Nota: Este relato está basado en una “escena” de una antigua partida de rol on-line. Como un servidor manejaba tres de los cinco personajes además de ser co-director del juego creo que se puede considerar que la paternidad de la historia es fundamentalmente mía (dicho sea sin querer restar mérito a los otros jugadores). No se trata estrictamente de un relato militar, aunque la narración se desarrolla en un contexto bélico. La intención era que la historia tuviera continuidad pero como tantos otros proyectos quedó interrumpido por lo que os anticipo que el relato tiene un final abierto. No he podido resistirme a introducir unos pocos guiños literarios, cinematográficos e incluso televisivos fácilmente reconocibles. Como el texto resulta algo largo ha quedado dividido en dos partes. Espero que lo disfrutéis.

La primera parte se puede leer aquí.

Marsella era una fiesta para los tripulantes del "Fortuna y Gloria". Las faltriqueras repletas con los beneficios de la venta de las mercancías indianas y la popularidad que les había reportado su espectacular entrada en el puerto eran buenas razones para que les espagnols fueran bien recibidos en todos los prostíbulos y tabernas de la ciudad.

Pero la fiesta se alargaba demasiado. Las excusas del capitán para aplazar la partida se sucedían: que si los heridos todavía no se han recuperado plenamente, que si hay que dejar que la cosa se enfríe porque los ingleses nos tienen ganas desde que los dejamos con dos palmos de narices y nos estarán esperando... Pero todo el mundo sabía que la razón más poderosa para que el jabeque continuara atracado en le Vieux-Port de Marsella tenía nombre de mujer.

Por eso cuando a Desmarais le informaron en el puerto que encontraría al capitán español en el hospital de Saint-Esprit no le sorprendió demasiado dar con él en los jardines de la institución en compañía de la bella señorita Dubernard.

"Políticos, malditos políticos, connards -Refunfuñó. El oficial francés odiaba lo que estaba a punto de hacer".

- Bonsoir capitaine Desmarais –saludó el español mirando con recelo a la docena de infantes de marina armados que le acompañaban.

- Monsieur Bertrán –replicó muy serio-, daos preso en el nombre de la República.

- ¿Se trata de una broma? –preguntó Bernardo- Si es así sabed que no le encuentro la gracia al humor francés.

- Monsieur–respondió Desmarais-, os ruego que no me hagáis esto más difícil. Tengo orden de llevaros a la Prefecture. Vuestra espada s’il vous plait.

- Mon capitaine, si se me permite, ¿de qué se le acusa? - Preguntó Sophie con educación aunque sus ojos glaucos lanzaban rayos de indignación y rabia.

El francés respondió sosteniendo la mirada de fuego de la muchacha:

- Sé tanto como vos Madeimoselle, yo me limito a cumplir órdenes. Órdenes que vienen desde muy arriba que ni a vos ni a mí nos interesa discutir... Quien sabe, quizás se trate solo de un malentendido.

La última frase trató de sonar tranquilizadora pero la expresión sombría de su rostro reflejaba que ni Desmarais creía sus propias palabras.

El capitán Bertrán de Lis comprendió que no tenía demasiadas opciones. Rozó discretamente la mano de Sophie, tal vez para reconfortarla, tal vez como despedida. Desenvainó su espada y se la ofreció por la empuñadura al capitán francés.

- Haced lo que debáis capitaine.

Con una leve inclinación de cabeza éste agradeció el gesto, tomó el arma y se la pasó a uno de sus hombres.

- Allons, en route –dijo.

El grupo se dirigió a pié hacia la sede de la Prefecture, con Desmarais abriendo la marcha y el español unos pasos atrás entre dos filas de infantes. El oficial francés había tenido el detalle de no enmanillarlo. En realidad no era necesario.

Justo antes de entrar en el edificio el capitán Bertrán de Lis creyó ver a Sophie siguiéndolos a una cierta distancia. Al atravesar el umbral y pasar del sol de las calles de Marsella a la penumbra de la Prefecture no pudo evitar preguntarse si volvería a verla.

Le condujeron a una sala mal iluminada y desnuda de mobiliario excepto por un escritorio. Una bandera tricolor daba la única nota de color a la estancia. Desde detrás del escritorio le observaba con gesto de desagrado un hombre vestido de negro. Nadie sabía cual era el verdadero nombre del comisionado, tal vez incluso él mismo lo hubiera olvidado ya. Se le conocía como La Vipère Noir o, más sencillamente, Viperenoir. Se rumoreaba que había sido un activo colaborador del Comité de Salud Pública durante el Terror y que de algún modo había logrado sobrevivir a Thermidor y la caída de los jacobinos, ocultándose como una alimaña perseguida hasta que el Ministro de Policía Fouché lo incorporó a su equipo sabiendo que sus especiales aptitudes resultaban muy útiles en determinadas circunstancias. Ya fuera porque deseara hacerse perdonar sus viejos pecados políticos, ya porque realmente disfrutaba con su trabajo, lo cierto es que Viperenoir era ahora más eficaz y despiadado que nunca.

El capitán español permanecía en pié, flanqueado por dos guardias, manteniendo una postura de desafiante indignación. Pero Viperenoir sabía el miedo invadía al gallardo español. Podía olerlo... y le encantaba ese olor.

- Capitán Bernardo Bertrán de Lis, de la Marina Mercante Española -comenzó a leer impasible-, se os acusa de conspiración contra la libertad pública y la seguridad general.

Bernardo frunció el ceño sorprendido: "¿De que demonios estaba hablando aquel tipo?"

- Como resultado de un segundo registro de vuestra nave... registro más meticuloso que el primero -dijo lanzando una mirada a Desmarais que permanecía al fondo de la sala-, se ha descubierto un compartimento secreto en el que se ocultaba un importante cargamento de mosquetes. Habiéndose procedido al interrogatorio de varios miembros de vuestra tripulación se ha obtenido la siguiente confesión: los mosquetes fueron adquiridos por un grupo de émigrés que os pagaron una buena suma por introducirlos en el país. Con dichas armas se pretendía equipar a una célula monarquista que preparaba un alzamiento contra la República.

- ¡Pero eso es absurdo! -protestó el español- Es falso... totalmente falso.

- ¿Estáis tratando de mentiroso a un servidor de la República? -preguntó Viperenoir con una cruel sonrisa- ¿Acaso pensabais que alguien iba a creer la pantomima de vuestra entrada en Marsella? ¿Pensabais que íbamos a creer que alguien podría forzar el bloqueo de no haber estado de acuerdo con los británicos? ¿Pensáis que los guardianes de la República somos estúpidos?

"Es todo un montaje -pensó Bernardo-, y ni tan siquiera tratan de disimularlo. ¿Pero por qué? ¿Qué ganan con esto?"

- Tenemos las confesiones y tenemos las armas -continuó el funcionario-. Es todo lo que necesitamos, vuestro destino está sellado. Vuestro buque y todo su contenido quedan confiscados. Las ganancias obtenidas por la venta de la carga quedan retenidas. Mientras se fija la fecha del juicio vuestra tripulación será internada en un penal y vos pasaréis al Chateau d'If.

¡El Chateu d'If! A Bernardo se le heló la sangre al escuchar ese nombre. Cualquier marino del Mediterráneo occidental había oído alguna vez las historias que circulaban sobre el terrible destino de los pobres desgraciados encerrados en las mazmorras de ese reseco peñasco. ¿Pero por qué? ¿Por qué?

Los guardias ya sacaban al español de la sala cuando Viperenoir los detuvo con un gesto y dijo con una sonrisa maliciosa dibujada en su rostro:

- Y sin embargo de poca utilidad seríais a la República encerrado en los calabozos de If. Si accedierais a colaborar con nosotros poniendo al servicio de la causa vuestra veloz nave y vuestras habilidades el estado francés podría considerar revisar favorablemente vuestra causa. Podríais llegar a haceros perdonar vuestros graves delitos. Tal vez podamos llegar a un acuerdo: un acuerdo que no os interesa rechazar bajo ningún concepto.

Una luz de esperanza se encendió en el cerebro del capitán: después de todo había una razón para aquella locura.

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El capitán Bertrán de Lis apenas si pudo dormir aquella noche en su celda bajo la Prefecture. Su mente bullía buscando alguna salida. Pero no la había. Odiaba aquello. Se había hecho marino para que nadie pudiera decirle que debía hacer o donde debía ir, y ahora se encontraba con que ya no era dueño de su destino ni de su barco.

Hacia media mañana entraron en la celda el capitán Desmarais y el cabo Marcel Reynaud. Con toda su tripulación bajo arresto eran las únicas personas a las que podía recurrir en esos momentos. Bueno, también estaba Sophie, pero no quería involucrarla.

- Monsieurs -dijo levantándose y estrechándoles la mano-, gracias por venir. En primer lugar quiero asegurarles que todo lo que dijo el comisionado Viperenoir es falso: jamás he estado en tratos ni con ingleses ni con émigrés, y las únicas armas que hay abordo del "Fortuna y Gloria" son las que llevamos para defendernos de piratas y corsarios.

Desmarais no podía darle la razón abiertamente, no podía acusar de mentir al hombre del Ministère. Pero por la expresión de su rostro Bernardo supo que el francés tenía la seguridad de que lo que decía era cierto.

- El ciudadano Viperenoir me ha hecho una proposición que no he podido rechazar. Debo hacerme a la mar con mi jabeque burlando el bloqueo para llevar a Malta armas, pertrechos e instrucciones para el general Belgrande de Vaubois. La tripulación será mixta: mitad españoles y mitad franceses. El resto de mis hombres permanecerán bajo custodia en Marsella como garantía de mi regreso. El comisionado me ha dado a entender que podrían sufrir algún tipo de percance si se me pasara por la cabeza no regresar. Si logro cumplir la misión mis hombres serán liberados, recobraré la propiedad del barco y me será devuelto el dinero que me han retenido. No es que confíe demasiado en la palabra del comisionado, pero me temo que no tengo otra alternativa.

- Me gustaría que ustedes -continuó- me ayudasen a equipar mi nave y a seleccionar a los tripulantes franceses. Comprenderán que se trata de una misión delicada: la Royal Navy domina el mar y hay bastantes posibilidades de que acabemos todos amaestrando piojos en un pontón del Támesis. Necesitaré hombres decididos... voluntarios a ser posible.

A Reynaud se le iluminó el rostro al escuchar esas palabras y saltó como impulsado por un resorte:

- Mon capitaine, me ofrezco voluntario para unirme a la tripulación del "Fortuna y Gloria".

El ofrecimiento de Reynaud no pilló por sorpresa a Desmarais. Sabía que el muchacho llevaba mal permanecer encerrado en el puerto mientras las naves inglesas se pavoneaban delante de sus narices. El chico anhelaba la acción, la aventura, el olor a pólvora y el estruendo de los cañones. En realidad nada que no curase el paso del tiempo. El veterano oficial conocía bien esos sentimientos. Eran los mismos que hacía ya bastantes años impulsaron a un joven pescador marsellés a unirse a los fédérés que marchaban sobre París para defender la Revolución. Recordaba el sonido de cientos de gargantas cantando aquello de “Aux armes citoyens / Formoins nos bataillons / Marchons, marchons...”. Recordaba la ilusión, las esperanzas... la gloria. Recordaba también las purgas en las filas de La Royale, que llevaron a docenas de altivos y nobles oficiales al exilio o al patíbulo y abrieron las puertas para que cualquiera con algo de experiencia en las artes de la mar pudiera aspirar a un buen sueldo y a la oportunidad de luchar contra los enemigos de Francia. Pero fueron pasando los años y la Marine Nationale languidecía... los fondos y la gloria eran para L’Armée. Las viejas ilusiones e ideales fueron cayendo en el olvido. Los pobres seguían tan miserables como antes, las injusticias perduraban. ¿De que había servido tanta sangre derramada?

- Querido Marcel -dijo Bernardo estrechando la mano del cabo con firmeza- será un placer contar con usted... si el capitán Desmarais lo autoriza.

Desmarais pareció regresar desde un lugar muy lejano.

- No -negó con un nudo en la garganta-. No autorizaré al cabo Raynaud a unirse a vuestra tripulación. Pero con gusto daré mi aprobación para que lo haga el sargento Reynaud.

- Mon fils -dijo abrazando a Marcel y estampándole dos sonoros besos en las mejillas-, estoy orgulloso de ti... demuestra a este español como luchamos los franceses... ¡Vive la France!

- Por mi parte -continuó volviéndose hacia el español mientras se enjugaba una lágrima de emoción-, será un honor encargarme de preparar su nave y escogerle los mejores hombres de mi flotille. Moveré algunos hilos para que vos y vuestros hombres podáis moveros libremente hasta vuestra partida: todavía tengo amigos. Viperenoir, quel cochon, no es el único que tiene influencias en París.

El capitán Desmarais ordenó que trajeran una jarra de vino y unos vasos. El guardia puso mala cara pero obedeció refunfuñando. Y así, en la penumbra de una celda, animados por el vino y trazando líneas de carboncillo sobre el enlosado fue tomando forma la nueva singladura del “Fortuna y Gloria”.

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Después de tantos días encerrado era bueno volver a pisar la calle, aspirar el inconfundible aroma del mar y sentir de nuevo la calidez del sol en el rostro. El primer pensamiento de Bernardo al salir de la Prefecture había sido correr en busca de Sophie. La imagen de la joven francesa le había acompañado en sus sueños y también durante sus vigilias. Pero tras su estancia en las dependencias de la Prefecture sus ropas y él mismo hedían a orín y a heces, y una legión de piojos habían asentado sus reales en su mugriento cabello. Durante las interminables horas pasadas en su celda Bernardo se había torturado preguntándose si Sophie, que lo había conocido como un héroe con la bolsa repleta, lo aceptaría ahora que no era más que un convicto de traición pobre como una rata. En cualquier caso estaba fuera de duda que no iba a aceptarlo en su estado actual: apestaba.

Por eso se sintió horrorizado cuando la encontró esperándole frente a las puertas de la Prefecture. Pero el horror que sentía se mezclaba con una sensación extraña: su corazón desbocado parecía querer salírsele del pecho. Buscó inútilmente un lugar donde esconderse mientras la muchacha se acercaba a él con una luminosa sonrisa dibujada en el rostro. Deseó que la tierra se lo tragara en ese preciso instante.

- Bernardo -dijo ella tomando entre sus blancas manos las sucias manos de él. El español estaba tan sofocado de que no se dio cuenta de que no le había llamado Monsieur Bertrán ni Capitaine, sino que la muchacha se había referido a él por su nombre de pila. Soltándose retrocedió dos pasos avergonzado.

- Yo, yo... -balbució con los ojos clavados en los adoquines del suelo sin saber que decir- Necesito un bañó.

Sophie sin dejar de sonreír lo agarró con fuerza de la mano y dijo con un guiño-: Creo que eso podemos arreglarlo.

El capitán Bertrán de Lis, aturdido, sorprendido, sin capacidad de reacción se dejó arrastrar por la resuelta Sophie. Mientras la joven francesa tiraba de él por las calles de la ciudad Bernardo no pudo dejar de observar los rostros de sorpresa de los escasos viandantes con los que se cruzaban a tan tempranas horas. Sin duda las comadres de Marsella tendrían tema de conversación con aquello durante semanas. Pero eso no parecía afectar en absoluto a la muchacha.

Llegaron a su casa y ella le hizo esperar unos minutos en un saloncito. Bernardo permaneció en pié en el centro de la estancia temeroso de ensuciar algo si se sentaba. Al cabo reapareció la joven y le condujo a otra habitación donde había una tina rebosante de agua caliente.

- Ahí tenéis toallas y jabón -dijo risueña mientras salía-, os buscaré algo de ropa limpia de mi padre. Confío en que sea de vuestra talla. Tomaros todo el tiempo que necesitéis.

A base de mucho frotar Bernardo logró desprenderse de la mugre que lo cubría. Después del baño revivificador el español, cubierto tan solo con una toalla anudada a la cintura se escrutó ante un espejo quedando relativamente satisfecho con lo que veía. Ahora al menos volvía a parecer un hombre. Tan solo necesitaba una navaja para poder afeitar la descuidada barba que le cubría el rostro.

Estaba tan ensimismado que no oyó el leve chirrido de la puerta al abrirse, ni los sigilosos pasos de unos pies descalzos sobre las tablas del piso. De repente unos brazos le rodearon amorosamente desde atrás. El espejo le devolvió el rostro de Sophie. La muchacha se había soltado la cabellera que ahora caía como una cascada dorada sobre sus hombros. Su cabello olía a jazmín y el marino no pudo evitar observar que se había cambiado la ropa y ahora llevaba puesto una especie de camisón blanco. El tejido era muy tenue, casi transparente y él podía sentir la calidez de los pechos de la francesa contra su espalda.

-Hoy sois solo mío capitán Bertrán de Lis -le susurró ella al oído-. Mi padre está fuera de la ciudad y he dado el día libre al servicio. Sois todo mío mon vaillant espagnol.

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Las atenciones de mademoiselle Dubernard hicieron que, durante un día y una noche, Bernardo Bertrán de Lis se olvidara de todas sus preocupaciones. Pero apenas cinco minutos después de despedirse con un último beso, en el mismo instante en que puso un pie en el puerto, el encantamiento se quebró y el capitán español volvió a ser consciente de su desesperada situación. Pero ahora tenía una nueva y poderosa razón para intentar salir con bien de ese lío y regresar entero de aquella malhadada misión.

El “Fortuna y Gloria” hervía de actividad como un hormiguero: se subían abordo municiones y pertrechos, se revisaban los aparejos y se daba una nueva mano de pintura al buque con la esperanza de que los británicos no reconocieran fácilmente al jabeque que había forzado el bloqueo de Marsella unas semanas atrás. Los marinos españoles y franceses parecían trabajar bien juntos, pero Bernardo sabía que, tras haber sido huéspedes de los calabozos marselleses donde aún permanecían muchos compañeros, los españoles tardarían en volver a confiar en un gabacho.

Pero Francia daba a luz a hombres decentes como el capitán Desmarais. El español no sabía que hubiera hecho sin él. No solo se había ocupado de sacarlo de la prisión, sino que había abierto para el “Fortuna y Gloria” las puertas de los arsenales y almacenes de la Marine de manera que el jabeque nunca había estado mejor equipado. Había logrado además reclutar a una magnífica tripulación francesa: hombres jóvenes con sed de aventura y ganas de burlar a los ingleses que llevaban mal permanecer encerrados en la ratonera de Marsella y suplían con entusiasmo su falta de experiencia. En la mirada de los voluntarios franceses Desmarais reconocía con cierta añoranza un brillo que sus ojos habían perdido ya hacía bastante tiempo. Pero en cierto sentido esos ánimos habían contagiado al veterano capitán de manera que ahora a algunos de los oficiales de la flotille les costaba reconocer en él al compañero de timbas amante de la vida muelle.

Desde el combés del jabeque un joven oficial francés dirigía la maniobra del cabrestante que iba izando a la nave barriles de agua dulce, de encurtidos, toneletes de pólvora y cajas de bizcocho. Desmarais ajeno a todo se apoyaba sobre la borda, con la mirada fija en la bocana del puerto, observando las lejanas siluetas de los buques británicos y el horizonte que se abría tras ellos.

- ¡Monsieur le capitaine! –gritó el español desde el muelle- ¡Permiso para subir abordo!

Las voces de Bernardo sacaron al francés de sus ensoñaciones.

- ¡No necesitáis permiso para subir a vuestra propia nave, mon ami! –respondió- ¡Bienvenido!

Desmarais abrazó a Bertrán de Lis y le acompaño a la cámara. Allí ante una copa de vino, le informó de la situación de la nave, de los pertrechos embarcados y de la nueva tripulación.

- Gracias –dijo el español-. No se como podría compensaros por todos vuestros desvelos.

- En realidad –replicó Desmarais con una sonrisa traviesa- si que hay algo que podríais hacer por mí. Tengo entendido que vuestro segundo disfrutará una temporada más de la hospitalidad francesa. He estado hablando mis superiores y les he convencido de la necesidad de que un buen francés os acompañe en vuestra misión, para vigilaros de cerca y asegurar vuestra fidelidad. Señor Bertrán de Lis... ¿me aceptaríais a bordo de vuestra nave? Os ruego que digáis que sí, no soporto por más tiempo estar varado en tierra... mi querida esposa me está volviendo loco.

- Querido capitán –respondió Bernardo riendo-, sin duda los nuevos tripulantes franceses recibirán de mejor grado las órdenes si éstas vienen dadas por un oficial francés. Será un honor y un placer teneros abordo.

Y dicho esto volvió a estrechar con fuerza la mano de Desmarais, sellando así una peculiar alianza. No pudo evitar sonreír al pensar que la fortuna proporcionaba extraños compañeros de aventura.

- Creo que esto es el comienzo de una gran amistad.

FIN


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