Mientras el ejército soviético se defendía con uñas y dientes en los alrededores de la ciudad de Kursk y las marinas estadounidenses y niponas se destripaban en el golfo de Kula, anochecía plácidamente en un puerto tunecino. Los aliados occidentales se afanaban por abrir el deseado segundo frente europeo, invadiendo la isla de Sicilia, a partir de la operación conocida con el nombre en clave de Husky, la mayor operación de desembarco llevada a cabo hasta ese momento.
El teniente general Bernard Montgomery paseaba su exigua figura por las calles de Sidi Bou Marzat, una aldea sita en lo alto de una peña, que dominaba el puerto donde casi mil barcos de la marina de Su Majestad embarcaban a toda prisa a las tropas de su 8ª Ejército que invadirían las playas de Pachino y sus alrededores, en el cuerno más meridional de la isla. Se sentía satisfecho. Andaba despacio, pero a grandes zancos, con las manos juntas cogidas por detrás, el mentón ligeramente levantado y una indisimulada sonrisa de satisfacción. Los servicios de inteligencia le acababan de confirmar que ni alemanes ni italianos conocían sus intenciones, iba a resultar una visita de lo más inesperada. Además, el tiempo era bueno y las predicciones metereológicas aún mejores. Las últimas informaciones señalaban que los primeros convoyes ya habían salido rumbo norte. Ante tan buenas nuevas, no pudo dejar pasar la oportunidad de celebrar un verdadero festín en lo que sería, esperaba, su última cena en tierras africanas durante la guerra. Invitó a los miembros de su Estado Mayor, a los líderes tribales que lo habían ayudado y acompañado hasta Sidi Bou Marzat e, incluso, a los oficiales de enlace con su superior, el general Sir Harold Alexander y los del sabelotodo del general Patton. Cenaron un excelente cuscús de cordero, lo regaron con un magnífico Burdeos, restos de las últimas cajas obsequiadas por el mariscal De Gaulle, y terminaron con unos dulces de miel y frutos secos, como jamás los volvería a probar de nuevo. El teniente general, a pesar de su escasa corpulencia, tenía muy buen saque para la comida, especialmente los días como aquel, en los que se sentía secretamente eufórico. Tras la comilona, se acercó hasta la casa usada como centro de observación del puerto. El comandante Adam Brookes, adscrito a su Estado Mayor estaba de guardia aquella noche. Debía comprobar que toda la operación de embarco se desarrollaba correctamente y, sobre todo, de un modo estrictamente puntual.
- Buenas noches, Brookes –saludó Montgomery al entrar en el despacho del comandante. Concentrado, mirando con sus prismáticos, no se percató de la entrada de su superior, que repitió el saludo.
- Buenas noches, señor. No le había oído, disculpe.
- Que cena tan exquisita se ha perdido. Lo lamento por usted. Pedí que le trajeran algo de cuscús, espero que se lo… -pero el comandante hacía caso omiso de los comentarios su superior, parecía absorto en lo que sucedía en el puerto- ¿Anda todo bien por allí abajo, Brookes? Parece preocupado.
- Hasta ahora todo iba bien, señor. Pero ahora… hay algo de jaleo.
- Déme los prismáticos, ¿qué diablos ocurre?
- No lo sé, acabo de llamar al puerto para que me digan lo que pasa. Es allí –indicó el comandante, señalando con el dedo un punto del puerto, concretamente el muelle 15.
El teléfono sonó, atendiéndolo el comandante. Desde el puerto, le explicaban el motivo de los problemas y pedían que alguien del Estado Mayor los solucionara. Lo antes posible.
- ¿Qué diablos ocurre allí, Brookes? Venga, explíqueme. Por lo que veo, es como si todo un regimiento se hubiera amotinado.
- No es un regimiento, señor –carraspeó-. Se trata solamente de un Batallón.
- ¿Un jodido batallón está haciendo todo este jaleo?
- Señor, es que se trata del jodido batallón del 345º de Escoceses.
- ¿Y qué cojones les pasa a esos jodidos soplagaitas, ahora?
- Se han amotinado, señor. No se quieren subir al barco.
- ¡Malditos cobardes! Les voy a meter un puro que se les van a caer sus jodidas patillas pelirrojas.
- Señor, permítame recordarle que esos son los jodidos soplagaitas que detuvieron a las fuerzas de élite de Rommel, cuando la situación se puso tan delicada en Al Alamein –su cerebro había buscado un adjetivo adecuado para terminar la frase, delicada fue el que le pareció más gráfico y menos tosco para definir a aquel punto de la batalla en el que los Afrika Korps, si no hubiera sido por la tenaz y tozuda resistencia del 345º se habrían roto las líneas de defensa británicas, Rommel se hubiera sentado a cenar en El Cairo y Monty, probablemente, a Berlín.
- ¿Son esos? Maldita sea… Habérmelo dicho antes, Dios Santo. ¿Y por qué no se quieren subir al jodido barco?
- Señor, es que, parece ser que se trata del HSM Duke of Cumberland.
- ¿Y qué ocurre? ¿No es de su agrado? ¿Acaso se piensan que los hemos invitado a un maldito crucero de placer?
- Señor, ocurre que el Duque de Cumberland fue el hombre que conquistó Escocia en mil setecientos no sé cuantos. Parece ser que al final de aquella guerra, se pasaron por las armas a varios miles de escoceses.
- Ah, sí, claro, como he podido olvidarlo. Malditos patanes, les estaría bien empleado.
- Señor, uno de mis abuelos era escocés.
- Pues se jode, Brookes, se jode. ¿Qué espera que haga?
- ¿Señor? –Brookes se desconcertó- ¿Qué hacemos con los escoceses de allá abajo?
- Raza infecta. Los voy a hacer mandar a fusilar a todos… Pero cuando termine la guerra, ahora necesitamos a esos perros rabiosos. Que los cambien de barco.
- ¿Y cambiar a más soldados de barco a estas alturas de la operación? Me temo que se trate de una mala idea, señor. Además, cada barco y cada unidad militar ya tienen asignado un punto de desembarco. Un momento, cerca tienen atracado el HMS Impetuous. Se dirige a la playa que los jodidos bebedores de whisky tienen asignada… Ya va lleno, pero si se aprietan…
- Muy apropiado, un nombre muy apropiado. Que los embarquen allí.- sentenció el teniente general, que abandonó el despacho refunfuñando.
Dio la orden de ser avisado si ocurría cualquier otra eventualidad. Se fue hasta su alojamiento y dio instrucciones a su ordenanza para el día siguiente. Despertarse a las 06.00. Despachar con Alexander a las 06.30, desayunaría durante la conferencia. A las 08.00 su avión debería estar listo para partir en cualquier momento hacia Sicilia. Si todo salía bien, almorzaría en Italia, a las 12.30.
En el puerto, aún no habían llegado las últimas órdenes del teniente general. Un grupo de escoceses, especialmente belicosos, se había encarado a un batallón inglés, concretamente al 125º. Rudos hijos de Manchester.
- ¡No sabía que a los escoceses les daba miedo el agua! –gritó un sargento inglés, provocando grandes carcajadas entre sus soldados y la ira entre los escotos.
- ¡Señor –siguió un soldado de su mismo Batallón, con un descarado acento de los Midlands, insufrible para los del 345º-, es que los Scots no les gusta el agua ni para lavarse!
- Es la táctica que emplea su comandante, chicos –remachó un cabo.- Así no los enviarán a primera línea: ¡los alemanes los olerían al instante!
Al otro lado del muelle 15, los escoceses, que hasta entonces habían estado discutiendo con los oficiales de intendencia y logística, se giraron para entablar conversación con sus vecinos ingleses.
- Mirad, chicos, pero si son los Dragones de San Jorge de la 125º. Pensaba que ya estarían en Londres, ¡cuando los vi retirarse a toda prisa en Al Alamein! –silbidos y abucheos se turnaron a los dos lados del muelle.
- Mirad que rápido se suben al barco –exclamó uno de los escoceses- ¡Se deben pensar que regresan a Liverpool! –esto último lo remarcó con un tono convenientemente sarcástico.
Después de más abucheos, empezaron los insultos, volaron algunos escupitajos e, inmediatamente, objetos más contundentes. Un suboficial inglés reportó que le habían abierto la ceja con un barril de whisky. Vacío, por supuesto. Un teniente escocés explicó en enfermería que le habían saltado tres dientes con el mango de un arpón. Finalmente, las primeras líneas de los dos batallones se enzarzaron en una pelea ineludible a todas luces. Y todo porque un escocés recordó una polémica jugada de la última Copa de Calcuta de antes de la guerra, aquella jugada en la MacMillan en un más que probable fuera de juego, recorrió treinta yardas que lo separaban de la línea de marca, culminando la jugada con un ensayo tan doloroso como humillante para los ingleses congregados en el estadio de Twickenham. Escocia ganó el partido y la copa. A lo que un inglés, respondió desde su lado del muelle.
- ¡Qué pena que ahora el maldito MacMillan esté retozando con los pececitos en el fondo del Canal de la Mancha! –una muy poco educada alusión al hecho de que aquel irrepetible medio de melé escocés había perecido en un barco de la Marina de Su Majestad, hundido por un submarino alemán.
La respuesta fue acogida con desagrado por las tropas escocesas, cuya segunda religión era el Rugby, por lo que se abalanzaron sobre los Dragones de San Jorge, para no retrasar lo inevitable más de lo necesario. Puñetazos, tortas, mazazos con garrotes, con culatas de fusil, todo tipo de contusiones, un inigualable catálogo de golpes bajos e innobles… Todo sazonado con los insultos más barriobajeros que jamás se escucharon en el norte de África. Brookes, que seguía la escena con prismáticos, dio orden de intervenir a la policía militar. Lamentablemente, éstos desaparecieron cuando se enteraron que debían separar a dos batallones enteros de Dragones de San Jorge y los animales sin nombre del 345º Escocés. Tras varios brazos rotos y heridas que, sumadas, podían acercarse al millar de puntos de sutura, el comandante del 345º, un pelirrojo gigante de los Highlands, recibió la noticia que los embarcaban en el HSM Impetuous. Con un grito de hubiera helado el infierno, detuvo la pelea, con todo el dolor de su corazón puesto que tenía a un capitán inglés al borde del KO, y anunció a sus hombres que ya no los embarcaban en el HSM Duke of Cumberland. Los hurras y los gritos de júbilo en gaélico terminaron al percatarse que en el HSM Impetuous deberían compartir la travesía con los simpáticos y hospitalarios Dragones de San Jorge.
Si alguien se había imaginado el viaje desde Túnez hasta Sicilia, como de una apacible tranquilidad, no podía estar más equivocado. Al menos en la cubierta, que fue donde la tropa hubo de sufrir el viaje. Si bien la Luna nueva disimulaba los centenares de transportes aliados, el cielo estaba insultantemente claro, pudiéndose distinguir casi todas las constelaciones posibles. El mar, tan solo se mecía por el oleaje que provocaban la gran cantidad de barcos que surcaban su superficie. De todos modos, el trayecto fue un infierno para todos los soldados, sin distinción de número de Batallón. Nadie se salvaba de ser bamboleado por cubierta como si fuera una bailarina borracha. Pocos lobos de mar había entre el selecto pasaje, quienes en su mayoría, más temprano que tarde, vomitaron su cena por la borda o, más habitualmente, en cubierta. Aunque casi nadie se daba cuenta de ello, ya que la principal preocupación era la de no caer al mar. El intenso frío no fue un problema, ya que fue eficazmente combatido con las ilegales cantimploras de whisky o ginebra, dependiendo de si los bebedores estaban a babor o estribor, respectivamente. De hecho, alguno se pasó con la ración de bebida y le dio por continuar con la barriobajera batahola del muelle, lo que provocó que un par de soldados por banda, cayeran al agua y hubieran de ser recogidos por los barcos que proseguían la marcha del HSM Impetuous.
No satisfechos con ralentizar la marcha del convoy, la siguiente discusión en la que se enzarzaron las dos tropas fue la de disputarse el poner el primer pie en la playa de Pachino. Todo empeoró cuando los comandantes de los dos batallones fueron informados que sus hombres no figuraban en la primera ola de desembarco. Entonces fue cuando se formó un verdadero motín. Encabezado por los dos comandantes, por supuesto. Amenazaron al capitán del Impetuous con echar por la borda a toda la tripulación si no se ponía a encabezar el convoy antes de llegar a Sicilia. El capitán, un azorado dublinés que se pensaba que ya lo había visto todo, se negó en redondo, aunque cuando escoceses e ingleses empezaron a cumplir sus amenazas, lanzando por la borda a dos grumetes de la sala de máquinas (más problemas para las embarcaciones de popa), el capitán llamó alarmado al puerto de Sidi Bou Marzat a la espera de recibir instrucciones. Brookes, que por su flemático tono, parecía haber previsto lo que sucedería a bordo del navío, accedió a que el Impetuous hiciera honor a su nombre y se situara en primera línea de ataque, encabezando el desembarco en Pachino. Con un poco de suerte, pensó, habrá una división de Fritz que se los cargarán en un santiamén.
A las 05.00, el HSM Impetuous esperaba órdenes a unas cien millas al sur de Pachino. Detrás de él, la más imponente flota jamás reunida en toda la historia se empezaba a distribuir por las rutas que daban acceso a las playas del sur de Sicilia. Por encima de sus cabezas, vieron docenas de aviones de la RAF, los cuales iban a bombardearlas al despuntar el Sol. Tras los aviones, los barcos volvieron a ponerse en marcha, lenta, pero inexorablemente, como una infinita manada de elefantes a la búsqueda de tierras fértiles. A las 05.47 el capitán del HSM Impetuous divisó tierra firme. Avisó a los comandantes, que, de inmediato, dieron las oportunas órdenes para que sus hombres ocuparan las barcazas de desembarco. En la primera barcaza del 345º, el sargento MacReady y el cabo MacMoran fueron los primeros en ver los fogonazos que provocaban las explosiones de los bombardeos de la RAF en la costa.
- Malditos señoritingos de la RAF. ¡No nos van a dejar ni uno!
- No te fíes, MacMoran. No he visto luchar a un italiano con arrojo en África, pero ahora, en su tierra… Me temo que serán duros de pelar.
El cabo asintió. MacReady sabía mucho de guerra, así que se giró a sus hombres y les repitió por enésima vez los últimos consejos que debían tener en cuenta antes de desembarcar. MacMoran echó otro trago de su cantimplora y volviéndose a sentir algo mareado. Al haber vomitado, tenía el estómago vacío y el whisky realizaba el deseado efecto de quitamiedos.
A las 07.45 se encontraban frente a la playa. El HSM Impetuous hacía rato que marchaba a toda máquina, hasta que al final abrió las compuertas de donde salieron las barcazas rebosantes de soldados, las cuales entraron con demasiado impulso sobre el agua, lo que casi provocó que zozobraran, casi todos sus ocupantes resbalaron por la cubierta, aunque nadie llegó a caer al suelo, puesto que era literalmente imposible a causa de la gran cantidad de hombres que las ocupaban. El capitán de la 1ª Compañía del 345º, quien curiosamente se llamaba James Stewart, llegó como pudo hasta la proa de la barcaza, donde se encontraban MacReady y MacMoran. James Stewart, a diferencia de su tocayo de Hollywood, había trapicheado con todo tipo de negocios sucios en Aberdeen, hecho que confirmaba su aspecto feroz y poco dado a cumplir con las ordenanzas respecto a la vestimenta, hecho que le llevó al calabozo durante una semana, a causa de una disputa que mantuvo con el mismísimo Montgomery, al poco que el teniente general se había hecho cargo del mando del 8º Ejército. Sin embargo, y como solía pasar en estos casos, sus hombres lo idolatraban. Stewart era el primero en desobedecer las órdenes de sus superiores, el primero en provocar peleas y el último en caer en las competiciones de bebedores de whisky. Todo un ejemplo para sus hombres. En una sonada borrachera tras Al Alamein, su comandante dijo de él: “Sin darnos cuenta, la guerra saca de cada uno de nosotros lo mejor o lo peor que tenemos como personas. En el caso del demonio hijo de puta de Stewart ha sacado lo mejor. De los apestosos suburbios de Aberdeen, lo ha enviado al maldito desierto norteafricano, de donde saldrá, si sobrevive, hecho todo un héroe. Se convertirá, ya lo veréis, en un ciudadano modelo”. El comandante seguramente habría acertado en su predicción si Stewart hubiera sobrevivido a la guerra. Caería en la Operación Market Garden. Algún memo del Estado Mayor dejó sin ningún tipo de cobertura al 345º, que atacó una posición fuertemente defendida por un regimiento de las SS. Stewart inició una marcha tan suicida como absurda, que terminó con la vida de más de la mitad de hombres de la 1ª Compañía.
- Muchachos –gritó sobre las olas el arrojado escocés- ¡Por fin, vamos a poner el pie en Italia! –los gritos de hurra de sus hombres interrumpieron su improvisada alocución-. Ya sé que no es París, ni si quiera es Francia. Es el puto culo de Europa, la maldita Sicilia, pero qué se le va a hacer. Empezaremos a matar los jodidos fascistas por donde nos han ordenado y ya iremos subiendo. Por de pronto –continuó, entre las risas cómplices de sus hombres, a los que el mareo había dado paso a una agradable sensación de felicidad, muy relacionada con el excesivo consumo de whisky-, vamos a conquistar la jodida playa de Pachino y después entraremos en el pueblo. No sabemos a qué resistencia habremos de hacer frente. De todas maneras, me da igual. Me importa un huevo. Sea la que sea, hemos de llegar a Pachino antes que los jodidos ingleses. Ellos quieren llegar antes por la humillación que sufren por ver Londres y Liverpool y Manchester y todas esas horribles ciudades en las que solo pueden habitar las ratas y los ingleses, bombardeadas por los Come-Salchichas. Para ellos, ser los primeros es una cuestión de honor. Y para nosotros, la cuestión de honor es joderlos. Así que como no lleguéis los primeros os patearé vuestro jodido culo de maricas hasta que regresemos al apestoso puerto de Glasgow. ¿Entendido?
Como un solo hombre, la 1ª Compañía respondió afirmativamente a su capitán. Y se prepararon para el desembarco. A las 07.57 la compuerta de proa de la barcaza se abrió de golpe a dos metros de la playa. Escoceses e ingleses iniciaron una desesperada carrera para ocupar las mejores posiciones de la playa. ¡Maldición! Pensaron Stewart y MacReady. No vieron que la playa estuviera fortificada. ¡Estaría plagada de minas! Avanzaron con sumo cuidado, extrañados que no se oyera ningún disparo, que no saltara nadie por los aires a causa de las minas. ¿Estaban solos en la playa? Escoceses e ingleses dejaron de correr. Se detuvieron y se miraron con extrañeza.
- ¡Sargento MacReady! ¿Qué coño está pasando aquí? Llame al Cuartel General. Me temo que los muy memos nos han enviado a la playa equivocada.
Al terminar la frase, del fondo de la playa, de detrás de un búnker notablemente bien camuflado, apareció un pelotón de soldados italianos. Portaban una bandera blanca y gritaban algo ininteligible. Todos los soldados se volvieron a poner en alerta, aunque nadie disparó. Esperaron órdenes.
- MacReady, qué dicen.
- ¡Que se rinden! –respondió un inglés que estaba cerca- Dicen que se rinden.
Dos horas antes del horario previsto, las tropas británicas entraban en olor de multitudes en el pueblo de Pachino. Una Comisión Anti-Fascista, de reciente creación, les entregó el alcalde fascista, quien al parecer, era el único seguidor de Mussolini en la pequeña localidad. Por turnos, los del 345º y los del 125º desayunaron como caciques sicilianos, con verdaderos caciques sicilianos, encantados de tener tan importantes invitados y sólo se hubieron de lamentar alguna baja por esguince en el desembarco. Nadie hubo de disparar un solo tiro. El resto de la conquista de la isla no sería tan sencillo, pero al cabo de un mes ya estaban preparando el salto al continente. Por fin, tras la humillación de Dunkerke, regresarían al continente.
Aquel día 10 de julio, el teniente general Montgomery pudo almorzar un suculento plato de spaghetti a la siciliana.
Nota histórica: La Operación Husky fuye el nombre en clave de la invasión de Sicilia, que empezó la noche del 9 al 10 de julio de 1943 y terminaría el día 17 de agosto de aquel año. En el momento en el que se desarrolló fue la mayor operación anfibia de la historia, más tarde solo superada por el desembarco en Normadía.
En este relato, el único personaje real que aparece es el teniente general Bernard “Monty” Montgomery (1887-1976). El resto de personajes y situaciones son totalmente ficticios. Si bien es cierto que la siciliana playa de Pachino fue una en las que desembarcaron los aliados y donde la resistencia fue más escasa.
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