Es difícil establecer cuál haya sido el momento inicial de la potencia británica moderna, así como definir la presencia en esos difusos instantes de algún personaje concreto y singular. Los búlgaros fueron grandes con San Cirilo, los servios con Stephan Dusan y los portugueses con Vasco de Gama. Españoles y franceses unen sus grandes momentos de esplendor en la historia a figuras señeras, como Fernando el Católico o Felipe II, los primeros, o como Luis XIV o Napoleón, los segundos. Por el contrario, en la formación de la potencia de Inglaterra se aprecia, sobre todo, el esfuerzo colectivo, a veces anónimo, desplegado por muchas manos en muchos momentos. Un esfuerzo de muchas generaciones, mantenido sostenidamente a lo largo de años y de siglos, en direcciones siempre convergentes. Han sido muchas las manos que han dirigido Inglaterra en los últimos cuatrocientos años: católicos y protestantes, absolutistas y parlamentarios, monárquicos y republicanos, tories y whigs, conservadores y laboristas. Y, sin embargo, parece que hubiese sido sólo uno el rumbo seguido siempre por todos, y sólo una la orientación de la política exterior general. Y aunque no podamos definir una figura en particular, o unas pocas, especialmente señera, si que hay bastantes personajes muy notables en esos cuatrocientos años.

MAS DE CUATROCIENTOS AÑOS DE POLÍTICA EXTERIOR SOSTENIDA

Son cuatrocientos años, quizá algunos más, en los que la política exterior británica parece haber desarrollado una única acción estratégica general, que ha consistido en oponerse a la potencia militar más fuerte, agresiva y dominante del Continente. Hay dos conceptos geoestratégicos anglosajones que definen bien la perspectiva en la que se han elaborado las líneas básicas de esa estrategia: equilibrio y aislamiento. El aislamiento se centra en la perspectiva de la defensa y se fundamenta en el foso marino que defiende a Inglaterra, el Canal de la Mancha. El concepto de equilibrio responde a la perspectiva agresiva, y se refiere al equilibrio de fuerzas que le conviene mantener a Inglaterra en el Continente, en el europeo o en cualquier otro, para evitar que las potencias continentales puedan llegar a concertarse entre sí y, así, poder constituir una amenaza para Inglaterra. Sorprende contemplar esos cuatro siglos de finalidades más o menos coincidentes, mantenidas en medio de tantos cambios de nombres y de tantos sucesos.

Debe observarse que en todas las crisis que se sucedieron durante esos cuatrocientos años, Inglaterra siguió siempre el mismo camino. No transigió con Felipe II de España, ni con Luis XIV de Francia, ni con Napoleón, ni con el Kaiser, ni con Hitler, ni con el comunismo. Nunca se avinieron los ingleses a concertarse con ningún poder dominante en el Continente. Los anglosajones procuraron siempre mantener divididas y enfrentadas a las potencias continentales, al tiempo que las exigía –y, a veces, obligaba-, a que se mantuviesen en situación de equilibrio de fuerzas entre ellas. A la política anglosajona, en todo tiempo y bajo cualquier gobierno, no le ha importado nunca que nación fuese la que pretendiese la dominación del Continente, ni su régimen político. No se trata de españoles, franceses, alemanes o rusos. Tampoco de la democracia, el fascismo o el comunismo. La política, más que inglesa, anglosajona, ya que los norteamericanos han asumido en gran proporción los conceptos geoestratégicos británicos, nunca ha tenido nada que ver con las naciones o con sus gobernantes, sino solo con cual fuera la potencia más fuerte o potencialmente más dominante en cada momento.

Uno de los gobernantes británicos que más contribuyó con su obra de gobierno a elaborar esa política exterior anglosajona fue William Pitt (1708-1778), considerado generalmente como el artífice de la fundación del Imperio Colonial Inglés, en el periodo de la Guerra de los Siete Años (1756-1763. Una guerra poco recordada, pese a que deberíamos considerar que, en términos reales, prácticamente se trató de la primera guerra mundial. Fue una guerra que se desarrolló en Asia, América y Europa, y en la que los combates navales se extendieron por el Indico, el Atlántico y el Pacífico. Pero en un sentido más amplio, de lo que fue Pitt fundador es del Imperio anglosajón, si se entiende el matiz, pues fue el primer gobernante británico que comprendió en profundidad y con perspectiva temporal la importancia de América para la política anglosajona del futuro.

LA LLEGADA DE PITT AL GOBIERNO

En la política británica de mediados del siglo XVIII, la aparición de un hombre como Pitt en el gobierno, representó un cambio trascendental, pues significó el acceso al poder de una nueva generación política que se iba alejando de la vida cortesana y se empezaba a centrar en las clases medias de Inglaterra, no a la nobleza. Recuérdese que incluso Cromwell, el único republicano que ha gobernado en todas las Islas Británicas, era también noble. De la mano de Pitt, las clases medias irrumpían en la vida política inglesa de mediados del siglo XVIII representando un proyecto de renovación, por cuanto exigían del gobierno resultados tangibles y limpieza en la gestión pública, y consideraban bueno un gobierno barato, siempre que mantuviese la Royal Navy en condiciones asegurar la llegada a Londres de los barcos comerciales británicos y su libre navegación por todos los mares. Eran justamente las clases que estaban realizando el esfuerzo anglosajón por alcanzar la supremacía comercial en todo el mundo y que preparaban la revolución industrial de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.

La familia de Pitt no era noble, pero sí acomodada, y estaba muy ligada a la política. Tras cursar estudios medios en Eton y superiores en Oxford, Pitt accedió al Parlamento en 1735. Era un gran orador que acostumbraba a improvisar sus discursos. Por eso muchas de sus frases nos han quedado por el recuerdo de las mismas en la prensa o en las actas de las sesiones del Parlamento. Como representante en la Cámara de los Comunes, pronto se destacó por la campaña lanzada contra el Premier Walpole, por corrupción. Este hecho le valió ser conocido en todo el mundo, pues había logrado sentar ante un comité de investigación del Parlamento al antaño todopoderoso Primer Ministro británico, maestro de la corrupción, y que había dirigido la política inglesa de Jorge I y de los primeros años de Jorge II. Walpole no fue condenado formalmente, pero sufrió la condena moral de la opinión pública. Con Pitt, el sistema político británico se había convertido en un régimen de opinión pública. Su fama de hombre íntegro le llevó al gobierno como Paymaster (una especie de Ministro de Pagos del Tesoro) en los gabinetes de Pelham y de Newcastle, entre 1746 y 1754. Pero su gran momento político fue la Guerra de los Siete los Siete Años, en que asumió el liderazgo del país tras las derrotas de los primeros años de la guerra.

La formación de Pitt, a diferencia de la generación precedente, se fundamentaba en el pesimismo antropológico de Hobbes y en el racionalismo político de Locke. Montesquieu, que estudió en Inglaterra, en esa época, las instituciones políticas del parlamentarismo, había establecido en “El Espíritu de las Leyes” que la virtud política fundamental en la Res Publica (sinónimo del Estado) era el patriotismo, pues es éste el principio de la igualdad en su formulación más dinámica y activa como conformador de la conciencia ciudadana: todos han de concurrir al servicio del interés común, con independencia de su nacimiento o de sus medios de fortuna, del mismo modo que el interés común puede exigir de cada uno, incluso, del sacrificio de la vida, con independencia de clase social a la que pertenezcan. Una noción de patriotismo abierta a los anglosajones de Europa y de América, por igual. Una noción de igualdad ciudadana, el patriotismo, cuyos ecos resuenan en la famosa arenga de Nelson a la escuadra, en el día de la batalla de Trafalgar (justamente, en el día de su muerte): “Inglaterra espera que cada uno cumplirá con su deber”.

Una noción de patriotismo que late ya en las palabras dirigidas por Pitt al Parlamento durante el debate para la aprobación de los créditos extraordinarios para la guerra, en 1757: “Sed un pueblo, olvidad todo lo que no sea la grandeza de Inglaterra. Yo os daré el ejemplo”. La generación formada bajo Pitt sería la que abordase la preparación e inicio de las grandes reformas legislativas que precisaba Inglaterra para afirmar el régimen parlamentario, mediante su democratización. Unas reformas anunciadas por Pitt, a las que él mismo dio un gran impulso al introducir nuevas prácticas en la vida pública. Sin acometer grandes reformas legislativas, modificó profundamente la Armada, los astilleros, el Ejército y la Administración. Introdujo criterios de mérito y de servicios prestados para los ascensos en el Servicio de la Corona, civil o militar, frente a los criterios de nacimiento o de fortuna imperantes en Europa. En América permitió que los oficiales coloniales pudiesen alcanzar el rango de coronel del Ejército Británico. Uno de esos coroneles coloniales sería G. Washington, el primer Presidente de los Estados Unidos. La generación formada bajo Pitt produjo marinos como Nelson o Collingwood, militares como Wellington, exploradores como el capitán Coock y políticos como su propio hijo, William Pitt, conocido como Pitt el Joven. Algunos de ellos serían los hombres que lograrían la victoria sobre Napoleón, a comienzos del siglo XIX.

PITT Y LA GUERRA DE LOS SIETE AÑOS

La Pax de Aix la Chapelle, que puso fin a la Guerra de Sucesión a la Corona de Austria, no fue más que una tregua entre Francia e Inglaterra. Una tregua que no se mantuvo apenas ni en América, ni en Asia. De modo que, pese a las convenciones establecidas sobre las fechas, la Guerra de los Siete Años (1756-1763), empezó realmente mucho antes, generalizándose en América del Norte hacia 1754, con las escaramuzas libradas por los franceses y sus aliados indios contra los colonos británicos. Desde el siglo XVII, era una queja constante de los colonos la escasa atención prestada por la Corona inglesa a la defensa de las posesiones británicas en América, frente a españoles y franceses. Pitt, con su idea de trato igual para todos los británicos en cualquier parte, inauguró una política de refuerzo militar de las colonias y de eliminación de las amenazas francesa y española sobre las mismas. No obstante, los primeros años de guerra fueron muy adversos para Inglaterra, especialmente en Norteamérica y la India, donde se sucedían las derrotas y los desastres. El estallido de la guerra en Europa, en 1756, supuso un gran alivio para Inglaterra. Los franceses hubieron de concentrar casi todos sus esfuerzos militares en el escenario europeo, donde Federico II de Prusia -aliado de Inglaterra en la guerra-, gracias a los generosos subsidios de Pitt, lograba afirmarse a duras penas ante rusos, austriacos, suecos, y franceses. Hasta 1762 la suerte de la guerra europea fue incierta. Pero en ese año, Rusia abandonó la guerra y los prusianos lograron imponerse finalmente a los franceses, austriacos y suecos, sin mayores problemas.

La excesiva concentración de los esfuerzos bélicos de Francia en el escenario europeo, a consecuencia de las obligaciones contraídas con sus aliados, resultó decisiva para el conjunto de la guerra, en lo que se refiere a los intereses británicos. Interrogado en el Parlamento acerca de las gigantescas sumas prestadas a Federico II de Prusia durante la guerra, Pitt contestó: “Sires, piensen que ha sido en Silesia donde hemos conquistado el Canadá”. Tras su reelección como parlamentario en 1758, que aseguraba su presencia en el gobierno, dijo: “Yo se que puedo salvar a Inglaterra, y que nadie más que yo puede hacerlo”. Y no le faltaba razón. Pitt planeo la guerra, por primera vez en la Historia de Inglaterra, como una guerra mundial, para la que resultaba fundamental el dominio del mar y la victoria en los teatros no europeos de la guerra. Para ello era necesario obtener un dominio indiscutible en el mar donde, a mediados del siglo XVIII, sólo la escuadra española podía ser aún una amenaza. Las victorias de Manila y de la Habana sobre los españoles, así como las victorias en el Mediterráneo, despejaron los problemas navales. Pese a ello, los ingleses perdieron definitivamente Menoría en esta guerra, recuperándose por España. El genio de los nuevos comandantes plebeyos ascendidos al mando por Pitt, como Clive y Wolfe, con sus victorias en 1757, en Plassey (La India), y en 1759, en Québec (América), respectivamente, despejaron los problemas en América y en Asia. Y, mientras tanto, Prusia entretenía los principales esfuerzos militares de Francia y de sus aliados en Centroeuropa.

Tras la batalla de Plassey (1757), empezaron a sucederse los éxitos británicos y 1759 fue el año de las victorias. En 1763, Inglaterra forzó a sus enemigos a pedir la paz, materializada en los acuerdo de París. La victoria fue incomparable. No sólo se había logrado una derrota contundente de los enemigos tradicionales de Inglaterra (Francia y sus aliados), sino que se habían sentado las bases de la dominación británica en todo el mundo, y las de su hegemonía en Europa para los dos siguientes siglos. En el viejo continente, la aparición de la nueva potencia prusiana, firmemente aliada con Inglaterra, servía para restablecer el “equilibrio continental”, roto por la común alianza de franceses, austriacos, rusos y suecos de 1756, a la que después se adhirieron los españoles. Y aunque la revancha se plantearía muy pronto, con ocasión de la crisis independentista de las Colonias Británicas de Norteamérica (1776), las bases centrales de la supremacía británica establecidas en 1763, no sufrieron variaciones. Volverían a ser cuestionadas seriamente durante las guerras de la Revolución Francesa, pero en 1815 volvieron a imponerse, si bien de un modo aún más reforzado.

PITT Y LA CRISIS DE LAS COLONIAS NORTEAMERICANAS

El año de 1759 había sido el año del apogeo de Pitt. Su nombre fue celebrado en todo el mundo anglosajón como el de un héroe, y muy especialmente entre los colonos norteamericanos que, después de más de doscientos años de guerra continuada, se habían visto libres, al fin, de la amenaza francesa. En Pennsylvania, en el emplazamiento de un fuerte francés conquistado durante la guerra, se fundó en su honor la ciudad de Pittsburg, que llegaría a ser, tras la independencia (1783), capital del Estado de Pennsylvania.

Pero Pitt fue pronto apartado de la política por el nuevo rey, Jorge III, que había accedido al trono en 1760. El rey no congeniaba con su ministro plebeyo, por lo que adoptó dos medidas radicales para subsanarlo: forzarle a dimitir en 1761, y pasarlo a la Cámara de los Lores, previo su ennoblecimiento como Lord Earl de Chattam. La paulatina salida de Pitt de la política activa tras las grandes victorias de 1759-1761, ha sido considerada también como una de las causas de la pérdida por Inglaterra de sus colonias en Norteamérica. Y no es sólo porque Pitt tuviese un predicamento especial entre los colonos y sus dirigentes, pese a ser ello cierto. De hecho, por ejemplo, Franklin había conocido a Pitt durante una visita a Londres, y ambos habían congeniado muy bien. No. Tampoco es sólo porque hubiese podido realizar una mejor negociación en 1763 de la que hizo la camarilla cortesana de Jorge III, que hubiese podido dar satisfacción a las demandas de los colonos respecto a la Habana, Florida y Louissiana. Ni tampoco es por la convicción de que Pitt hubiese podido desplegar una mejor política hacia los colonos, siendo ello igualmente cierto.

Lo que se pretende señalar con eso, más bien, es la especial sensibilidad que desplegó Pitt en la planificación de la política británica para América. Para Pitt era un objetivo fundamental de la política exterior británica el afirmar sólidamente la presencia anglosajona en la orilla americana del Océano Atlántico. Para él, esto constituía uno de los pilares fundamentales de la hegemonía anglosajona en el mundo. Pitt había comprendido, como ningún político inglés lo había hecho antes, las preocupaciones de los colonos americanos. Y éstos agradecieron mucho los esfuerzos de Pitt por liberarlos de la amenaza de la escuadra española (conquista de la Habana), y de la amenaza de los franceses de Canadá y Louissiana. Pero, además, la visión global de Pitt sintonizaba muy directamente con los deseos de los británicos de Norteamérica. Por una parte, Pitt alentaba la política de expansión hacia el Pacífico de los colonos; por otra parte, Pitt era partidario de ver eliminadas las restricciones comerciales que pesaban sobre las colonias, así como de conceder a los coloniales el trato de ciudadanos británicos de pleno derecho.

Pitt mantuvo esta posición siempre, y de un modo muy intransigente. La mantuvo incluso después del comienzo del la Guerra de Independencia Norteamericana (1775). Pitt tenía informadores y corresponsales en América y conocía bien de la profunda lealtad de los colonos a los valores y principios anglosajones. Y, en puridad, en el fondo de los conflictos tributarios y comerciales que los enfrentaban con la Corona, los rebeldes tenían razón conforme a las leyes británicas. La actuación de la Corona en Norteamérica era un resto de despotismo que había que desterrar de Inglaterra.

No constituyó, pues, ninguna sorpresa la posición que adoptó en 1776, tras conocerse la noticia de la Declaración de Independencia tomada en Filadelfia por el Congreso Continental Americano: Pitt pidió al gobierno que hiciese inmediatamente la paz con los colonos, aún al coste de reconocerles la independencia, y que se suprimiesen las trabas que limitaban el libre comercio con Norteamérica. Es posible que una oferta de esa magnitud, pese a proponerse tan tardíamente, pudiera haber logrado frenar el proceso de la independencia norteamericana, aunque nunca lo sabremos. Estas opiniones le valieron la maledicencia de la Corte y del gobierno. Desde ambas instancias se intentó lanzar la especie de que Pitt era poco menos que un sedicioso, que apoyaba a los traidores y rebeldes de América. La acusación no podía prosperar, ya que hubiera sido muy difícil convencer a la opinión pública británica de que, el creador del Imperio, pudiese ser sospechoso de ninguna conducta desleal para con Inglaterra.

También es cierto que nunca se persiguió a Pitt por sus opiniones. Debe recordarse que otros muchos e influyentes liberales ingleses, como Burke (el célebre crítico de la Revolución Francesa), también simpatizaban con la causa de las colonias. Los liberales británicos tendían a ver en la Revolución Americana la confirmación de sus tesis, en las que se proponía la adopción de profundas reformas liberalizadoras en el sistema político inglés que, además de mejorar el carácter representativo de la monarquía parlamentaria, impidiesen la aparición de nuevas crisis en el Imperio. En realidad no se trataba tanto de que Pitt viese con buenos ojos la independencia de América. Su visión geoestratégica general incluía la presencia anglosajona en América, como una necesidad para la supervivencia del Imperio.