Nadie que no se haya subido en alguna ocasión en un carro de combate o un submarino podría comprender la incomodidad de hacer un viaje tan prolongado en un espacio tan pequeño. El Z.511 concebido por Filippo Zappata para la ruta del Atlántico Sur en la que debía transportar 16 viajeros y su equipaje, estaba atestado de equipo por doquier, albergando los dos gigantescos torpedos y con los trajes de caucho almacenados por los rincones. Así mismo había un arcón con raciones y un pequeño lavabo que al cabo de unas horas hedía a vómito ya que no era raro el marearse en un viaje tan baqueteado. La peste a ácido estomacal se mezclaba con el dulzón olor del carburante en una mezcla de aromas realmente detestable y que contribuía, y no poco, a aumentar la incomodidad del viaje en el que costaba encontrar un sitio para sentarse con las piernas estiradas. Ajeno a todo ello el sargento Totti dormía placidamente contraído entre el fuselaje y su torpedo. Después de 11 horas de agotador vuelo, los dos hidros comenzaron a tratar de enlazar por radio con el Fieramosca para que éste emergiera. Después de una hora de infructuosos esfuerzos la radio del sumergible comenzó a emitir logrando de esta manera formalizar el rendez-vous en el lugar acordado. Al cabo de unos minutos llenos de espectación, una gran cantidad de burbujas comenzó a blanquear la superficie del oceano. Primero fue la torre, apenas perceptible desde la altura a la que se encontraban los hidros, y luego de forma progresiva fue emergiendo el resto del submarino que, pequeño, se veía meciéndose en las olas. Simultaneamente ambos pajaros comenzaron a descender hasta tocar el mar con sus flotadores, la superficie del mar a dos kilómetros del sumergible, que ahora se veía como un buque sorprendentemente grande para ser un submarino, y sobre cuyas cubiertas correteaban un puñado de marinos. Tras unos instantes de navegación propulsado por sus potentes motores radiales, ambos hidros flanqueaban al submarino de 1.400 t Ettore Fieramosca. La nave había sido construída en los astilleros Tosi entre 1926 y 1929 y en origen se había pensado en emplearlo con un hidro a bordo. Esta nave era una vieja conocida de nuestras costas ya que había participado en nuestra Guerra Civil durante la que atacó el tráfico mercante en el Levante y llegó a bombardear Barcelona.
Al cabo de dos horas en las que el capitán del sumergible invitó a café a los hombres-pájaro, tanto hidros como tripulantes estaban listos para reanudar su misión. Poco después, los hidroaviones se elevaban y el sumergible ganaba cada vez más profundidad. Aunque nuestros protagonistas no lo supieran, aquella noche el veterano submarino torpedearía y hundiría al crucero ligero norteamericano Raleigh que en solitario se disponía a unirse a una escolta de un convoy proveniente de Freetown.


El Sol ya estaba bajo sobre el horizonte cuando el teniente Novoa empujó hacia abajo los mandos de dirección de su aparato para amerizar en el lugar convenido. La toma fue suave, muy horizontal, y al tiempo que el avión tocaba el agua el piloto reducía los gases hasta mantener la velocidad en 40 nudos, necesaria para alcanzar en un punto seguro la cobertura de las tinieblas nocturnas. Todos se sintieron aliviados al disminuir el ensordecedor ruido de los motores, y al mismo tiempo una intensa emoción recorría a los tripulantes. Ahí estaban, un puñado de valientes navegando velozmente hacia la boca del lobo.

Al cabo de una hora de navegación, necesaria para alcanzar el punto de suelta de los torpedos al amparo de las tinieblas de la noche, los cuatro propulsores Piaggio de los hidroaviones se detuvieron quedando ambos albatros posados, en silencio en el medio de las aguas apenas mecidos por unas muy leves olas, claves para lograr con éxito la aproximación en superficie y que habían sido pronosticadas tres semanas antes por un aterido suboficial alemán en una oculta central metereológica en el Polo Norte. A oscuras y en un silencio absoluto que ni las olas osaban romper, una febril actividad se producía a bordo de los dos hidroaviones. Sólo el grillido de los maquinillos utilizados para llevar los torpedos al agua perturbaba el silencio sepulcral que envolvía a ambos hidros. Las órdenes se daban en susurros como si temiesen que una voz más elevada que otra diese al traste con esta operación tan complicada.
Una vez se hubieron botado los 4 siluros de aceros al líquido elemento cualquier instante era vital, de forma que después de unos abrazos y un emocionado ¡Buena suerte!, torpedos y aves metálicas siguieron sus respectivos caminos.



La costa se distinguía perfectamente a escasas seis millas desde el lugar en el que los Siluros a Lenta Corsa iniciaron su aventura en solitario. Carentes de normas de oscurecimiento, la ciudad de Nueva York se mostraba a si mismo iluminada con fruición, casi altanera y vanidosa si la comparamos con las empobrecidas a causa de la guerra urbes europeas. Ni siquiera las ciudades de Europa de la época anterior a la guerra podían compararse con aquella luminaria que, en la mente de los italianos, marcaba la meta de la gloria.

Al inciar la navegación hacia el puerto de Nueva York el grupo de asalto se dividió en los dos grupos.

"Rómulo", quedaba, pues, mandado por Visconti y que además de por el oficial estaba compuesto por el Prima Classe Scelto Lucio, que sería el encargado, como mecánico, de elaborar las cargas explosivas desde la guarida en las alcantarillas; el otro torpedo del grupo era mandado por el sargento Breton, un hercúleo deportista de ascendencia marsellesa, y su segundo, el buzo Marinetti encargado de colaborar en el taller clandestino. La inclusión de Breton en el grupo de apoyo obedecía a la necesidad de dotar a éste de cierta capacidad operativa en el caso de que "Remo" se perdiese. Este grupo se dirigió de primeras hacia el colector situado en las cercanías del puente de Brooklin. Navegando con la cabeza sobre las aguas, la orientación no era complicada ya que el resplandor de las luces de la orilla iluminando las turbulentas aguas que surcaban en un espectáculo que, en otra ocasión, hubiese resultado hasta hermoso. La navegación resultó sencilla debido a que era muy simple identificar referencias, así que tras dos horas escasas de travesía la pequeña flota de pigmeos llegó hasta el colector. A tres metros de profundidad no les resultó dificil embocar el gigantesco desagüe que se abría ante ellos. Lentamente a causa de la corriente en contra que provocaba el incesante flujo de aguas residuales, los italianos recorrieron el conducto hasta que a unos 300 metros llegaron a un ensanche donde confluían cuatro enormes conducciones y que se le antojaron al sargento Breton eran similares a túneles de metro. Navegando a todo el régimen que permitía el motor eléctrico de sus monturas metro a metro, los dos siluros de acero se aproximaron a la orilla de hormigón hasta quedar finalmente varados con las hélices agitando y chapoteando en la superficie de la espesa y pútrida agua. Una bocanada de espeso y apestoso aire saturado de fétidos vapores invadió los pulmones de los italianos cuando se quitaron su máscara de oxígeno.

Los dos elementos de "Remo" operaban con independencia y ambos barquitos perdieron casi de forma instantánea una vez hubieron abandonado la seguridad relativa del hidroavión nodriza. El torpedo de Pagliuca llevaba casi una hora acechando entre los muelles próximos a Brooklin en la búsqueda de un objetivo apetecible. Aunque sus órdenes recogían la plena discrecionalidad en la selección de un blanco, Pagliuca deseaba una oportunidad, un objetivo que hiciera comprender a los norteamericanos de que la guerra también podía golpearlos a ellos. Era increible como frente a la arrasada Europa, aquí en el Nuevo Mundo parecían no tener a la guerra más que como una noticia lejana. Deseaba hacer pagar a los norteamericanos toda aquella despreocupada confianza en su propia invulnerabilidad. Y Pagliuca sabía que esa era su oportunidad, y que con total seguridad no se volvería a repetir en toda la guerra. Nuestro oficial tenía la certeza de que una vez asimilado el golpe, los norteamericanos destinarían no pocos de sus inagotables recursos a blindar sus puertos contra cualquier tipo de agresión externa, pero entonces sería demasiado tarde pues el mal, en forma de la autónoma célula de saboteadores italianos operaría desde su corazón. Aunque por razones menos pasionales, estas eran las razones del Alto Mando para autorizar la incursión, en efecto los estrategas latinos pretendían lograr un golpe de efecto que levantase la moral nacional y lograr que parte de los valiosos recursos que los estadounidenses destinaban a los teatros de guerra se convirtieran en medidas para asegurar su protección.

Pagliuca miró el amperímetro del tablón de mandos de su torpedo, ténuemente iluminado por una fosforescencia verde. La infructuosa cacería había casi agotado las fuerzas del pigmeo, de forma que para asegurarse la reunión con los compañeros decidió golpear de forma inmediata. Para ello seleccionó un gran mercante que cargado hasta la bandera, a juzgar por la escasa obra muerta que presentaba, estaba atracado dos líneas de muelles al norte de su posición. Habían sobrepasado la primera de las filas de muelles atestadas de interminables filas de cargueros que esperaban su turno para ser atiborrados de mercancias por los fibrosos brazos de los estibadores cuando una ola de adrenalina recorrió su cuerpo de pies a cabeza y no pudo evitar un grito de júbilo silenciado por el equipo de respiración. Allí, fondeado a un kilómetro escaso frente a las redes que custodiaban el acceso al arsenal de Brooklin, se encontraba un acorazado de la clase Arkansas. El USS Wyoming era un veterano de la Gran Guerra, un coloso de acero de 27.000 t y artillado con 12 piezas de 305 mm en torres dobles. Capaz de impulsarse a 20 nudos, el venerable buque estaba destinado a la escolta de convoyes a través del Atlántico. Actualmente se encontraba en espera para entrar en obras de gran carena al día siguiente.

El teniente de navío hizo picar su pez metálico hasta los 14 metros de máxima cota y silentemente se aproximó al costado del leviatán de acero. Al llegar junto al gris costado del buque, no pudo evitar mirar hacia abajo y contemplar el negro abismo que se abría bajo ambos buques, cuyas dimensiones no podían contrastar de forma más viva. Como si de uno de los ejercicios repetidos hasta la saciedad durante los seis meses de adiestramiento se tratase, los dos buzos evolucionaron de forma sincrónica y perfecta. Finalmente Pagotto fijó los crampones bajo lo que el oficial calculó que serían los pañoles de 305 mm de las torres centrales. Posteriormente las dos cargas fueron fijadas a uno y otro lado de la quilla a sus respectivos crampones, firme unión que fue revisada varias veces por Pagliuca, temeroso que las dos cargas con sus espoletas de relojería se desprendieran y cayeran hasta el lecho cenagoso del puerto neoyorkino. En escasos quince minutos la operación había concluído y se dirigían a toda la velocidad que permitían las ya exhaustas baterías hacia el punto de reunión en el subsuelo de la City.



Cuando llegaron, vieron con satisfacción que el sargento Totti también había logrado regresar y ambas tripulaciones se fundieron en un saludo cuando los recién llegados bajaron de su montura. Totti explicó que él había colocado sus dos cargas bajo un gran mercante la primera y la segunda bajo unas conducciones de petróleo de una factoría petroquímica. La alegría embargó a los expedicionarios italianos.

- Ahora sólo nos queda esperar a los gachós de la Mafia. Organicemos turnos de vigilancia.

-Descansen, yo vigilaré, de todas formas estoy tan nervioso que no podría dormir, -dijo Totti agachándose a recoger el subfusil Beretta que estaba apoyado en el torpedo de Breton-.

Al cabo de los minutos la animada amalgama de charletas fue cediendo al inexorable cansancio, tan sólo Totti permanecía en vela, sumido en sus reflexiones paseando arriba y abajo por los hediondos túneles, hedor que, con su pituitaria ya fatigada, ya se le hacía imperceptible. Al cabo de una hora un chapoteo y una luz llamaron su atención hacia uno de los conductos que confluían hacia el improvisado vivac latino.

-¿Quien va?, -inquirió el sargento apuntando a la solitaria figura que se aproximaba-.

-Soy Dan Corleone. Me envía Capitolina.

El sargento bajó el arma y se apróximo a la figura recorriendo los 100 metros que de ella lo separaban. No fue hasta llegar a su altura que se percató del grupo de hombres que, a hurtadillas, seguían al sicario de la Mafia.


-¡Alto, FBI!, -se escucho proveniente del grupo de inesperados visitantes. Totti apuntó al aire para alertar con un rafagazo a los compañeros que dormían a escasos 500 metros al final del tunel. El corte de una navaja sobre su nuez evitó tal acción. El ya inerme cuerpo del valiente suboficial italiano se precipitó sin vida al torrente de pútridas aguas, desapareciendo bajo su superficie, mientras Corleone limpiaba la sangre del filo de su navaja mariposa con un pañuelo blanco.


Los siete integrantes de la fuerza italiana fueron detenidos aquella noche por el FBI. Acusados de espionaje y sabotaje fueron juzgados en secreto y ejecutados en la silla eléctrica.


Aquella noche un acorazado y un mercante de 12.000 toneladas desaparecieron para siempre, además de los diversos daños que sufrieron varios buques y una planta industrial en el incendio provocado al reventar una conducción de petróleo. La pérdida del Wyoming fue ocultada por los norteamericanos que oficialmente lo dan por desguazado en Nueva York en 1947. El incendio achacado a un accidente de origen desconocido.


El crucero de placer "Captain Tales" surcaba a 15 nudos las tranquilas aguas caribeñas en aquella estrellada noche tropical.


-Pues si que es una curiosa historia-, dijo el anciano magnate americano cuando el gracioso vejete francés hubo terminado su historia. -Parece increible... los seres humanos siempre pensando en matarse... y lo peor es que no aprendemos...-


-Efectivamente mon amie-, dijo el francés extendiendo una caja de cigarros puros al estadounidense.



-No le voy a decir que no, no crea jejeje-, dijo el sudoroso americano tomando la caja lujosamente labrada que le extendía el anciano postrado en una silla de ruedas con el que venía de compartir tan insólito relato. -Lo que no me explico, es como no tiene usted calor con esa buf...-


La sonrisa se le heló en la cara al contemplar cuando abrió la caja una vieja foto de hacía 40 años. En ella un grupo de 8 jóvenes en uniforme naval posaban divertidos sobre el ala de un gigantesco hidroavión. Alzó la vista y su semblante se tornó cerúleo al observar que, al desprenderse de la bufanda de seda, una gigantesca cicatriz recorría la garganta de su interlocutor.

-Así que es eso, ¿eh?-, atinó a balbucear el americano.


-Sí es eso, Corleone-, respondió el anciano francés levantándose de su silla de ruedas.


Dos disparos de pistola reglamentaria de la Regia Marina acabaron con la miserable vida del sicario de la Mafia que hacía 40 años había vendido a su patria y sus padrinos en un turbio trato con el FBI.


Totti, avanzó hacia la borda, alzó su vista al cielo y elegantemente se zambulló en el mar, desapareciendo, como tantas otras veces en la inmensidad azul.


NOTA ACLARATORIA HISTÓRICA

La trama es de ficción situada en el marco real de la IIGM. Todos los personajes son fruto de la imaginación del autor.
Efectivamente existieron planes para realizar diversas incursiones contra los puertos americanos, pero ninguno fue llevado a cabo.
El submarino Fieramosca y el historial de la GCE relatado es real.
La anécdota del agregado naval de Alejandreta es real y señalada por Luis de la Sierra en "Buques suicidas".
Existió un capitán de artillería llamado Muíños, era mi abuelo, pero en la época se encontraba destinado en La Mola, en Mahón.
Todos los medios técnicos usados en el transcurso del relato son reales y usados durante la última contienda mundial.


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