Pocas batallas han sido más decisivas como la que se produjo en Otumba en 1520. La victoria de las tropas del conquistador Hernán Cortés, alrededor de 700 guerreros tlaxcaltecas, menos de quinientos castellanos y 13 caballos, frente a entre 70.000 y 80.000 guerreros mexicas significó el principio del fin del Imperio azteca. 

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Tras la derrota sufrida durante la La Noche Triste Cortés decidió retirarse en dirección a Tlaxcala. Tras varios días de escaramuzas, donde la retaguardia era continuamente hostigada, las tropas del conquistador llegaron a una planicie, donde se encontraron con miles de guerreros enemigos. Los arcabuces ya no tenían munición y apenas se contaba con un puñado de ballesteros. Los españoles formaron en círculo, picas en ristre, junto a sus aliados tlascaltecas, los cuales ni siquiera en una circunstancia tan desfavorable rompen su alianza. Los 13 jinetes, entre los que se cuenta a Cortés se separan del grupo, la orden que reciben de su capitán es la de no tomar prisioneros y causar el mayor número de bajas, entre ellos, además, se juran pelear hasta morir y dar muerte a sus propios compañeros antes que permitir que caigan prisioneros. Recordemos que la religión azteca realizaba sacrificios humanos, los prisioneros eran inmolados siguiendo un solemne ritual, donde cuatro sacerdotes sujetaban al prisionero en un altar de sacrificios y le arrancaba el corazón, estando vivo, para después cortarle la cabeza.

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Pero el panorama para los españoles es desolador, apenas poco más de mil hombres frente a cientos de escuadrones mexicas, ricamente engalanados con penachos de plumas de colores, vivas pinturas y ricas divisas. Los mexicas se lanzan al ataque pero ninguna de sus acometidas consigue romper el círculo, aunque el número de bajas hace que éste cada vez sea más reducido, mientras, los jinetes luchan entre las filas enemigas causando estragos. Hasta varios mastines, perros de guerra traídos desde Cuba, pelean con furia. Pero el cansancio se apoderaba de tan exiguo ejército y las bajas hacían presagiar lo peor. En ese momento un golpe de suerte cambiaría, no sólo el destino de la batalla, sino la de todo un Imperio. 

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En pleno combate Cortés cruza su mirada con doña Marina, la princesa Malinche que le servía de intérprete y fue su pareja – le dio un hijo de nombre Martín, como el padre del conquistador -, esta le señaló a un dignatario, el cual portaba una bandera tendida, vistiendo galas con armas de oro y altos penachos plateados. Era Cihuacóatl Matlatzincátzin, el comandante en jefe mexica. Doña Marina no se anduvo por las ramas y señalando a tan alto dignatario gritó: “¡Mata!, ¡Mata!, ¡Mata!”. 

 

Puede que haya sido la más modesta carga de caballería de toda la historia, pero Cortés y sus 13 jinetes pudieron atravesar las líneas enemigas y dar muerta al general azteca. Entre los jinetes se encontraban los mejores capitanes del extremeño, como Gonzalo de Sandoval o Pedro de Alvarado, a quienes los aztecas consideraban la reencarnación de su Dios de la guerra, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, sin embargo, tras ser herido por Cortés, será Juan de Salamanca quien acabe con la vida del general – en recompensa por su gesta el emperador Carlos V le permitirá llevar en su escudo de armas el penacho del azteca -. Muerto el dignatario y capturada la bandera el ejército mexica comenzó a retirarse del campo hasta terminar en una desbandada general. 

 La victoria imposible se había consumado y comenzaba el principio del fin del poderoso Imperio azteca.
 
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