz Ordóñez, quien finalmente terminó casado con su hermana Melchora Pringles. Al llegar San Martín a San Luis, en los primeros días de marzo, le hizo conducir a su presencia y ordenó que se limaran los grillos y se le pusiera en libertad. La misma gracia acordó a Facundo Quiroga, el cual, agradecido, “repitió hasta el final de sus días que al único hombre que dejaría gobernar en la Argentina era al general San Martín”. (Mitre)

La historia si se ha encargado de recordar, con especial odio y repugnancia la memoria de Bernardo Monteagudo. “A ambos lados de los Andes, toda persona decente, en adelante sólo vio en el mulato un chacal repelente y un sátiro inmundo. Verdadera o falsa, esta creencia pesó sobre los destinos de San Martín y de la expedición libertadora del Perú, pues el general, decaído, se echó en los brazos de Monteagudo, y la repulsión al mulato le enajenó la voluntad del pueblo chileno” (Encina) Esta misma historia nos incentiva a presentar este artículo, para recordar el triste final de los valientes Defensores del Rey, aquellos soldados que cumpliendo su deber fueron justamente derrotados, y abandonados a su suerte, sufrieron tan ingrato destino.

El mejor homenaje lo da el mismo Vicuña Mackenna y su prodigiosa pluma, quien finaliza así su relato: “De esta suerte quedó consumado aquel terrible castigo que aterro a la América entera. Cierto fue que los prisioneros se hicieron reos de un delito que los forzó el despotismo de su perseguidor y la desesperación de su desgracia. Pero la atroz carnicería que ejecutaron sus carceleros en nombre de la Ley, consigna los nombres de estos eternamente a la infamia, y los de aquellos a la compasión de las edades.”


Al relatar la matanza de San Luis, acudimos al parte oficial del gobernador Dupuy, encontrado en las Memorias de San Martín, y a las memorias de los sobrevivientes Juan Ruiz Ordóñez y Gonzalez Bermejo, a quienes Vicuña Mackenna asegura que entrevistó para escribir el texto, que transcribo casi íntegramente.

Bibliografía

Web
http://www.diariodesanmartin.com.ar
http://www.historia.uchile.cl
http://www.sanmartiniano.gov.ar
http://www.memoriachilena.cl
http://www.biografiadechile.cl
http://www.clarin.com/diario/especiales/sanmartin


Libros Principales

La guerra a muerte: Memorias sobre las últimas campañas de la Independencia, de Benjamín Vicuña Mackenna
Los Defensores del Rey, de Fernando Campos
Banderas olvidadas: el ejército realista en América, de Julio Albi de la Cuesta
Memorias de José de San Martín, de Bartolomé Mitre
Historia de Chile, de Francisco Antonio Encina
Resumen de la Historia de Chile, de Encina-Castedo
Historia general de la independencia, de Diego Barros Arana.
Chilehistoria, de Varios Autores
Historiadores de la Independencia, de Varios Autores


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