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La disciplina es una de las bases de la institución desde principios de la historia. He aquí un breve relato de los distintos modos que había en el ejército romano para castigar sublevaciones, insubordinaciones, y demás “salidas de tono” por parte de los legionarios y también de los altos mandos.

E1 autor clásico Flavio Vegecio se preguntaba cómo unos pocos romanos pudieron prevalecer contra la multitud de los galos; cómo fueron capaces, siendo bajos de estatura, de hacer frente a la de los germanos. Aseguraba que sin duda los hispanos les aventajaron en número v fuerza física, que siempre habían sido interiores en riqueza o astucia a los africanos, y que nadie dudaba que fueron conquistados por la pericia y prudencia de los griegos.

Como respuesta a esta reflexión, este escritor militar atribuía la superioridad romana, sobre todas estas cualidades, no tanto al valor o a la magnitud de los ejércitos como a la ventaja del dominio del arte militar, la hábil selección de los reclutas, el constante ejercicio (de cuyo término procede la palabra ejército), el castigo a la pereza y en resumen a la disciplina que les dio la victoria sobre todos los pueblos.

De acuerdo con la afirmación de Vegecio se puede decir que la expansión de las fronteras romanas se debió en gran parte a la implantación, desde los orígenes de Roma, de una férrea disciplina militar que llegó a tener la consideración de una virtud sagrada del Estado y que pudo superar los avatares de motines y rebeliones que experimentó, aunque pueda resultar paradójico, a lo largo de toda su Historia, pues, según la acertada opinión de Marín y Peña, la medida de la disciplina no la da la mera existencia de estos actos, sino la manera de reaccionar contra ellos.

Un buen ejemplo de ésta lo constituye la historia de Manlio Torcuato, que siendo cónsul y teniendo compartida la dirección del Ejército, mandó ejecutar a su propio hijo porque había aceptado un reto a combate singular con el enemigo contraviniendo las órdenes de que nadie luchara fuera de las filas. Y eso que había regresado victorioso del lance, lo que a pesar de todo no fue suficiente eximente para enmendar su desobediencia.

Aunque al parecer ésta no fue la primera vez en la Historia romana en la que un padre, ejerciendo la jefatura militar, ordenaba matar a su hijo por una falta semejante, sí nos da una idea de lo que representaba aquella severa disciplina; la misma a la que alude el historiador judeo-romano Flavio Josefo, perteneciente a la etapa del Alto Imperio, al ensalzar la organización militar romana; su preparación y esfuerzo constantes, incluso en tiempos de paz, como si de la propia guerra se tratara; y sus maniobras, de las que nos dice que eran como combates sin sangre y sus combates como maniobras sangrientas.

La legión romana

A pesar de la dura instrucción, servir en el Ejército ciudadano de los primeros tiempos de Roma constituía no sólo un privilegio, sino también un derecho que permitía acceder a los altos cargos del Estado. No es de extrañar, en consecuencia, que la formación más conocida del Ejército, la Legión, proceda del latín legere (elegir) pues sus miembros eran seleccionados, una vez superado el censo mínimo de fortuna personal, sólo entre los más aptos, y donde no había lugar para criminales ni malhechores. El censor era el magistrado que, entre otras atribuciones, velaba por la preservación de la moral y de las buenas costumbres, y podía borrar de las listas de reclutamiento a quien no cumpliera con los requisitos exigidos, siendo en parte un garante de la honorabilidad de la institución militar romana.

Pero al poder acumulado por el Ejército, añadido al hecho de que el juramento de obediencia (o sacramentum) del soldado se hiciera exclusivamente a sus jefes militares, v a pesar de la alternancia de los mismos por cortos períodos de tiempo, habrían de constituir a posteriori un antecedente de los golpes de Estado, estableciéndose así las bases de un poder incontestable que tendría su mayor auge en la etapa imperial con la Guardia Pretoriana que llegaría a destituir y nombrar emperadores a su libre albedrío, pues mientras más corrompido y caótico se revelaba el Estado, más fiel a sí mismo y a sus propios intereses se mostraba el poder militar.

La pugna entre Estado v Ejército queda puesta de manifiesto en toda la historiografía romana. Prueba de ello lo supone el hecho acaecido a Lucio Marcio, que, habiendo organizado las fuerzas militares en Hispania después de la derrota y muerte de los Escipiones, fue proclamado jefe militar por sus soldados. Dirigiéndose posteriormente al Senado mediante una misiva con el título de propretor, fue desautorizado por el propio Senado al no haber sido éste el que legítimamente le había otorgado tal distinción ni contar con su autorización para desempeñar tal cargo, y eso a pesar de las magníficas acciones que el Senado reconocía que Marcio había llevado a cabo en la difícil situación del Ejército en Hispania y de no contar allí con nadie más capacitado para aquel mando, por lo que se procedió a nombrar y enviar desde Roma, con todos los inconvenientes que ello ocasionaba, a un nuevo magistrado antes que ceder ante unas pretensiones que crearían un mal precedente y reforzarían las ambiciones militares.

Medidas extremas

Aunque anterior a este incidente es el caso, parecido pero de resolución mas drástica, ocurrido en la ciudad de Regio a Marco Cesio al que los soldados eligieron, también improcedentemente, jefe del Ejército a la muerte de su anterior general. El Senado castigó tal osadía ordenando ejecutar a todos los soldados a razón de 50 por día y prohibiendo el derecho a sepultura v duelo. Sin embargo esta pugna se inclinó a favor del Ejército en el suceso del cónsul Quinto Pompeyo, que, por orden del Senado, se dirigió al Ejército que Cneo Pompeyo mantenía en su poder desde hacía algún tiempo contra la voluntad del Estado. Los soldados de Cneo, incitados por su ambicioso general, asesinaron al emisario consular. El Senado confesó que cedía ante el poder militar y dejó impune aquel enorme crimen que suponía una provocación al propio Estado romano.

Pero es el poeta latino Décimo Junio Juvenal quien mejor nos describe en su obra satírica la sociedad castrense de su época, de la que se puede hacer la siguiente síntesis sobre las ventajas de la vida militar y los inconvenientes que conllevaban enfrentarse a la milicia:

Tratemos primero de las ventajas comunes a todos los soldados, de las cuales no será la menor, que ningún civil ese pegarte, es más, aun si él es el golpeado lo disimula y no se atreve a mostrar al pretor los dientes rotos ni su rostro tumefacto, amoratado y lleno de cardenales, o el ojo que le queda, del que el médico no garantiza nada.

Pero al que reclamase justicia contra esta clase de arbitrariedades advierte el escritor:

Se mantendrán las antiguas leyes militares y la norma de Camilo: que un soldado no sea procesado fuera del campamento y lejos de los estandartes.

Es justísimo que sean los centuriones quienes juzguen a un soldado y no me faltará satisfacción si se presenta la causa de una reclamación justa'. Pero toda la tropa te es Hostil y todos sus compañeros, de común acuerdo, se encargaran de que el castigo le sea ligero y más duro para ti que la injuria recibida.

A continuación Juvenal advierte igualmente del riesgo que supone enfrentarse a los militares con una querella; la dificultad de encontrar testigos que se atrevan a declarar y de la intimidación a la que deben enfrentarse. Con la mordacidad e ironía que caracteriza a la sátira, tacha de «cerebro de mula» al denunciante que se aventura a enfrentarse así al Ejército y compara sus tan sólo dos piernas con tantas botas militares con sus miles de clavos a las que se atreve a ofender. Y señala más adelante:
Más pronto harás avanzar un testigo falso contra un civil que uno veraz contra los intereses y el honor de un militar.

Continúa relatando Juvenal los inconvenientes y dilaciones que tenían que soportar los que pleiteaban por cuestiones habituales (al igual que sucede en la actualidad); sin embargo, cuando se trataba de pleitos contra militares añade:

En cambio a aquellos a los que cubren las armas y ciñen el tahalí se les permite pleitear en el tiempo que deseen y no se arruman en un litigio interminable.

La sátira, que ha llegado hasta nosotros incompleta, presenta otros privilegios de los militares en comparación con los civiles dejando clara, desde un principio y de forma manifiesta, la postura del autor frente a los que, ligados por el ejercicio de la profesión militar, forman un corporativismo inquebrantable.

Los privilegios

Este tipo de ventajas con respecto a los demás ciudadanos podían resultar especialmente interesantes a aquellos que, por unas razones u otras, veían en el Ejército la manera de resarcirse de sus frustraciones personales a costa de los agobiados soldados, obrando con impunidad ante los castigos y excesos que, con ensañamiento y en nombre de la disciplina, aplicaban sin restricciones. A pesar de que, como queda dicho, la institución militar romana puso siempre especial cuidado en la elección de sus miembros, la manera de administrar la disciplina, tan necesaria en cualquier época y ejército, siempre tuvo, por su especial naturaleza, un sutil y discutible límite entre lo considerado correcto y el abuso. Quizás por la dificultad en acertar en la selección de las cualidades humanas de los futuros mandos nunca faltaron en el Ejército romano los sádicos, megalómanos y otros elementos indeseables que, traicionando el auténtico espíritu castrense, fueron causa de no pocas sediciones y derrotas.

Como queda recogido por el historiador latino Tito LIVIO, puede servir de muestra de todo lo mencionado la crueldad con que el cónsul Apio Claudio, de la clase aristocrática, trataba por venganza política y odio a la plebe a sus soldados; ellos, a su vez, como respuesta al mal- trato que recibían, según Tito LIVIO:

Lo hacían todo con apatía, con lentitud, negligentemente; no les refrenaba ni la vergüenza ni el temor. Si el cónsul ordenaba marchar más deprisa procuraban caminar más despacio; si acudía a exhortar el trabajo, todos cesaban espontáneamente su actividad; en su presencia bajaban el rostro; al vasar de largo lo maldecían en silencio, de modo que aquel espíritu nunca vencido por el odio de la plebe a veces se quebrantaba.

El resultado de aquella campaña contra los volscos no pudo ser otra que una aplastante derrota y, aunque los soldados incluso se alegraban de ello, el fracaso y la humillación del cónsul tuvieron como consecuencia la aplicación de castigos ejemplares con penas de muerte que diezmaron su ejército al que acusaba de ser el único responsable de aquel desastre.

Servilio Cepion

El personaje que sigue ahora no puso menos empeño que el anterior en su venganza personal, aunque su intento resultara fallido. Adolf Schulten recopiló en su obra Fontes Híspanme Antiquae, un fragmento del historiador de origen griego Dión Casio, en el que nos refiere el caso de Servilio Cepión:

Cepión nada digno de mención hizo contra los enemigos, pero muchas cosas y muy duras hizo contra sus propios soldados, hasta el punto de correr peligro de ser muerto por ellos. Como tratase a todos con gran rudeza y severidad, especialmente a los caballeros, por las noches lo ridiculizaban tanto como podían en cosas insensatas, y lo divulgaban; y cuanto más se indignaba el por ello, más lo ponían en ridículo para irritarle. Divulgóse el hecho, pero sin que se encontrase a nadie responsable de ello; y Cepión, sospechando que los culpables eran los caballeros, y no atreviéndose a acusar a ninguno, descargó su indignación contra todos, y les ordenó que ellos solos, 600 como eran, sin mas acompañantes que los sirvientes de las cabalgaduras, atravesasen el río a cuya ribera estaban acampados, y se fuesen a hacer leña en los montes ocupados por Viriato. Ante el peligro que les amenazaba, los tribunos y lepados le raparon que no los llevase a la muerte. Los caballeros, que ya poca esperanza tenían de que Cepión escuchase a aquéllos, al ver que no cedía, no se dignaron suplicarle, cosa que él sobretodo deseaba, y, prefiriendo perecer antes que decirle nada que pudiese aplacarle, salieron a cumplir lo mandado. Les acompañaron la caballería de los aliados y algunos otros voluntarios. Atravesaron el río, hicieron leña, y a su vuelta la lanzaron sobre el pretorio de Cepión para quemarlo. Y lo hubiesen hecho si él no se hubiese escapado antes.

Del carácter de Servilio Cepión da buena muestra el hecho bien conocido de haber sido el inductor del asesinato de Viriato ('precisamente cuando se negociaba una paz), que en opinión del escritor latino Valerio Máximo no pudo merecer la victoria pues la había comprado.

Si bien estos dos últimos casos se refieren a mandos eventuales, el siguiente, que se trata de una forma general y sintetizada, constituye el típico ejemplo de abuso por parte de los mandos profesionales permanentes que se distinguen por su carácter despiadado, la saevitia centurionum. La relación de estos hechos concretos, que debemos al historiador y analista Cornelio Tácito, comenzaron con la rebelión de las legiones en los límites del Imperio, siendo precisamente uno de los motivos que les empujaron a ello los malos tratos que les infligen los centuriones.

En resumen, Tácito nos relata primeramente el inicio de la sedición de las legiones destacadas en Panonia y cómo se hicieron con el mando de la situación, los desmanes que siguieron y los saqueos a los que sometieron a los pueblos vecinos; a los centuriones que intentaban detenerlos los ultrajaban con risas e insultos para finalmente apalearlos, en particular al prefecto de campamento Aufidieno Rufo, un militar que, habiendo dedicado toda su vida al servicio del Ejército, había alcanzado aquella posición ascendiendo desde soldado raso y que trataba de imponer la dureza de la antigua vida militar, y era tanto más intolerante con los demás cuanto que él mismo la había sufrido. Sin embargo a un centurión, un tal Lucilio, a quien habían apodado cedo altercam («dame otro»), porque, después de romper su bastón de mando en las espaldas de un soldado, pedía a gritos otro, y luego otro más, como no podía ser de otra forma el castigo que le reservaron fue la muerte. Aunque la mayoría de los centuriones huyeron para protegerse de la ira y de las agresiones de los soldados, éstos no obstante en este caso, sabiendo valorar las virtudes individuales de determinados mandos, hicieron alguna honrosa excepción, como sucedió con el centurión apellidado Sírpico, del que exigían su muerte los soldados de la legión octava y al que protegían los de la decimoquinta, por lo que casi llegaron a las armas ambas legiones si no hubieran intervenido los de la novena con sus ruegos, y contra los radicales, sus amenazas; o con otro llamado Clemente Julio, de naturaleza y talante bien dispuesto al que retuvieron por juzgarlo idóneo para transmitir sus reivindicaciones.

La venganza de los legionarios

Posteriormente, las legiones de Germania que se amotinaron también por aquellos días fueron más lejos aún en sus reclamaciones. Decidieron unánimemente vengarse de los centuriones, objeto del odio de los soldados y primeras víctimas de su violencia, cosa que cumplieron echándolos a tierra y azotándoles con varas, 60 veces a cada uno, para igualar el número de los centuriones de la legión; entonces ya destrozados y parte de ellos sin vida los arrojaron fuera del vallado o a las aguas del Rin.

No era raro que de forma habitual los soldados tuvieran que reservar parte de su salario para pagar a los centuriones con el fin de prevenir sus crueldades y conseguir la rebaja de servicios, o lo que es lo mismo, evitar que les fueran impuestos los peores trabajos y los castigos constantes.

Finalmente y por afinidad con todo lo expuesto, se puede mencionar la filmografía anglosajona que, sin necesidad de basarse precisamente en la Historia Antigua, ha reflejado de manera ejemplar en lo que supone una visión realista, el tema de las a veces críticas relaciones mando-subordinado y sobre las propias instituciones militares en películas, ya sean de inspiración histórica, como en las diversas versiones del motín de la Bounty, o tomadas también de un trasfondo real (y hasta donde la censura norteamericana lo ha permitido) como en la película De aquí a la éternidad, dirigida por Fred Zinnemann, o la no menos controvertida adaptación televisiva The hill, del director Sidney Lumet, por mencionar tan sólo unos ejemplos; lo que nos invita todo ello a la reflexión de las proféticas palabras bíblicas: «No hay nada nuevo bajo el sol».

Nobleza y Ejército

Los privilegios de la milicia no son exclusivos de la Roma imperial, sino que éstos han existido en épocas posteriores, al igual que las prerrogativas de que disfrutaron los nobles en el Ejército, cuando las altas jerarquías militares y la nobleza constituían prácticamente lo mismo, A este hay una interesante información que, consultando los bipergaminos y légalos de Mariño de Lobeira (Casa de la Pedreira), se hallan en una extensa ejecutoria y que se refiere a un decreto cuya curiosidad estriba no sólo en la particularidad de favorecer a un miembro en concreto de este linaje por su condición de hidalgo, sino también en explicar detalladamente la inmunidad de que gozaba, así como la cuantía de la sanción y el destino que se hacía de la misma al que contraviniera las disposiciones de dicho decreto.

Merece la pena reproducirlo textualmente en su trascripción al castellano actual, tal y como fue redactado por el escribano Pedro López de Caneda y que dice así:

D. Rodrigo de Mendoza y Sotomayor, señor de la villa de Vilagarcía, Barrantes y Vista Alegre y su jurisdicción, cabo y maestre de campo de la ría de Arousa y su término y distrito, certifico a todos los capitanes que debajo de él se contienen, y a todos sus alféreces y oficiales que Juan Marino de Aldao y Lobeira, como hijodalgo tan notoriamente conocido por la nobleza de sus padres y abuelos de que a mí y a todos ellos por su notoriedad consta y debe constar se presentó delante de mí con armas y caballo como conviene a los tales vara el servicio de Su Majestad de las cuales yo escribano doy fe, y que él juro ser suyas para que conforme a lo que el señor marqués de Serralbo, gobernador y capitán general de este reino dejó mandado no le compelan, y apremien a salir de los alardes ordinarios, como sale la demás gente según en la instrucción que de todo ello su señoría dejo, que en virtud de lo cual a todos los dichos capitanes y oficiales de dicho mi distrito, prevengo de que en razón de lo susodicho, que ellos ni otra persona le hayan ni consientan hacer molestia alguna, y siendo necesario que así lo cumplan y guarden en pena de cien ducados, para gastos de guerra. Dada en Vista Alegre, a veinticuatro días del mes de febrero de mil quinientos ochenta y ocho años.