NOTAS PREVIAS DEL AUTOR

*Todos los personajes y situaciones que aparecen en este relato son absolutamente ficticios. Cualquier parecido que pueda existir con hechos, nombres y/o apellidos de personas o entidades reales, es pura coincidencia.

*Las poblaciones “Castro del Risco” y “Villanueva de Godoy” no existen, son invención del autor. Los edificios, calles y parajes relacionados con “Castro del Risco” son fruto de la imaginación del autor y no están basados en ningún lugar existente en la realidad.

*Algunas expresiones de uso popular, normalmente aceptadas en la vida cotidiana, aparecen en el texto en cursiva y han sido utilizadas como términos de ambientación.

*Los textos que supuestamente deberían figurar en lengua árabe también aparecen en cursiva, como forma de diferenciarlos de los diálogos en lengua española.

*La “Nueva Liga de la Yihad” es una organización absolutamente imaginaria. Debe quedar claro que en el relato no se pretende establecer ningún paralelismo con organización alguna existente en la actualidad.

*La mención de la cadena informativa imaginaria “Al-Areebah” que se hace en el relato, no se realiza con el ánimo de ejercer crítica alguna ni paralelismos con ningún medio de comunicación existente.


Casi todo el pueblo estaba ya reunido en el llano de la iglesia cuando Eliseo despuntó por el camino de la “Cuesta los Lobos”. Si no fuera por la gravedad de la situación hubiera resultado cosa de risa verle correr cuesta arriba, patizambo y desgarbado, mientras agitaba los brazos por encima de la cabeza, como si tratase de espantar algún enjambre de abejas furiosas que le persiguiera.


– ¡Ya vienen!... ¡que ya vienen! –gritaba Eliseo con el aliento hipotecado por lo empinado de la cuesta, mientras seguía haciendo señas y aspavientos al gentío.

Los murmullos del vecindario, que conforme se acercaba la hora del comienzo de la reunión habían ido creciendo de tono hasta convertirse en un denso runrún, fueron cesando flanqueados por chistidos e imperiosas peticiones de que se guardase silencio.

– A ver…silencio –dijo el Padre Manuel, que siendo el párroco del pueblo y estando a las puertas de la iglesia se sentía en parte responsable del devenir de los acontecimientos. –Por favor señores… guarden silencio… señores…

– ¡Callarse!... –ordenó el Cabo Varea, ahora convertido en la máxima autoridad militar de Castro del Risco. – ¡Callarse joder!..., que no se escucha lo que vocea el Eliseo.

Por fin se hizo el silencio. Ahora sólo se oían los bufidos y resoplidos que profería Eliseo mientras encaraba los últimos metros de la empinada pendiente. Las miradas del centenar largo de ciudadanos allí presentes convergían ahora en el punto en el que el camino culminaba la cuesta. Tras una veintena de resoplidos más, emergió por fin Eliseo ante sus vecinos y paisanos.

– ¡Que… uff ya… están… ahh aquí! –acertó a mascullar entre bufidos.

– ¿Por dónde vienen? –preguntó Antonio Serrano, tomando la iniciativa con la resolución y el aplomo que le habían llevado a ser elegido alcalde de Castro del Risco en las tres últimas elecciones. – ¿Están lejos?, ¿son muchos?... ¡habla de una vez hombre!

Eliseo, encorvado sobre sí mismo con las manos apoyadas en los muslos, maldijo mentalmente al paquete y medio de Ducados rubio que quemaba cada día, mientras intentaba apresuradamente recuperar el resuello.

– ¡Menuda mierda de cartero estás hecho! –le espetó Carmen, la de la carnicería nueva. – ¡Así tardaban tanto en llegar las cartas!

– Anda Carmen, déjalo estar que viene corriendo desde el apeadero del tren – dijo el alcalde. – Dale tiempo a que recupere el habla, mujer.

– Son unos cincuenta…, –dijo Eliseo mientras se enderezaba, todavía con la respiración agitada – o cuarenta por lo menos.

– Entonces deben ser dos Secciones como mínimo, puede que una Compañía –interrumpió el Cabo de la Guardia Civil. – ¿Vienen con vehículos?, ¿traen armas pesadas?

– Venían con un tanque –contestó Eliseo – pero el puente del collado no aguantó y el tanque se clavó de cabeza en el lecho del riachuelo. Los demás vadearon por la vaguada chica y siguieron a pie. Ahora deben estar por el “polígano" industrial.

– Eso está más p’allá del apeadero –dijo Esteban, el mozo del almacén de piensos. – ¡Ostia!, pos sí que has corrío tú.

– Es que hice el camino en la bicicleta del reparto pero a la vuelta tuve que dejarla porque atajé por los huertos del Simón pa ganar tiempo –contestó Eliseo.

– ¡Tenías que hacerte el valentón! –le increpó Marisa, la mujer de Eliseo. – No quiero ni pensar lo que hubiera pasado si te llegan a ver.

– ¡Que no me vieron mujer!, que gasté mucho cuidado. Además conozco las carreteras y los caminos de los chalets como la palma de mi mano… que por algo soy el cartero –alegó Eliseo en un tono entre ofendido y orgulloso.

– Pero, ¿qué son?, ¿marroquíes, egipcios o sirios? –preguntó Álvaro Mendizábal, médico titular del lugar. – ¿Y de los nuestros?, ¿qué se sabe de los nuestros?

– ¡Y qué me sé yo lo que son, don Álvaro! –contestó elevando los hombros y poniendo la misma cara de extrañeza que hubiera puesto si le hubieran preguntado por la lista de los reyes godos. – Moros eran, eso seguro. Y de los nuestros na de na. Por la parsimonia con la que se acercaban por el collado no parecía que temieran la aparición de nuestras tropas.

– Ea, basta de cháchara –intervino Antonio Serrano temiendo que el desaliento por las noticias que portaba Eliseo minara la moral de los castreños. – Tenemos una hora…, hora y media como mucho. ¡Formad los grupos! ¡Los escopeteros a los tejados y azoteas! –dijo señalando en dirección al grupo que habían formado los socios de la Peña Castreña de Caza y Pesca; en total diecisiete aficionados a la caza de la liebre, el pichón y la perdiz. – Venga, cada uno a lo que tiene encomendado.

Los cazadores, unos con las armas terciadas o apoyadas en los antebrazos y otros con varias escopetas colgadas de los hombros, bajaron por la Cuesta los Lobos para tomar posiciones en los puntos altos del cinturón de casas que se encontraban justo por delante de la iglesia.

– Yo me llevo a Paco y a Gabriel –intervino el Cabo Varea, haciendo un gesto con la cabeza a los otros dos Guardias Civiles que aguardaban a pocos metros del Cabo, Comandante del Puesto de Castro del Risco – Ya hemos repartido las armas y la munición a los reservistas y a los que tienen alguna formación militar -explicó Varea. - Así que nos vamos ya para las zanjas.

Varea se dió la vuelta y se dirigió hacia las calles de la periferia del pueblo. Lideraba una extraña patrulla compuesta por dos Guardias y veintidós civiles que le seguían como si fuera el mismísimo Frank Merrill encabezando a sus “merodeadores”.

Era el de Varea un ejército variopinto en uniformidad, que iba del verde de los uniformes de faena de los Guardias Civiles a la mezcolanza de colores, formas y texturas de las sudaderas deportivas, pasando por algunos viejos monos de trabajo de color azul marino y por los típicos chalecos de excursionista con infinitos bolsillos, en los que casi nunca se acertaba a encontrar a la primera lo que se había guardado en ellos.

La “Brigada Varea”, como ya la llamaban algunos, apenas disponía de armas para todos sus integrantes: media docena de pistolas LLAMA M-82 y HK USP, un par de sub-fusiles HK MP5 y algunos fusiles de asalto CETME del modelo C, que sólo Dios sabía por que razón se encontraban todavía en el depósito de un Puesto como el de Castro del Risco, que sin duda había conocido tiempos mejores. Unos cuantos buenos rifles de caza mayor del calibre 243 y 30-06 completaban el estadillo de armas de la fuerza comandada por el Cabo Varea.

En lo tocante a la munición la cosa pintaba peor: apenas habían conseguido llenar unos pocos cargadores para cada una de las armas automáticas. Por desgracia la munición de 7,62 mm para los CETME C era todavía más escasa.

Frente a la iglesia, el doctor Mendizábal reunió un pequeño grupo formado por Soledad y Esther, las únicas enfermeras del centro de salud de Castro del Risco; Jacinto, el farmacéutico y Julián el mancebo de la botica; y por Esteban, el mozo de almacén, que acarreaba una carretilla cargada hasta los topes con lo que les quedaba en la farmacia. Juntos se encaminaron a toda prisa hacia al Hotel Rural “La Falcata” situado al otro lado del pueblo, a casi dos kilómetros del centro de la villa y al pie de la carretera de la serranía.

El Hotel era el edificio más alejado de los accesos del sur, que es por donde esperaban la llegada de los invasores. Se trataba de un caserón reformado que podía considerarse como la única construcción capaz de ser fortificada y merecer ese adjetivo. El doctor y su camarilla se encargarían, si llegaba el momento, de atender a los heridos que fuesen llevando a “La Falcata”.

Otro grupo, compuesto por algunos hombres y por casi todas las mujeres presentes, abandonó el llano de la iglesia enfilando la carretera que lleva a la Ermita de San Juan Nepomuceno. Hombres y mujeres acarreaban mochilas, sacos e incluso maletas; en las que transportaban los últimos alimentos, artículos de aseo, mantas y toallas que verían en mucho tiempo. En sus caras se reflejaba ora miedo, ora resignación; pero caminaban con paso firme y decidido por la ondulante cinta de asfalto gris azulado que se escondía y volvía a aparecer entre los cerros: aquél era un camino que no llevaba a ninguna otra parte más que a la solitaria y recóndita Ermita.

Con las primeras luces del día los niños de Castro del Risco habían sido trasladados a la Ermita. El escaso gas-oil que todavía quedaba en el pueblo, con la excepción del que alimentaba el grupo electrógeno del Hotel, se había empleado para ese transporte. El único autobús censado en Castro del Risco había consumido el poco combustible que quedaba para recorrer los 8 kilómetros que lo separaban de la Ermita, en el que sería su último viaje.

Ahora sólo quedaban dos figuras solitarias en el llano de la iglesia. Antonio Serrano clavó sus ojos en el Padre Manuel. El alcalde había presumido muchas veces de ser agnóstico pero aquel cura venido de Zaragoza hacía ya más de siete años, se había ganado pronto el aprecio de los vecinos y también el suyo. Antes que él, habían tenido en el pueblo un párroco de modales afeminados, conducta afectada y delicada, mirada porcina y trato empalagoso; características éstas que habían hecho muy difícil su integración entre los castreños, que eran gentes de vida sencilla pero esforzada y sacrificada, habituados a las exigencias y los rigores de los trabajos del campo.

Pero el Padre Manuel era un “hombre” en el sentido más literal de la palabra. De voz profunda y bien modulada, anchas espaldas, brazos siempre arremangados, velludos y de aspecto marmóreo que se adivinaban bien dispuestos para el trabajo físico. Con su mirada franca y su apretón de manos, firme pero acogedor, el Padre Manuel había conseguido infundir nuevos bríos a sus feligreses.

Desde que, hacía tan sólo unas semanas, los ejércitos de la “Nueva Liga de la Yihad” habían roto las precarias defensas de nuestras costas, ya no había pueblo que pudiera considerarse seguro en el interior de la península ibérica. La reconquista de Al-Andalus había comenzado.

Sabían que el Presidente y los miembros del Gobierno habían conseguido salir de Madrid y que habían sido evacuados a algún lugar de Asturias o Cantabria. Pero ya llevaban más de diez días sin noticias, la televisión había quedado silenciada cuando se produjo el corte del suministro eléctrico y la radio no ofrecía más que estática en todo el recorrido del dial.

Fue con la llegada de los supervivientes de “Villanueva de Godoy” cuando de verdad tomaron conciencia de lo mal que iban las cosas. “Villanueva de Godoy” era una población algo más grande que Castro del Risco y estaba situada a cuarenta kilómetros al sureste. El paso de la punta de lanza de la invasión por el pueblo vecino, había significado una masacre innecesaria y un auténtico paseo militar para las fuerzas de la Yihad.

Era ahora cuando Antonio Serrano se daba cuenta de que, con la decisión que habían tomado, posiblemente estaban condenando a muerte a sus vecinos, a su gente, en definitiva… a su familia y amigos.

– No le des más vueltas Antonio –dijo el cura devolviendo la mirada al alcalde como en un ritual que le hubiera permitido leer sus pensamientos. – Ahora hay que tener valor y cumplir con el compromiso que tenemos para con el pueblo.

– No Manolo, si valor no nos falta. Tan sólo me pregunto si todo esto servirá para algo, si acaso no…

No pudo terminar la frase porque una descarga cerrada de disparos de fusilería restalló en la lejanía. Varea y los suyos debían haber contactado con el enemigo.

– ¡Vamos dentro! –gritó el cura por encima del ruido de los disparos cuya cadencia era muy intensa pero empezaba a ser menos ordenada y regular. – ¡Ya están aquí!

Los dos corrieron hacia la iglesia. El edificio no era más que una nave cuadrada, antiguo almacén de telas que el Obispado había comprado y reformado para poder dar a Castro del Risco una parroquia más cercana que la que tenía sede en la Ermita, a todas luces demasiado alejada del pueblo. A la nave le añadieron, sin demasiada fortuna desde el punto de vista arquitectónico, un campanario adosado que se levantaba como unos ocho metros por encima del rasero del tejado.

Antonio y Manuel entraron en la iglesia y atrancaron los portones por dentro con tres grandes maderos recuperados de las antiguas vías del tren. En el confesionario habían dejado sus armas: dos escopetas Remington 1100 del calibre 420, junto a dos morrales llenos de cartuchos y una caja de cartón repleta de “litronas” de cerveza que, en esta ocasión, contenían la gasolina que habían podido sacar de los depósitos de los coches antes de que se quedaran por completo sin combustible, mezclada con un poco de aceite de sus motores.

El alcalde cargó con la caja de los “molotovs” y siguió al cura que había empezado a subir por la estrecha escalera de caracol que conducía a lo alto del campanario. Habían elegido esa posición porque ofrecía una panorámica inmejorable de la parte del pueblo que, en pocas horas, se iba a convertir en un auténtico campo de batalla.

Desde lo alto veían como los invasores habían tomado posiciones frente a las defensas de Varea. Los asaltantes se movían con orden y velocidad. Una escuadra “saltaba” hacia delante y otras dos daban cobertura a la primera con un espeso fuego de fusilería. La respuesta de los castreños a estas maniobras parecía ser bastante eficaz. Pudieron ver como, de los cuatro ó cinco hombres de la escuadra que en ese preciso momento se ponía en movimiento, dos caían bajo el fuego de los tiradores de Varea. Sobre el terreno yacían al menos una docena de cuerpos inertes.

Había pasado más de una hora desde el inicio del tiroteo y el sol estaba muy alto ya. El empuje de los yihaidistas no había disminuido pero, en el lado castreño los disparos se producían ahora de una forma mucho más espaciada; bien porque estaban sufriendo muchas bajas o porque quisieran economizar la munición. De repente, por el flanco izquierdo de las posiciones defensivas, se escuchó un tableteo característico. Los asaltantes habían conseguido colocar una ametralladora en enfilada que debía estar causando estragos entre los hombres de Varea.

Desde el campanario el cura y el alcalde compartían unos pequeños binoculares con los que no perdían detalle de lo que ocurría en los aledaños del pueblo. El Padre Manuel pudo ver cómo, por detrás del asentamiento de la ametralladora, se arrastraba reptando despacio uno de los Guardias Civiles, aunque a esa distancia no podía distinguir de quién se trataba. Con la ventaja que le daban la altura y los prismáticos el sacerdote reconoció el color verde de su uniforme, que no ofrecía duda alguna ya que contrastaba con los de camuflaje, del tipo “scrambled eggs”, que llevaban los fundamentalistas.

El Guardia Civil disparó varias veces su pistola, casi a bocajarro, contra los dos servidores de la ametralladora y, aunque pudo eliminar a uno, se enzarzó en un combate cuerpo a cuerpo con el segundo. Antes de que la lucha por la ametralladora se decantase de uno u otro lado, se produjo una explosión en la posición que acabó con la vida de ambos combatientes.

Los invasores habían ganado mucho terreno y se encontraban a menos de cien metros de la línea defensiva de los castreños. De pronto y al grito de “¡ Aláhu akbar* !” los atacantes se levantaron casi como un solo hombre y, abandonando la precaria cobertura u ocultación que les ofrecían sus posiciones en aquel terreno casi llano, iniciaron el asalto final a las posiciones de Varea. Varias granadas de mano volaron hacia el interior de las trincheras y casi de inmediato se sucedieron las explosiones. Se oyeron unas pocas ráfagas más, algunos tiros aislados y después… el silencio.

Los dos hombres del campanario, convertidos en meros espectadores en la distancia, inclinaron la cabeza y bajaron la vista al suelo de la torre como si así pudieran borrar de sus retinas lo que acababan de presenciar. Antonio empuñaba uno de los artefactos incendiarios y lo apretaba con tanta fuerza que acabó por romper el cuello de la botella. Afortunadamente no habían prendido ninguna de las mechas todavía, pero el estrépito del cristal al estrellarse contra el suelo les devolvió a la realidad.

El enemigo se estaba adentrando en el pueblo a la carrera. El alcalde pensó en los cazadores que estaban a punto de enfrentarse con sus escopetas de postas y perdigones a aquellos soldados bien adiestrados y armados hasta los dientes. Sin embargo durante un buen rato no se oyó detonación alguna, ni sonido que permitiera adivinar las intenciones de los invasores. Estos se habían parapeteado entre las casas de la parte baja del pueblo y permanecían ocultos a la vista desde el campanario.

Lo que acabó rompiendo aquel enervante silencio fue el ruido de los motores de algún tipo de vehículo que se acercaba por el sur. Sonaba como cuando los tractores de oruga Caterpillar regresan a sus cocheras después de haber echado la peonada del día. Primero vieron dos polvaredas que se acercaban rápidamente por el collado. Después, como si se fueran sacudiendo el polvo del camino, fueron distinguiendo poco a poco lo que se les venía encima.

– ¡Cagoenlaputa!... ¡tanques! –exclamó el alcalde ante la vista de lo que, en realidad, eran dos Vehículos de Combate de Infantería.

Los dos IFV de fabricación egipcia se aproximaban a Castro del Risco a casi 60 Km/H. Dotados de un cañón M242 de 25mm, montado en una torreta M2 Bradley y de dos ametralladoras coaxiales de 7,62mm cada uno; parecía como si, mientras se aproximaban, estuvieran apuntando, desafiantes, directamente hacia la torre del campanario.

Eliseo, que se había incorporado al grupo de escopeteros apenas que se había recuperado de su “misión de exploración”, se encontraba ahora tumbado todo lo largo que era en un exiguo balcón, oculto tras una hilera de macetas de geranios que apenas le dejaban espacio para moverse.

En el balcón del piso de enfrente, casi idéntico al que ocupaba Eliseo, se hallaba agazapado su buen amigo Juanjo; que había sido compañero de colegio primero, de correrías juveniles más tarde y de guiñote al final. Ambos contenían la respiración porque calle arriba venían cuatro soldados, dos delante a modo de avanzada y dos detrás cubriéndolos a cierta distancia. Cuando pudieron ver las espaldas de los dos primeros Juanjo hizo ademán de encarar su escopeta pero Eliseo le indicó que aguardara con una leve negación con la cabeza. Un minuto más tarde tenían a tiro a los cuatro. Exponiéndose lo justo para poder hacer puntería ambos abrieron fuego con sus escopetas de repetición contra los soldados, derribando a dos e hiriendo a un tercero en una pierna; el cuarto consiguió doblar la esquina y desaparecer de la escena. Eliseo recargó su Benelli Premium e hizo dos nuevas descargas sobre el herido que, alcanzado nuevamente por la lluvia de perdigones, dejó de moverse.

Avanzaba la tarde y las escaramuzas se habían ido sucediendo durante varias horas de calle en calle, obligando a los invasores a refugiarse en portales y zaguanes fuera del alcance de los cazadores castreños, lo que dificultaba notablemente su avance.

Eliseo, desde su pequeña atalaya, localizó al final de la calle a uno de los soldados que parecía ir dando instrucciones a otros situados tras una de las esquinas, fuera de su ángulo de visión. El soldado se adentró sigiloso por la callejuela, como quien anda de puntillas, sin dejar de mirar a los lados, arriba y abajo. En cuanto lo tuvo a tiro Eliseo levanto su escopeta para hacer fuego pero el mundo pareció desmoronarse bajos sus pies. Los proyectiles de 25mm le destrozaron los tobillos y provocaron el derrumbe del pequeño balcón que se había desprendido de los anclajes que lo unían a la pared del edificio. El IFV circulaba ahora por el centro de la calle disparando el cañón una y otra vez y abriendo fuego con sus ametralladoras en dirección a los balcones y azoteas. Juanjo, que había asomado la cabeza para hacerse una idea de lo que pasaba fue alcanzado por dos disparos provenientes de la infantería que, protegiéndose tras el vehículo de combate, lo acompañaba durante su avance.

Con aquellos vehículos en las calles, los escopeteros no podían moverse de sus posiciones sin arriesgarse a ser localizados, lo que permitió a los equipos de registro invasores acceder de forma segura a los edificios y acabar con ellos uno por uno.

Eran la 06:45 horas de la mañana cuando el convoy, formado por dos Hummer 1044 y cuatro camiones ligeros IVECO 7226, ascendía por la carretera que llevaba a la Ermita de San Juan Nepomuceno. El primer teniente Khaled Fathi viajaba en el Hummer de cabeza comandando la pequeña columna de vehículos.

– No tan deprisa Tariq –ordenó el teniente al soldado que iba al volante. – No queremos “alarmar” a nadie.**

El teniente Khaled asomó la cabeza por la ventanilla y miró hacia la cola del convoy. No podía evitar una extraña sensación de incomodidad al contemplar aquellos vehículos. Los Hummers y camiones que ahora ocupaban habían sido capturados al enemigo hacía ya tres semanas cuando, tras cinco días de durísimo combate, pudieron por fin romper las líneas de defensa que los tenían bloqueados en las cabezas de playa. Imaginó a aquellos feroces infantes de marina españoles evacuando a sus heridos en camiones como aquellos.

Por detrás del último camión, las primeras luces del día dejaban ver ahora una densa columna de humo que, partiendo de la parte alta del pueblo, se elevaba al cielo límpido de aquella luminosa mañana. Eran las ruinas de la iglesia, ahora convertida en un amasijo de cenizas hierros retorcidos y escombros todavía llameantes.

El teniente prestó atención a la carretera que tenían por delante. Aún no podían ver la Ermita pero, por la información que poseía, sabía que sólo faltaban un par de curvas más y se la encontrarían de improviso, como salida de la nada.

Antes de que doblaran la última curva Khaled dio órdenes para que el convoy se detuviera. Saltó a tierra y se dirigió a la parte trasera del primer camión.

– Sacadlos, –ordenó.

Los cuatro soldados que ocupaban la parte de atrás del camión cargaron con los dos cuerpos sin vida que yacían en la plataforma del vehículo.

– Dejadlos en la cuneta, uno al lado del otro. Y que uno de vosotros se quede de centinela.

Los soldados colocaron los cadáveres en la cuneta, de espaldas a la carretera y apoyados sobre el terraplén. Si no fuera por los numerosos traumatismos y heridas que presentaban, hubiera podido decirse que se trataba de dos excursionistas que se hubieran tumbado a un lado del camino para descansar mientras admiraban el paisaje.

Los vehículos continuaron la marcha doblando la última curva hasta detenerse, formando un abanico, a unos veinte metros de la entrada de la Ermita.

Khaled salió del Hummer y se estiró los faldones de su guerrera de camuflaje. Pasó los dedos por la banderita española que lucía en su uniforme como si quisiera asegurarse de que quedaba bien a la vista y pidió el megáfono a su subordinado.

– ¡Vecinos de Castro del Risco! –gritó Khaled por el altavoz, en un español impecable y sin ningún acento reconocible. – Soy el capitán de Infantería de Marina, Rodrigo García, perteneciente a la 3ª Compañía del Tercio de Armada. Podéis salir sin temor. El enemigo ha sido rechazado y Castro del Risco ha sido liberado de las fuerzas que intentaban ocuparlo. Todo ha terminado, ya no hay ningún peligro… ¡podéis salir sin miedo!

La pesada puerta de la Ermita se abrió por fin y los primeros castreños fueron saliendo tímidamente. A la vista de las insignias y banderines españoles que lucían tanto los vehículos como los uniformes de los soldados, el goteo de gente se convirtió en un tropel de niños y adultos que salían de la Ermita gritando: ¡Hemos ganado!, ¡victoria!... ¡Viva España!... ¡Estamos salvados!

De uno de los camiones, un poco más alejado que los demás, bajaron tres civiles: dos hombres y una mujer. Uno de ellos, un joven corpulento y bien parecido se echaba al hombro una cámara de vídeo SONY HD 1000. La mujer, Rawya Zeyara, enviada especial de Al-Areebah a la zona de conflicto, se situaba frente a la cámara, de espaldas a la Ermita. El tercero, comprobaba el cableado y hacía un rápido test a los inalámbricos.

– Desde aquí quedará bien –dijo el técnico. A esta distancia esos pobres desgraciados no podrán oír lo que dices y la toma será muy buena.

– Tres…, dos…, uno… –contó en voz alta la periodista. – Y dentro…

– Aláhu akbar. …Les está informando Rawya Zeyara, desde el norte de Al-Andalus. Esta mañana los heroicos guerreros de la Nueva Yihad han liberado otra población que, como tantas otras que hemos visto ya, se encontraba sometida por las demoníacas fuerzas occidentales. Los habitantes de éste pequeño pueblo se han podido sacudir el yugo que les impedía abrazar la fe verdadera… la única fe…

La cámara estaba enfocando en ese momento a un grupo de niños sonrientes que saltaban y levantaban los puños como si su equipo de futbol hubiera ganado la final de la Champions Leage. El operador hizo un pequeño travelling para filmar cómo una adolescente castreña de hermoso rostro abrazaba con expresión agradecida a uno de los soldados. El soldado se mantenía, convenientemente, de espaldas a la cámara.

Luego dirigió el objetivo hacia la fila de gente que estaba saliendo de la Ermita para detenerse en un individuo de mediana edad que, conforme hubo salido al exterior, comenzó a mirar a un lado y a otro como si buscase a alguien entre los soldados que les rodeaban. Por fin, empezó a caminar con naturalidad y sin que nadie se lo impidiera, directamente hacia el lugar donde se encontraba el equipo de filmación.

– Ahí viene Youssef –anunció el de la cámara mientras continuaba la grabación.

Youssef Abdel Aal, conocido por los castreños como Pepe “el camionero”, había pasado los últimos seis años de su vida en Castro del Risco. No le costó mucho trabajo hacerse pasar por español. Había recibido una excelente formación en el Instituto Cervantes de El Cairo.

Youssef había pasado seis años disimulando, asistiendo a la iglesia, intentando ganarse la amistad y la confianza de todos, sufriendo la humillación de tener que practicar sus oraciones a escondidas… Seis largos años viviendo en tensión, compaginando su vida ficticia como camionero a sueldo en un pueblucho abandonado de la mano de Alá, con la realidad de ser el enlace entre las células de Granada, Córdoba y Ciudad Real.

Youssef y el trío de reporteros se alejaron de la Ermita caminando en dirección al pueblo. Al doblar la primera curva encontraron a un centinela guardando los dos cuerpos que les interesaban.

– …uno… y dentro. Nuestros heroicos luchadores por la libertad consiguieron, la pasada noche, localizar y eliminar a los dos responsables de la opresión que este pueblo sufría desde hace una década…

Rawya Zeyara hizo una pausa en su alocución mientras la cámara recogía el momento en que Youssef, junto al soldado que guardaba los cuerpos, se situaba frente a los dos cadáveres y los señalaba con el dedo como si de una identificación policial se tratase. Después el operador encuadró a los dos hombres muertos durante un par de segundos, sin recrearse en las horribles heridas que éstos presentaban, pero prestando especial atención a una pequeño crucifijo que uno de ellos llevaba colgado al cuello.

El cadáver del sacerdote tenía los brazos y las piernas carbonizados y había recibido tres disparos en el torso y uno en el cuello que fue el que le causó la muerte. El alcalde tenía un boquete en el costado derecho, las costillas flotantes parecían haber sido arrancadas de cuajo y la cavidad pulmonar había quedado al descubierto.

– …estos que ha visto son los cuerpos sin vida de Antonio Serrano, comisario político de Castro del Risco y Manuel Cajal, un auténtico fanático religioso que había impuesto el terror en esta pacífica población. Queremos –continuó la reportera- que nuestras imágenes sirvan de lección a todos aquellos que mantienen prisionero al valiente pueblo andalusí, con sus mentiras, sus actitudes corruptas y sus actos represivos. Desde Al-Andalus, para todo el mundo libre, ha informado Rawya Zeyara. Aláhu akba.

– Corta…, aquí ya hemos terminado –dijo la periodista sonriendo al resto de su equipo.

FIN
* En lengua árabe: grito de guerra utilizado por todos los ejércitos islamistas a lo largo de la historia y que viene a significar “Alá es el más grande”.
** Los diálogos y alocuciones de los personajes de origen musulmán figuran en cursiva porque, evidentemente, se realizarían en lengua árabe. La intención del autor es diferenciarla de los diálogos en lengua española.

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